El subidón de España en la Unión Europea
L A PRIMERA lección de historia que se impartía en el colegio Europa de Brujas (Bélgica) a los aspirantes a la diplomatura en Estudios Europeos tenía lugar fuera del aula, a la intemperie, en un páramo apartado y quieto. “Llegué allí en 1973. El primer día de clase nos llevaron en autobús a un pequeño promontorio desde el que se divisaba un cementerio inmenso, levantado tras la II Guerra Mundial. El profesor Lory nos señaló las hileras interminables de cruces blancas y dijo: ‘Si Europa existe es por esto”, narra Manuel Marín, exvicepresidente de la Comisión Europea y elemento clave en la negociación que culminó con la adhesión de España.
No tiene aires de fiesta mayor el 30º aniversario de la integración de España en Europa. Nuestro país conmemora el acontecimiento con una celebración protocolaria, como si no hubiera mucho más que festejar que la efeméride. Y sin embargo… El aniversario encuentra a una UE desdibujada tras el Brexit, atrapada en sus contradicciones internas y minada por las deficiencias de diseño, el resurgir de los nacionalismos y populismos y las crecientes amenazas bélicas en sus bordes. La pregunta de para qué nos sirve Europa germina por doquier en suelo comunitario, pese a que la historia demuestra que el sueño de la unidad europea no produce monstruos y ha logrado conjurar hasta ahora el regreso al continente de los Jinetes del Apocalipsis.
LOS ESPAÑOLES ABANDONAN SU FERVOR EUROPEÍSTA ABSORTOS EN LAS CUESTIONES DOMÉSTICAS Y POCO CONSCIENTES DE QUE SU FUTURO SE JUEGA EN ESTE ESPACIO.
Sin caer en el euroescepticismo y la eurofobia rampantes, los españoles abandonan su fervor europeísta resentidos por la brutal cura de austeridad anticrisis a que han sido sometidos, absortos en las cuestiones domésticas y poco conscientes de que su futuro se juega en este espacio supranacional en el que recuperaron la confianza en ellos mismos y encontraron el impulso para su extraordinario salto histórico. El sueño inicial de una Europa federal, libre y unida no nació en las cancillerías, los claustros universitarios o los Estados Mayores de los ejércitos tras la hecatombe de la II Guerra Mundial. Surgió en plena contienda, de la mente visionaria del periodista italiano de filiación comunista Altiero Spinelli cuando se encontraba deportado en la isla de Ventotene por haber cuestionado el ascenso al poder del dictador Benito Mussolini. En junio de 1941, espantado por la magnitud de la carnicería, Spinelli redactó en papel cebolla y letra diminuta, como exigían las reglas de la clandestinidad, el manifiesto Por una Europa libre y unida, que acabaría germinando una década después en la Comunidad del Acero y del Carbón (CECA), precursora de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la actual Unión Europea (UE).
Su proclama por la “abolición definida de la división de Europa en Estados nacionales soberanos” y la creación de una “fuerza internacional” que garantizara la aplicación del derecho y acabara con los Estados totalitarios y “la ideología de la independencia nacional” tenía entonces una carga revolucionaria que los 60 millones de muertos contabilizados al final de la guerra terminaron avalando como la salida más sensata para evitar una tercera conflagración mundial. Tras el desembarco aliado en Normandía, las figuras de la Resistencia francesa Pierre Mendès France y Charles de Gaulle sopesaron la idea de crear un primer núcleo de unidad europea entre Francia, Italia, Bélgica y Holanda. “España vendrá más tarde, cuando se libre de Franco”, pronosticaron. Era el verano de 1944 y nadie en Europa ni en la España que no creyera en el eslogan franquista del “imperio hacia Dios” podía imaginar que nuestro país tardaría todavía 30 años en librarse del dictador.
Dice Manuel Marín que en nuestra integración en la CEE se conjuntaron dos elementos que rara vez se producen en la historia española: los sentimientos de épica y de autoestima colectivas. En su opinión, únicamente el gol ganador de Iniesta en el Mundial de Sudáfrica desató un entusiasmo equivalente. “Fue un gran subidón nacional porque significaba que el país recuperaba por fin la normalidad histórica. Envidiábamos al resto de los universitarios europeos; la libertad con la que hablaban, con la que pensaban, con la que vivían. Queríamos ser como ellos. Europa significaba libertad”, enfatiza Eugenio Nasarre, presidente del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, que fue director de RTVE en el Gobierno de UCD. “Democracia y Europa eran parte del mismo anhelo”, explica José María Gil Robles (PP), expresidente del Parlamento Europeo.
