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Tribuna
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Las humanidades fabrican inútiles

Lo humano ahora es distinto: hemos pasado de la especulación y el interés por el saber a la constatación de que podemos vivir sin Cervantes o Velázquez, pero no sin dinero

Entrada a la exposición 'El Siglo de Oro. La era Velázquez' una de las muestras estrella del año Gemäldegalerie de Berlín.
Entrada a la exposición 'El Siglo de Oro. La era Velázquez' una de las muestras estrella del año Gemäldegalerie de Berlín. EFE

Las humanidades fabrican inútiles, todo el mundo lo sabe. Por eso, avergüéncense de sus hijos, de las amistades que se hayan podido formar o estén formándose en alguna de esas disciplinas    intempestivas. Avergoncémonos todos de esta persistencia que mantienen algunos en lo que ya no es civilizado: hoy, ahora, ya mismo, la única manera de no ser un salvaje es perseguir el éxito, y su medida no es otra que la cantidad de monedas y billetes que se puedan acumular con la mayor presteza posible. ¿Qué produce un filósofo o un historiador del arte, qué riqueza genera para sí o para la sociedad? Ya hemos comprobado que si algo avanza a contrapelo del negocio es que ese algo es intrascendente. Por otro lado, el pensamiento político, independientemente de su color, pone su énfasis sin dilación, su centralidad misma, en el deseo económico de las personas civilizadas y, ¿acaso puede equivocarse el pensamiento político tan rotundamente?

Todos contamos en la familia o entre nuestros amigos con este tipo de gente que se desliga inconscientemente (esperemos) de la civilización, que persisten en lo que únicamente son vestigios para despreocupados. Aceptemos de una vez por todas que las humanidades son un conjunto de disciplinas desfasadas, accesorias e intrascendentes, útiles para lo inútil (el doble de inútiles por tanto), encargadas de adherir a lo esencial de la cultura sutilezas innecesarias: hemos asumido para nuestro bien que la cultura sólo es tal en cuanto no implica esfuerzo y que nada tiene que ver con reflexiones abstrusas sobre asuntos que no resultan rentables. Ya basta de esa tendencia arcaica que consiste en ocuparse de bagatelas históricas, como hacen estos nuevos salvajes, de desentrañar las variaciones que una palabra haya podido sufrir desde que fue utilizada por primera vez, de hacerse preguntas sobre un cuadro que tiene tres colores y medio. Lo humano ahora es distinto: hemos pasado de la especulación y el interés por el saber a la feliz y necesaria constatación de que en pleno siglo XXI podemos vivir sin Cervantes o Velázquez, pero no sin dinero.

El mito del buen salvaje se materializa de alguna forma en ellos y nosotros,desde la cumbre de la evolución, los aceptamos con la condescendencia que nos merece cualquier recóndita tribu. Les hemos dejado actuar y sentirse respaldados (puede que más de lo necesario) porque sabemos que podemos extinguirlos,

hundir su vida selvática, quemar sus chozas de razón y rasgar sus vestimentas de palabras en el instante que nos convenga. ¿Qué es hoy nuestra historia sino la tácita batalla contra el pensamiento que no genera riquezas inmediatas? Esta conflagración es un enterramiento tolerado y ya nadie se engaña o asusta al constatarlo. Nuestro tiempo, un tiempo en el que tintinean las fortunas y no cesa

la producción, no está para cargar con las veleidades del conocimiento, con esta retahíla de enamorados de lo que ha muerto.

Estos niños y niñas de la imprenta que aún parecen avanzar a cuatro patas no sabrán ponerse en pie por sí mismos y discurrir al paso bípedo que marca la civilización. Por ello es fundamental reconducirlos, hacerlos virar hacia el futuro lo antes posible, y trabajar para que no surjan de nuevo en nuestros sistemas educativos. Se hace obvio entonces que no parece suficiente reducir las horas de

estas asignaturas en los colegios. Ante todo, sería necesario comunicar al alumnado, desde el comienzo de su educación, las razones por las que semejante tipo de disciplinas resultan perniciosas para el devenir de nuestras sociedades y para su propio destino. La elaboración de un breve Manual contra las Humanidades, en el que se argumentase implacablemente contra ellas, se torna  insoslayable mientras éstas pervivan. Así, en pocas generaciones podríamos arrancarle    definitivamente la voz a lo extemporáneo. Si existe un deber político para nuestro tiempo, social también, es el de inspirar un modo de vida que permita la supervivencia de nuestros valores y caprichos, unos valores y caprichos que son el dorado fruto de dar cumplimiento a nuestras pragmáticas aspiraciones.

Un estudiante de humanidades, una investigadora perteneciente a cualquiera de estas periclitadas disciplinas, al igual que sus docentes en trance de ser merecidamente fosilizados, están más cerca del museo que del bien común.

En todo caso, lo más vergonzoso para nosotros es que tanto ellas como ellos, los jóvenes de hoy, herederos del salvajismo que hoy representan las humanidades, persisten con vano estoicismo en mantenerse inútiles, recorridos siempre por esa determinación que sólo tienen en los ojos los locos y los inconscientes, en mostrarse optimistas a pesar de que difícilmente podrán encontrar un trabajo de lo suyo, sabiendo que probablemente se hayan esforzado para nada. Así que si pueden abofetéenlos, sáquenlos ya de su sueño infantil e inútil y pónganlos a vivir para el éxito. Luego congratúlense, porque con ese acto civilizatorio ya podrán ustedes considerarse absolutamente civilizados.

Alejandro Prada Vázquez es investigador de la Universidad de Oviedo.

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