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Columna
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El momento de la perdición

Rosa Montero

SIEMPRE he tenido la sensación de que la vida es un desfiladero tortuoso, un sendero colgado sobre el abismo. Hay personas a las que un pequeño tropezón puede precipitar a las profundidades; otras, en cambio, se dedican a ejecutar locas y arriesgadas cabriolas en el filo de la nada, pero los arbustos detienen milagrosamente su caída. Sea como fuere, creo que todos llevamos dentro nuestra posible perdición, la puerta de nuestro infierno, la debilidad concreta capaz de hacernos pedazos.

Cuando miro hacia atrás, veo que yo pude desbarrancarme unas cuantas veces. Malas compañías, malas decisiones. Sin embargo, me salvé. Es decir, ni siquiera llegué a resbalar. Pero se han dado casos de caídas espectaculares que luego se han quedado en nada. Grandes prestigios construidos a partir de un patinazo descomunal. Como sucedió, por ejemplo, con André Malraux (1901-1976), célebre escritor y político francés, ministro de Cultura con De Gaulle. Y, sin embargo, este padre de la Patria gala tuvo una juventud más que movida. En 1923, con 21 años de edad y recién casado, viajó a Camboya con su mujer para robar piezas de arte jemer. Los pillaron arrancando relieves milenarios en un templo, cosa que no es la mejor referencia para convertirte luego en ministro de Cultura. Los condenaron a tres años de cárcel, aunque apenas pasaron unos meses en prisión porque los escritores se movilizaron para sacarlos. Fue un tropezón que no se repitió: a partir de aquello, el éxito, la respetabilidad, la consagración. Claro que no todos los caídos cuentan con una legión de intelectuales firmando manifiestos a su favor. También debió de ayudar que era un niño rico. Y su ingenio natural, su talento, su gracia.

Cuento todo esto impactada por el caso de Alejandro Fernández, un granadino de 24 años que, si no media un milagro, habrá ingresado en prisión para cuando ustedes lean esto. Repito una vez más que este artículo tarda dos semanas en imprimirse; mientras lo escribo, a Alejandro le faltan tan sólo 48 horas para que lo encierren. Su madre ha colgado en Change.org una petición de indulto; en 24 horas ha subido de 3.000 firmas a 188.000.

Todo empezó hace seis años, cuando Alejandro tenía tan sólo 18. Se había hecho amigo de un hombre veinte años mayor que él, un conocido de su novia. El tipo le trataba como a un igual y Alejandro se deslumbró: era su héroe, su modelo, lo admiraba. Hicieron un viaje a Málaga y el hombre le dio una tarjeta de monedero expedida a nombre de Alejandro. Dice el chico que confiaba tanto en su mentor que no sospechó que fuera falsificada. El tipo le mandó comprar bebidas alcohólicas en una tienda y eso hizo Alejandro, junto con un batido de chocolate para él, porque no bebe. Todo costó 79,20 euros. Por esta compra le acusaron de pertenencia a banda organizada y estafa. Le condenaron a doce años, que luego la Audiencia redujo a seis. Ha estado en libertad provisional desde entonces, presentándose los días 1 y 15 de cada mes. Y ahora, seis años después, lo van a meter en la cárcel.

Podemos creernos o no lo de que Alejandro ignoraba el negocio de las tarjetas. Yo sí le creo, pero, aunque supiera más de lo que dice, los hechos innegables son que tenía 18 años y lo manejaban tipos peligrosos que le doblaban la edad; que carece de antecedentes penales y que está totalmente rehabilitado. Alejandro ha estado trabajando desde entonces y no ha vuelto a tener problemas con las leyes, “ni una multa de tráfico”. Ahora es camarero con puesto fijo en un bar (y su jefe lo apoya); tiene una casa con opción a compra y lleva cinco años viviendo con una mujer que depende económicamente de él. Alejandro pidió el indulto hace un año, pero esos procesos tardan y casi nunca prosperan. Ojalá se lo hayan concedido para cuando lean esto, pero no está claro. Y, si lo encierran ahora, lo perderá todo. Son demasiado frecuentes estos absurdos legales, estos encarcelamientos tardíos, extemporáneos. Seis años de prisión por un delito de 79,20 euros cometido a los 18, ¡en este país de tenaces ladrones millonarios que siguen campando a sus anchas tan felices! Es una situación escandalosa y discriminatoria que te hace perder la fe en la justicia.

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