Calidad o puntualidad
La verdad sobre el caso Harry Quebert’ es una muy recomendable novela del escritor Joël Dicker, thriller de alto suspense en el que el protagonista, un escritor llamado Marcus Goldman, investiga el asesinato de una chica en una pequeña ciudad de Nuevo Hampshire, a la vez que escribe una novela que su editor espera para una fecha determinada. La novela en la que trabaja es la propia investigación, así que le resulta muy difícil cumplir con los plazos. Nuevos hallazgos cada vez más sorprendentes le impiden llegar a un desenlace que sea fiel a lo que realmente ocurrió. El editor está cada vez más desesperado y Marcus Goldman se ve obligado a tomar una decisión: incumplir el plazo acordado o entregar en tiempo una novela que luego resulte fallida
Esta trama refleja a la perfección la tesitura en la que tan a menudo nos encontramos los profesionales cuando debemos optar por cumplir la fecha en que se nos ha fijado la entrega de un trabajo o bien incumplir el plazo pero alcanzar los estándares de calidad con los que nos sentimos cómodos.
Lo ideal es cumplir ambos, está claro: calidad excelente y plazos acordados. Pero si hay que elegir, la inmensa mayoría opta por incumplir el plazo y entregar tarde. Esta preferencia se debe a dos motivos, principalmente.
En primer lugar, el receptor de nuestro trabajo suele tener, a su vez, otro cliente (interno o externo) que también le ha fijado una fecha de entrega y no va a ser tan tonto de no dejarse un cierto margen de maniobra. Así que uno realiza una estimación de las cartas del oponente y hace uso de unos días de más que supone disponibles.
El problema es que cuando el cliente se da cuenta, ¿qué hace la siguiente vez? Fijar un plazo que le deje todavía más tiempo. “Como van a servirlo dos días tarde, pediré que me entreguen cinco días antes”. Esto solo funciona una vez porque el proveedor se acaba enterando y en la ulterior entrega cogerá esos cinco días en lugar de los dos que se tomaba antes. Y así sucesivamente. La gestión de plazos se convierte en una partida de mus: “¿Cuántos días de más debo tener y no me dicen?”. Un desastre para la gestión de calendarios.
El segundo motivo es que uno antepone la satisfacción propia del trabajo al perjuicio ajeno del retraso. En mi propia experiencia profesional, he llegado a la conclusión de que de la mala calidad de una entrega se acuerda todo el mundo y el leve retraso, incluso si ha causado algún perjuicio, no lo recuerda nadie al cabo del tiempo. Si una agencia de publicidad o un diseñador gráfico entrega un anuncio que resulta ser un gran éxito, nadie caerá en la cuenta de que salió una semana más tarde de lo previsto, incluso aunque haya costado dinero. En cambio, de una campaña sin resultados entregada a tiempo, solo perdurará en la memoria que aquello no funcionó. Por lo general, se pierden clientes antes por calidad que por plazos.
Ahora bien, como los clientes lo saben, ¿qué hacen? Pues fijar penalizaciones a los retrasos en las entregas. Es curioso que no hay incentivos positivos por entregar en plazo y sí negativos por llegar tarde. Supongo que viene heredado de la disciplina escolar: los retrasos restan nota y la puntualidad nunca suma. Craso error porque el ser humano, especialmente en tareas creativas, reacciona mejor a los incentivos positivos que a los negativos.
Hay personas, especialmente quienes desempeñan tareas artísticas o creativas (diseñadores, arquitectos, publicistas, escritores…), que reconocen trabajar mejor bajo presión que cuando disponen de un tiempo holgado. A este tipo de profesionales, y hay muchos, no sirve de nada asignarles un plazo amplio porque, hasta que no se ven con el agua al cuello, su mente no empieza a discurrir. ¿Es normal? Pues sí, lo es.
La investigadora de Harvard Teresa Amabile ha comprobado empíricamente que, bajo presión, se obtiene más creatividad. Sin embargo, la calidad obtenida es inferior. Si usted va por la selva y le sale al paso un león, su ingenio va a ser inmediato. La presión del momento le obligará a pensar muy rápido. Pero la solución habría sido peor si hubiese dispuesto de más tiempo para sopesar adecuadamente todas las alternativas que tenía para no ser devorado.
Este asunto afecta de plano a la vida personal. Los días previos a una entrega, diseñadores, publicistas, grafistas, directores de arte, consultores, auditores, fiscalistas, etcétera, los pasan en blanco, trabajando hasta altas horas de la madrugada en jornadas laborales totalmente prohibitivas. El cansancio y el sueño redundan siempre en una peor calidad, con lo que, a veces, clientes que quieren cubrirse con plazos demasiado holgados acaban provocando ellos mismos calidades inferiores a las que podrían obtener.
¿Cuál es la solución? Lo importante es mantener una comunicación estrecha, que no fiscalizadora. Ir verificando los progresos realizados desde las dos partes. Ni ocultar verdades –tales como porcentaje de trabajo realizado que no es cierto– ni forzar mentiras –tales como “entrega ya porque no me quedan más días”– cuando uno tiene dos semanas aún.
La comunicación funciona siempre que ambas partes cumplan lo que van acordando, si hay confianza. Fragmentar las tareas y fijar plazos para cada una de ellas es parte de la solución.
Por lo que respecta a los profesionales, se han publicado recientemente los hábitos de escritores renombrados durante su jornada: la inmensa mayoría realiza sus tareas creativas por la mañana. Yo añadiría: realizar correcciones por la tarde y las tareas más mecánicas si toca trabajar de noche.
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