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Refugiados que echan raíces

La Comunidad de Madrid recibió casi 3.000 solicitudes de asilo el año pasado

Si Kasheem quiere vivir en Madrid es, sobre todo, por sentirse uno más. Es de Irak, tiene 24 años y llegó a Barajas el 1 de junio, con el último contingente de migrantes reubicados por la UE. El año pasado, España registró casi 15.000 solicitudes de asilo, y de ellas, 2.931 se presentaron en la Comunidad de Madrid. Es un trámite largo, en el que solo tres de cada diez peticiones resultan aceptadas.

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Kasheem prefiere ocultar su apellido por miedo, porque aunque ha dejado atrás los coches bomba de su barrio y, tras muchas fronteras, ha llegado a Europa, todavía teme que su Gobierno le persiga. Quisieron que hiciera propaganda del régimen y se negó, según explica. De camino al albergue municipal, ya en Madrid, observa su entorno con mucha curiosidad. En un banco, en la calle de Mejía Lequerica, se detiene a examinar a una pareja que se besa apasionadamente. "Me gusta ver gente por todas partes", dice.

Lamenta que no sea así en Sigüenza (Guadalajara), donde se ubica el centro de acogida de refugiados (CAR) al que tuvo que volver a mediados de junio para no perder las ayudas que le ofrece el Gobierno español los primeros seis meses. En la capital pasa inadvertido, ve más oportunidades que en la localidad castellanomanchega, así que pretende ahorrar algo del dinero que recibe del Estado para pagar los 21,80 euros del tren a Madrid, ida y vuelta, al menos una vez al mes, y conocer la ciudad o a alguna chica. El resto se lo gasta en cigarrillos. Enciende uno tras otro para calmar la ansiedad. Tiene prisa por aprender castellano y volver a ejercer como periodista.

Muchos refugiados, como Kasheem, esperan recuperar su vida anterior, pero "raramente consiguen convalidar los títulos o un trabajo como el que tuvieron", afirma Santiago Gómez-Zorrilla, portavoz de la ONG Accem en Madrid.

La vida en el centro de acogida de refugiados de Vallecas

Después de 13 meses en Alcobendas, Hagop Joulakian, libanés de 33 años, solo se ha adaptado al clima, parecido al de su país natal. No ha logrado retomar el oficio de joyero, con el que se ganaba la vida en su tierra. "Aceptaría cualquier trabajo, incluso en negro", asegura. Su español es aún titubeante, por eso se comunica en inglés. Ha tocado las puertas de los negocios del vecindario, siempre en vano, asevera. Se le acabó la subvención y no sabe cómo va a pagar el arrendamiento de junio.

Todavía más dificultades para habituarse al barrio tiene su compañera, Haifa Dewedari, siria de 37 años. Solo habla y entiende árabe y, en la callejuela en la que residen, ellos son los únicos extranjeros. Sin alguien que actúe como interlocutor apenas sale de casa. Haifa explica que encontraron piso a duras penas: se lo legó la familia siria que vivía ahí antes. “La gente teme alquilar a refugiados”, aduce. Llegó a la vez que Hagop y compartieron estancia en el CAR antes de mudarse a cuartos aledaños. Está completando un curso de estética que ya no puede pagar y se queja: “¿Cómo voy a trabajar sin título?”. A pocos cientos de metros de su portal hay una peluquería a la que no se ha atrevido a acudir, ni como clienta ni para ofrecer sus servicios.

A veces son las expectativas de los refugiados las que les sepultan e impiden integrarse, sostiene Francisco Garrido, portavoz en Madrid de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). De entre los que llegan, muchos tenían en sus lugares de origen casa, coche, dinero para vacaciones; ejercían como médicos o profesores y llegan a Madrid desprovistos de casi todo, con el recuerdo de su vida pasada como único bagaje.

Hagop Jaloukian, refugiado libanés, enseña una foto suya durante el servicio militar.
Hagop Jaloukian, refugiado libanés, enseña una foto suya durante el servicio militar.EdP

Khalid Al Dieri, sirio de 24 años, era cocinero en Siria y vuelve a serlo ahora en Madrid, aunque en un restaurante de especialidades españolas. Presume de su paella. Llegó al CAR de Vallecas hace ocho meses y en tiempo récord comenzó a chapurrear, a componer frases. Recientemente se ha mudado a Vicálvaro con su novia, una ucrania a la que conoció ya aquí, y con el hijo de ésta. En su cuarto hace mucho calor y ha quitado —literalmente— las ventanas. A través del marco sin cristal se oye cómo se para un coche y entre las paredes retumba una rumba flamenca. “Son mis vecinos”, sonríe Khalid. “Son unos gitanos muy majos”. La vivienda está cercada por un descampado, un par de bloques donde una señora barre la acera, aún con escoba de sorgo, y el esqueleto de algunas naves industriales. Está convencido de que no hay nada imposible, de que se comprará una casita en la sierra en la que vivir en paz con la familia. Por eso trabaja con ahínco tantas horas, aunque le hiera solamente con estar de pie la metralla de la bala que tiene alojada junto a un nervio del talón derecho.

A 20 kilómetros de allí, en Alcobendas, la familia Doudieh trabaja sin descanso en su propio restaurante. Cerca del CAR donde pasaron un año, del lugar donde los dos hijos, Hala, una veinteañera de ojos vivaces, y Fareed, su hermano de 16 años, deambulaban con listas de vocabulario en la mano y probaban con transeúntes si sus palabras eran comprensibles. Los Doudieh ya no son en la ciudad distintos de los Peña o los García. Están integrados. Cuando no encontraban trabajo juntaron cuanto tenían y abrieron el local de comida siria en el que todos se dejan la piel. Está al final de un pasaje cortado al tráfico donde niños del barrio juegan a la pelota mientras los mayores, sentados en terrazas, les reprenden cuando sus sillas tiemblan tras recibir algún balonazo.

Al atardecer, los lugareños se sientan con Fareed y su padre a conversar en un español fluido y cantarín, mientras toman café. Lobaba, la madre, vigila las cazuelas y prepara la muhamara. “Nos conoce todo el mundo, el 90% de nuestros clientes son españoles”, asegura Fareed. Hala, además, emprendió su propia lucha y fundó una plataforma para que los refugiados pudieran ir a la universidad. Será la primera refugiada de cuya matrícula se haga cargo la Complutense y, en septiembre, podrá retomar los estudios de Bellas Artes. Los Doudieh ya se sienten parte del lugar en el que viven, no un injerto.

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