Según las encuestas, la tercera parte de los votantes españoles de izquierdas opinan hoy que Europa ha perjudicado a nuestro país. Y ahora que la UE se ha convertido en el chivo expiatorio de los males nacionales, muchos más se hacen la pregunta de si verdaderamente la entrada en Europa nos ha beneficiado. Es una pregunta equivocada en el sentido de que la respuesta es evidente –este es el país que más se ha beneficiado de las ayudas europeas– y en la medida en que obvia la corresponsabilidad obligada de cada socio en la marcha general de la UE y no se interroga sobre la calidad de la aportación española.
La España de hace tres décadas era un país de blanco y negro con dos canales de TV, carreteras lamentables, sistemas de comunicación irrisorios e industrias en gran parte obsoletas; un país que no contaba con electrificación rural y tenía a sus agricultores sin Seguridad Social. Esa España en la que se discutía airadamente sobre el proyecto de despenalización restrictiva del aborto, que arrastraba un acusado complejo de inferioridad y celebraba como si le fuera la vida en ello el éxito, incluso modesto y personal, de sus deportistas. Su renta per capita no llegaba al 72% de la media europea –hoy es del 94%– y su productividad apenas alcanzaba la mitad de la comunitaria. Treinta años después, el PIB español se ha doblado: de 461.394 millones de euros a 921.700 en 2013, y el volumen de las exportaciones se ha multiplicado por ocho.
¿Hablamos de infraestructuras? España ha pasado de tener 483 kilómetros de autopistas en 1986 a cerca de 14.000, y 4 de cada 10 de esos kilómetros han sido financiados con fondos comunitarios. Europa ha contribuido decisivamente a los 2.500 kilómetros de AVE, a la modernización de los aeropuertos… Destinó 2.400 millones a la terminal T4 de Madrid y 1.100 a la ampliación del Prat de Barcelona, y ha apoyado con 41.000 millones de euros la reestructuración y reforma del sector financiero. No hay área económica, industrial, sanitaria, social o cultural de envergadura en la que la UE no haya intervenido con subvenciones, préstamos u otras formas de financiación.
Entre 1986 y 2013, España recibió 151.400 millones de euros de la UE, una cifra a la que hay que sumar 45.000 millones más asignados hasta el año 2020. A cambio, nuestro país aporta a las arcas de la UE el porcentaje obligado, común a todos los socios, del 1,24% de su PIB. Aunque el espectacular crecimiento español de las últimas décadas y la entrada de los países del Este, mucho más pobres, ha reducido notablemente el dinero de los fondos comunitarios destinados a nuestro país, la relación sigue siendo todavía provechosa incluso en el aspecto contable.
“Europa ha sido el compuesto vitamínico que ha permitido modernizarnos a toda velocidad. Durante los primeros 25 años recibimos el doble de dinero de lo que aportamos, y ahora, gracias a nuestro desarrollo, empezamos a ser contribuyentes netos”, puntualiza José María Gil Robles. Regiones como Extremadura, Andalucía y Melilla continúan siendo beneficiarias netas de las ayudas europeas ya que su PIB es inferior al 75% del de la media comunitaria. Los 38,3 millones de españoles existentes en 1986 contaban con una esperanza de vida de 76,4 años; hoy somos 46,5 millones y nuestra esperanza de vida es de las más longevas, 83,2 años.
Representante del PSOE en la comisión que elaboró la Constitución Española de 1978, Enrique Barón testimonia la unanimidad con que los partidos políticos acordaron en la Transición que la democracia conllevaba la entrada en Europa. Ese consenso general hizo que, en junio de 1977, el primer Gobierno de Suárez solicitara formalmente la integración de España y posibilitó que, antes incluso de que se iniciaran las negociaciones para la adhesión, que culminaron en 1985, nuestro país pudiera formar parte del Consejo de Europa, institución reservada a los jefes de Estado comunitarios. Barón, expresidente del Parlamento Europeo, recuerda la emoción del primer encuentro con los líderes comunitarios. “Fuimos recibidos con mucho interés y sentimiento porque el drama de nuestra Guerra Civil, que fue el avance de lo que le esperaba a Europa, y de la dictadura flotaba en el ambiente”.
Dice Barón que España contó siempre con la simpatía de Jacques Delors. “Me dijo que seguramente iban a ganar las elecciones y que en ese caso, si le llamaba Mitterrand (entonces presidente de Francia) como esperaba, haría todo lo posible para que España entrara en la Comunidad”. El 12 de junio de 1985, en la ceremonia de la firma de adhesión –la entrada efectiva se hizo el 1 de enero de 1986–, el ya presidente de la Comisión Europea Jacques Delors declaró: “A ustedes les echábamos de menos. La construcción y la esperanza europea habrían quedado parciales e inacabadas sin su adhesión, su participación”.
