Aunque no se me vea, estoy ahí
CUANDO tropecé con esta foto en el periódico, pensé en el Cuadrado negro sobre fondo blanco, de Malévich. Tuve hace años la oportunidad de ver el cuadro en una exposición sobre las vanguardias del siglo XX, en Bogotá, y de admirar así la sencillez compleja de una obra que tanta influencia habría de tener en la pintura contemporánea. No lo entendí muy bien, con la cabeza al menos, pero dejó una huella profunda en mi conciencia. Soñaba con aquella opacidad geométrica rodeada de una nada blanca. El cuadro quería decirme algo, aunque no logré averiguar qué ni por qué a mí, poseedor de un bagaje emocional de clase media. Tal es el misterio del arte: su capacidad para abrir puertas en las zonas más inaccesibles del alma individual, aunque también de la colectiva.
Pues bien, al desplegar el periódico y encontrarme con este rectángulo negro sobre fondo blanco, volví a verme en aquella sala de exposiciones de la capital de Colombia y de nuevo el abismo de la experiencia estética se abrió ante mí. Al acercar mis ojos a la imagen me pareció distinguir sin embargo un conjunto de formas geométricas recluidas en la opacidad dominante. Leí el pie de foto de la imagen, que decía así: “Madrid, visto ayer por la tarde desde la sierra de Guadarrama”. Significaba que cuando se obtuvo la instantánea yo me encontraba en el interior de la nube. Estoy ahí, aunque no se me vea. Comprendí entonces el porqué del impacto emocional que en su día me produjo la obra de Malévich. Yo estaba también atrapado dentro de aquel cuadrado negro. La humanidad entera se encontraba allí. Y allí seguimos.
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