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Columna
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Ataques de frivolidad

Javier Marías

Los españoles nacidos en el franquismo, los que pertenecíamos a familias perdedoras de la Guerra Civil, tuvimos siempre presente que podíamos vernos obligados a abandonar nuestro país. Mi padre solía recomendar tener el pasaporte en regla y algo de dinero fuera, si era posible, para aguantar los primeros días de un posible exilio. (Tras cuarenta años de democracia, me temo que ese peligro sigue existiendo: de España nunca se sabe quién te va a echar, suele haber demasiados candidatos a “hacer limpieza” y a perseguir.) Por razones personales, no me imaginaba huyendo a Latinoamérica, ni a la vecina Francia, ni a los Estados Unidos en los que había pasado algún año muy temprano de mi vida, sino al Reino Unido, al que entonces se llamaba Inglaterra sin más. De niño poseía ya rudimentos de inglés, pero leía en traducción. En gran medida me formé con las andanzas de Guillermo Brown, de Richmal Crompton, y las series “Aventura” y “Misterio” de Enid Blyton, anteriores y mejores que las que le dieron mayor fama; con Stevenson y Conan Doyle y Defoe, con Dickens y Agatha Christie, con Walter Scott, John Meade Falkner y Anthony Hope, con Kipling y Chesterton y Wilde algo después. El cine británico llegaba con regularidad, y muchos de mis héroes de infancia tenían el rostro de John Mills, Trevor Howard, Jack Hawkins, Stewart Granger o David Niven, más tarde de Sean Connery. Mi primer amor platónico fue Hayley Mills, la protagonista niña de Tú a Boston y yo a California y Cuando el viento silba. Tampoco me fueron indiferentes las ya crecidas Kay Kendall, Jean Simmons y Vivien Leigh, más adelante la incomparable Julie Christie. Inglaterra era para mí un lugar tan europeo y casi tan familiar como mi natal Madrid. Allí tendría cabida y se me acogería, como fueron acogidos los escritores Blanco White (en el siglo XVIII), Cernuda, Barea y Chaves Nogales, o mi amigo Cabrera Infante, expulsado de la Cuba castrista en la que tantas esperanzas había puesto, y al que visité infinidad de veces en su casa de Gloucester Road.

Inglaterra ofrecía, además, innegables ventajas respecto a España. Sus gentes parecían educadas y razonables, con un patriotismo algo irónico y no histérico y chillón como el de aquí; era un país indudablemente democrático, garante de las libertades individuales, entre ellas la menos conocida aquí, la de expresión. Su famosa o tópica flema evitaba la exageración, el desgarro, el dramatismo demagógico y la propensión a la tragedia. Había resistido al nazismo a solas durante años, con entereza y templanza, sin perder los papeles que tantos motivos había para perder. Así pues, el reciente referéndum para el Brexit me supone un cataclismo. Por razones biográficas, desde luego, pero éstas son lo de menos. Lo alarmante y sintomático es ver a esa nación, básicamente pragmática y más decente que muchas, envilecida e idiotizada, subyugada y arrastrada por personajes grotescos como Boris Johnson y Nigel Farage y por sibilinos como Michael Gove, quizá el más dañino de todos. Dejándose engañar como bananeros por las mentiras flagrantes en las que los defensores de la salida de la UE en seguida reconocieron haber incurrido (nada más conseguir su criminal propósito). Un país tradicionalmente escéptico y sereno se ha comportado con un patriotismo histérico digno de españoles (o de alemanes de antaño). En un referéndum ridículo, para el que no había necesidad ni urgencia, un gran número de votantes se ha permitido una rabieta contra “Bruselas” y el Continente, sin apenas pararse a pensar y confiando en que “otros” serían más sensatos que ellos y les impedirían consumar lo que en el fondo no deseaban. Es lo mismo que uno oye en todas partes, aquí por ejemplo: “Voy a votar a Podemos o a Falange para darles en las narices a los demás, y a sabiendas de que no van a gobernar. Si tuvieran alguna posibilidad, ni loco los votaría”. Lo malo de estas “travesuras” es que a veces no quedan suficientes “otros” para sacarnos del atolladero en que nos metemos con absoluta irresponsabilidad, como ha sucedido en Inglaterra para alegría de Trump, Putin, Marine Le Pen y Alberto Garzón. Semanas después del Brexit no se ven sus beneficios, o han resultado falaces, y sí se ven sus perjuicios: para Europa sin duda, pero aún más para el Reino Unido. Muchos jóvenes partidarios de quedarse no se molestaron en ir a votar, confiando asimismo en la “sensatez” de los que fueran. Nunca se puede confiar más que en uno mismo, ni se debe delegar, ni se puede votar “en caliente” o en broma por aquello que nos horrorizaría ver cumplido. Quizá sirva para algo este malhadado Brexit: para que el resto nos demos cuenta de cuán fácilmente puede uno arruinarse la vida, no por delicadeza como en el verso de Rimbaud, sino por prolongado embrutecimiento y un ataque de frivolidad.

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