Pero, tras la calurosa acogida, los negociadores españoles descubrieron pronto que sus interlocutores comunitarios eran huesos duros de roer. “De acuerdo con sus cálculos, resultaba que prácticamente teníamos que pagar para poder entrar. Nos llevamos un susto mayúsculo y nos rebelamos. Ahí, la negociación del canciller alemán Helmut Kohl con Felipe González resultó fundamental porque se consiguió que los fondos estructurales europeos se duplicaran por dos veces, en 1987 y 1993, con gran provecho para España”, subraya Barón. El propio Felipe González valora aquel acuerdo como uno de los tres momentos de la evolución europea que, junto a la negociación y aprobación del Tratado de la UE en Maastricht y la integración en el euro, resultaron claves para España.
“Fuimos respetados porque se vio que éramos capaces de pactar. En España, la política se ha bestializado y recuperar el debate europeo es básico”.
Antes de la adhesión, sin embargo, el líder socialista tuvo que utilizar todos sus recursos para conseguir que Reino Unido y Francia levantaran sus vetos a España. “El Consejo Europeo de Stuttgart de 1983 fue determinante”, explica Manuel Marín. “Kohl, el canciller alemán, neutralizó los bloqueos de Margaret Thatcher y de François Mitterrand tirando de chequera en el primer caso y ofreciendo un programa de fondos agrícolas al segundo. A cambio de despejarle el camino a España, Felipe González tenía que aceptar la instalación en suelo europeo de los euromisiles y del contingente de las tropas norteamericanas porque Alemania temía que un eventual derrumbe de la URSS amenazara la paz en el continente. Dicho ahora parece una brutalidad, pero en aquel contexto parecía tener su lógica”, sostiene Marín.
¿La OTAN y los misiles de EE UU fueron el peaje obligado? La respuesta la ofrece el mismo Felipe González: “Me pareció que el interés de España estaba mejor defendido y representado así. Pero quiero recordar que el referendo sobre la permanencia en la OTAN se produjo después de nuestro ingreso en las Comunidades Europeas. Por tanto, no fue un condicionante como lo quieren presentar. Me empeñé en que las cosas se hicieran de esa forma”.
Aunque las negociaciones para el ingreso de España finalizaron formalmente el 29 de marzo de 1985, todavía quedaba una larga ristra de asuntos pendientes que no se cerraron hasta el 6 de junio de ese año. Aquellas agotadoras jornadas ofrecieron la fotografía que presenta a Manuel Marín echando una cabezada entre ronda y ronda negociadora. La estampa, un icono de la tenacidad de la actitud española, vino a dar la razón a la entonces ministra francesa Édith Cresson, quien sostenía que las negociaciones maratonianas prolongadas hasta altas horas de la noche beneficiaban a la delegación española. “Éramos muy jóvenes y aguantábamos bien las largas jornadas de tira y afloja. Lo primero que descubrimos era lo difícil que resultaba tener una visión global. Teníamos especialistas en casi todas las áreas, pero trabajábamos con precariedad porque no existía el Instituto Nacional de Estadística (INE), no había datos oficiales”, recuerda Marín.
Hay un viaje en avión Bruselas-Madrid que Marín guarda vivamente. “Tenía en mis manos la carta en la que el comisario de Industria, el belga Étienne Davignon, le indicaba a Felipe González que nuestra siderurgia estaba obsoleta y que había que desmantelarla o reconvertirla. Pensaba en las plantillas de Altos Hornos de Vizcaya, de la Babcock & Wilcox, de Sagunto, de Avilés… y no me llegaba la camisa al cuerpo. La reconversión industrial fue tremenda. Nos costó la primera huelga general, pero si España tiene hoy en la automoción su gran industria exportadora es porque entonces abordamos la reconversión”.
Según él, los mecanismos obligatorios comunitarios fueron determinantes para la modernización del aparato productivo español. “No lo habríamos hecho por nuestra cuenta, como tampoco habríamos implantado el IVA. Si ahora somos el país con más espacios protegidos es gracias a la directiva Habitat que ha salvado de la quema muchas zonas. Conviene no olvidar que hasta la caída del Muro percibimos anualmente el 1,5% del PIB y que a los pocos años de entrar ya nos habíamos convertido en los segundos beneficiarios de los fondos para modernizar la agricultura y en los primeros receptores de los fondos estructurales”.
Pese al provecho obtenido, nuestro país vive instalado en la dimensión puramente utilitarista de Europa. La UE sigue siendo una referencia distante, incluso ajena. A muchos españoles no parece bastarles con el letrero “Esta obra ha sido financiada por la UE” que ha jalonado nuestra geografía en estas décadas y siguen preguntándose de qué nos sirve Europa. Y hay quienes suman a su rechazo, comprensible, a “esta Europa” un ignorante desdén por lo conseguido y por el proyecto mismo, siempre inacabado e incompleto, de una democracia supranacional con economía social de mercado.
