Barrientos no quiere ser padre
EL AGENTE Barrientos está muy cabreado.
Los casos con menores le afectan mucho por la razón opuesta a la que suelen invocar sus compañeros con hijos. Él sólo tiene 29 años, no ha sido padre aún y no sabe si lo será algún día. Hoy, después de entrevistarse con los padres del sospechoso, apostaría a que no. Nunca. Jamás.
–Le advierto que soy abogado –después de guiarle hasta el salón sin despegar los labios, él le dirigió esta advertencia y una sonrisa tensa, helada–. Le conviene tenerlo en cuenta.
–Sí –su mujer, los ojos hinchados de llorar, se estiró en el sofá y levantó la barbilla al escucharle–. Es abogado. Y muy bueno.
Ni siquiera le invitaron a sentarse. El agente Barrientos se sentó por su cuenta, los miró despacio, primero a él, luego a ella, y comprendió que iba a salir de aquella casa en el mismo estado de ignorancia en el que había llegado.
Ya sabía que su hijo Daniel había asesinado a Jonathan Gómez Gómez de un navajazo. Cuando el portero del inmueble donde había aparecido llamó a la comisaría, acababa de empezar su turno. Él hizo el informe correspondiente, presenció el levantamiento del cadáver y se tragó el sapo de informar a la madre de la víctima. No estaba en casa, pero la localizó a través de los archivos de la Seguridad Social, donde constaba como trabajadora fija discontinua en una empresa de un polígono de Coslada, con un sueldo miserable. Cuando le vio llegar con su compañera, estaba subida en una escalera, limpiando cristales. Al saber que eran policías, pronunció el nombre de su hijo, Jonathan, y la escalera empezó a tambalearse. Si el agente Barrientos no la hubiera sujetado, se habría caído al suelo, pero sus reflejos llegaron hasta ahí. Ni un centímetro más allá.
Después de asistir al dolor de Carmela Gómez, se dijo que nunca olvidaría aquel caso. No era la primera vez que se lo decía, y apenas recordaba los detalles de otros casos que le habían producido el mismo impacto, pero no pudo evitarlo. La culpa de aquella madre era tan grande que parecía capaz de absorber la responsabilidad del asesino de su hijo, y eso era lo mismo que absolverlo. Antes de avisar a un psicólogo, el agente Barrientos pensó que eso sería intolerablemente injusto, y aunque Carmela no le había pedido que encontrara al asesino de Jonathan, se lo prometió. No le resultó difícil.
La víctima era muy conocida en su barrio. Los vecinos, los tenderos, le fueron señalando, uno por uno, a sus amigos, unos gamberros, le dijeron, unos vagos que no hacían otra cosa que colocarse a diario y andar como zombis de la mañana a la noche. Barrientos ya lo sabía, porque una patrulla se había fijado en ellos poco después del crimen y había hecho un test de drogas a los que había encontrado en una plaza cercana al edificio donde apareció el cadáver. Quizás por eso no le resultó demasiado complicado convencerlos de que les convenía contarle la verdad. Así se enteró de que el asesino ni siquiera vivía ya en aquel barrio. Su padre se había enriquecido, le contaron, y se había mudado al centro, donde vivían también su novia y algún amigo más. Entonces, el agente Barrientos tuvo un presentimiento.
–No sé si son ustedes conscientes de lo que ha hecho su hijo… –y en el salón de un piso pequeño, pero decorado con demasiadas pretensiones, en una buena calle del barrio de Chamberí, aquel presentimiento se cumplió con una pasmosa exactitud.
–Ya le he dicho que no hable con tanta alegría de Daniel, agente. Sus amigos no son las mejores compañías, lo sé, pero él es distinto. No ha dejado de estudiar, vive aquí, con nosotros, y le conocemos mucho mejor que usted –el abogado cruzó las manos, se inclinó hacia delante, volvió a sonreír–. No tienen ninguna prueba contra él, sólo la denuncia de un par de descerebrados, que aquella noche estaban tan ciegos que no veían. No tiene otra cosa para acusarle, y no pienso consentir…
En ese momento, la madre de Daniel, que después de alabar la pericia profesional de su marido no había vuelto a intervenir, le interrumpió abruptamente.
–Usted no tiene hijos, ¿verdad?
El agente Barrientos miró a su alrededor para disimular que estaba contando hasta cinco.
–No, señora –contestó después–. Y no creo que los tenga.
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