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Columna
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El oscuro jardín de una conversación privada

TIENE USTED muy buena cara, herr Schelle –le saludó Arturo cuando entró en el atestado tabuco del Lorelei.

–Me encuentro mucho mejor.

–Muy bien. Pues vaya recogiendo que nos vamos. Tenemos un coche fuera, esperando.

–¿Dónde vamos?

Arturo le explicó a vuelapluma todo lo sucedido. Heberlein se encogió de hombros, pero exteriorizó su satisfacción. No tenían impedimenta, salvo la maleta color burdeos, así que cruzaron el brumoso Lorelei, que en esos momentos se hallaba en plena efervescencia. Arturo iba tenso, vigilante, mirando alrededor a los numerosos oficiales de todas las armas y nacionalidades que se juntaban allí para abrevar. En la barra distinguió a Pepe, su esmoquin, el cabello liso y negro, el monóculo…, estaba magnífica. Ella también le vio, pero no hizo ningún gesto. Sus ojos se quedaron enganchados unos instantes, en cierta manera se tocaron y la soledad quedó anulada por un momento. Luego Arturo agarró el brazo de Heberlein para acelerar el paso. Fuera, en una zona discreta, les esperaba su chófer, que arrancó el W en cuanto les vio. Se subieron y les llevó hasta una zona indeterminada en Zelehdorf. Se detuvieron en un portal, el chófer le entregó las llaves de un piso. Entraron en el edificio y, antes de introducir la llave en la puerta, Arturo amartilló su Walther. Tanto Arturo como Heberlein experimentaron cierta inquietud cuando entraron en el apartamento. Era un piso con una habitación, destartalado pero limpio, que mantenía una relativa calidez debido a una estufa que tiraba bien. Arturo lo registró y luego echó un vistazo por la ventana; algunas luces en los edificios intactos, aquí y allá, hacían que Berlín pareciese un crucero surcando de noche un helado Atlántico. Comprobó que la puerta principal quedaba bien cerrada y la apuntaló con uno de los muebles. Sobre una mesa, al lado del teléfono que supuestamente les daría el pistoletazo de salida, había un sobre con un billete de tren. Arturo le señaló a Heberlein la habitación.

–Quédese con ella y descanse, mañana podría ser un día complicado. Yo dormiré en el sofá.

–Estoy mejor, pero tiene razón. Y dentro de nada, ¡España! –sonrió.

–Ojalá.

–¿Qué es lo primero que hará cuando regrese a Madrid, herr Andrade?

–Bañarme –respondió Arturo con sequedad.

Luego se echó cuan largo era en el sofá. Miró de reojo a Heberlein, decidió que había que relajar un poco la situación.

–Entonces, ¿me contará de qué conoce canciones españolas?

La cara de Heberlein se iluminó.

–Ah, España. Estuve allí durante su guerra, con la Cóndor. Fueron buenos tiempos.

–Bueno, según como se mire.

–Lo fueron –dijo asertivo–. Me moví mucho por su país, Madrid, Sevilla, el norte… ¿De dónde es usted?

–Extremadura.

–Ah, allí teníamos un campo de aterrizaje, y en Cáceres, uno de los cuarteles generales. Buenas tierras.

–No se lo niego.

–¿Cree que mañana tendremos problemas?

La cruda pregunta de Heberlein tomó a Arturo por sorpresa.

–Quizá, pero no es razón para desmoralizarse.

–A mí no me van a coger los rusos.

–A mí tampoco me haría ilusión, claro que yo no he hecho turismo por Ucrania…

Heberlein no se turbó ni bajó la mirada; se limitó a arreglarse el pañuelo del cuello.

–Teníamos grandes planes, herr Andrade. Llegamos hasta los puertos de montaña del Elbrús, la esvástica ondeó allí, en el borde mismo del Cáucaso. Pude ver paisajes de ensueño con nuestros instrumentos ópticos, valles azules, rocas pardas, nieves perpetuas…, las cumbres del Kazbek y del Ararat… ¿Sabe que yo iba a ser el futuro gobernador de aquellas tierras? El Reichskommissariat de Ucrania y Ciscaucasia…

–Si hubieran tomado Moscú… –rememoró Arturo.