Una pregunta obligada es qué han aportado los españoles a Europa. “Ilusión, empuje y una decidida visión europea. Nuestros cargos y funcionarios llegaron pisando fuerte el 1 de enero de 1986 y se hicieron con la reputación de personas con dedicación y preparación. De ahí calificativos como el de ‘los prusianos del sur’. Aportamos la dimensión latinoamericana, el concepto mismo de ‘ciudadanía europea’ con derecho al voto y carta de derechos fundamentales, y también la política de cohesión territorial de la que ahora se benefician los países del Este. Fue un asunto que Felipe y Delors llevaron mano a mano hasta convencer a Kohl. Últimamente se habla del modelo español para gestionar los flujos migratorios por medio de acuerdos con los países limítrofes, para la integración de los gitanos… Lo que también aportamos es un paro escandaloso y, últimamente, una notable falta de presencia. Estamos instalados en el ombliguismo”, responde Joaquín Almunia.
Bajo la presidencia de José María Aznar, España cumplió con los criterios de convergencia fijados en Maastricht y se integró en el grupo de países del euro. Pero ahora cunde la impresión de que los últimos Gobiernos españoles se han descolgado de la marcha europea y que el país ha perdido peso continental. “Fuimos respetados porque se vio que éramos capaces de pactar y porque logramos matar los estereotipos nacionales de la España del ‘vuelva usted mañana’ y ‘a garrotazos’. Lo grave es que en España hemos perdido el sentido del pacto. La política se ha bestializado y ahora recuperar el debate europeo es difícil, aunque sea básico. Necesitaríamos un Gobierno sólido con un relato compartido. Ir de primos segundos de Varoufakis sería un desastre. No puedes ir de Capitán Trueno con una espada de plástico”, destaca Manuel Marín.
El exdirector general de Relaciones Exteriores de la UE Eneko Landaburu ilustra con su experiencia personal el cambio de actitud respecto a Europa. “Cuando Felipe González me destinó a la UE me dijo: ‘Eneko, no vamos de pedigüeños, vamos de socios. Se trata de estar en la vanguardia del proceso de creación europea’. Con Rodríguez Zapatero ya fue diferente. Al principio estaba media hora al teléfono preguntando por Europa; luego ya eran cinco minutos y pasaba a interesarse por el tema ETA. En los últimos años, España no ha aportado nada a la UE”.
Hace 30 años, en la firma del tratado de adhesión, Felipe González proclamó que España aportaba “la sabiduría de una nación vieja y el entusiasmo de un pueblo joven”. Hoy, González establece un corte entre el pasado y la actualidad. “Se han producido cambios en las actitudes de los responsables españoles y hemos ido perdiendo posiciones y relevancia en la UE hasta hoy, en que nuestra ausencia del proceso es tan notable como incomprensible”, indica.
“Alemania tiene muy buenos directores de orquesta y tampoco abundan los países que quieran ejercer ese papel. Francia está inmersa en una gran crisis y ya vimos con su anterior presidente, Sarkozy, que pasados los primeros momentos abandonó su objetivo de coliderazgo. El número tres, que somos nosotros, estamos en proceso de introspección. Italia empieza a tener presencia, y por momentos hasta pareció que Polonia podía superarnos. ¿Quién se hubiera ocupado de la crisis financiera y del problema de los refugiados si no hubiera estado Alemania? Cada vez que Alemania se equivoca o hace mal las cosas tenemos un problema y está claro que hay que ponerles un contrapeso”, comenta Almunia.
El contrapeso solo puede salir del renovado compromiso de los países verdaderamente europeístas de dar un nuevo impulso a la Unión por encima de los populistas, los eurófobos y los egoísmos estatales. “Hay que aclarar la gobernanza y mejorar la representación en términos democráticos. De la crisis económica saldremos, aunque sea por el camino menos eficiente y más doloroso socialmente, pero de la crisis de los refugiados no saldremos sin una política exterior y de seguridad digna de ese nombre. Para colmo, estamos aceptando pasivamente la liquidación de la economía ‘social de mercado’ que definió el modelo europeo en un momento en el que la globalización genera desigualdades sociales insostenibles”, enfatiza González. Hoy como ayer, el sueño español es inseparable del europeo, de la misma manera que los intereses españoles son ya inseparables de los comunitarios. “Lejos de ser parte de nuestro problema, Europa es buena parte de nuestra solución, y ese debería ser el gran tema del debate español”, sostiene Landaburu. El propio instinto de supervivencia invita a plantearse la pregunta de cómo construir Europa desde España.
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