–Si hubiéramos ganado, yo, Jünger Heberlein, habría sido el Reichskommissar. En Ucrania había industria pesada, productos agrícolas…; en el Cáucaso, minas y petróleo, valles infinitos… Mi misión era construir una autopista que lo uniese todo estratégicamente y, más allá, dejar expedito el camino hacia India y Oriente.

–Gran empresa. Algo tendrían que decir sus habitantes.

Heberlein hizo un gesto quitándole importancia.

Lebensraum, herr Andrade, usted sabe perfectamente que el pueblo alemán necesitaba expandirse, era un imperativo, nuestro derecho como señores. Ustedes, los españoles, saben de lo que hablo, lo hicieron en América, exterminaron a miles de indígenas; los belgas limpiaron el Congo, los estadounidenses masacraron a sus indios, los ingleses tampoco le hicieron ascos a los bombardeos y matanzas en su imperio. Ustedes son nuestros precursores, la creación de un espacio vital mediante el crimen y el desplazamiento…

–Nos estamos metiendo en un jardín muy profundo, general.

–Ah, no le interesa hablar de lo que no le conviene, ¿verdad?

–No, simplemente tenemos que descansar.

Arturo cerró los ojos para dar por concluida la conversación, pero Heberlein no quiso captar la indirecta.

–El mundo se ha asustado porque liquidamos a unos cuantos millones de judíos, pero eso no tiene importancia, ellos ni siquiera son humanos, tienen otros tejidos, otros huesos, pensamientos diferentes… Lo importante era extender Alemania hasta los Urales, unir a todas las naciones bajo el Gran Reich, y en ese empeño las SS terminarían sustituyendo a la Wehrmacht, un nuevo orden en el que solo nosotros tendríamos la fuerza para controlar esos territorios y garantizar que nunca habría rebeliones de judíos, anarquistas o proasiáticos. El plan era más grandioso que terminar con 11 millones de judíos, el plan era utilizar a los eslavos como fuerza de trabajo durante algunos años a fin de preparar aquellas tierras para nuestros campesinos y trabajadores alemanes, y luego eliminar su exceso demográfico. A los que no pudiéramos fusilar o matar de hambre, les proveeríamos de vodka gratuito a cualquier hora para que se sacrificasen ellos mismos. En dos o tres generaciones acabaríamos con ellos, 15, 20, 30 millones de Untermenschen que dejarían paso a una raza más pura…

Arturo cerró los ojos y fingió dormir hasta que el general captó su indiferencia y, tras orinar, se metió en su cuarto. Así que aquella era la dirección del Ogro, pensó Arturo inquieto, un sentimiento, algo que está en el aire, un impulso, había dicho Tieck. El Führerprinzip, por el cual a ningún nacionalsocialista se le reprocharía el exceso de celo al anticiparse a la voluntad de Hitler, “todo instante, toda época contiene sus propios desafíos y una verdad que es preciso captar y configurar”, dijo Tieck. “¿Crees que los nazis volverán a luchar?… Creo que mucha gente sigue creyendo y hay otros muchos que quieren creer…”, dijo Pepe. “¡Dios mío, voy a llegar tarde!”, dijo el conejo de las SS. “¿Quién nos asegura que los nazis no hayan elaborado detallados planes para mantener vivo el nacionalsocialismo en el futuro?”, dijo Alec Whealey. “Usted tráigame la maleta. Le aseguro que es de vital importancia también para su país”, dijo Heberlein. Arturo se durmió finalmente. Soñó con átomos que giraban y giraban, electrones en torno a un núcleo minúsculo, separados de este por una nada monstruosa, inmensa, como la que hay entre las estrellas.

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