La ciudad del diseño
En la última década del siglo pasado, en el imaginario colectivo, Barcelona era la ciudad del diseño por antonomasia. Y no sin razón. Plazas, jardines y barrios enteros, y un número considerable de locales púbicos, especialmente bares, restaurantes y discotecas, cimentaban esta impresión. Tiendas céntricas vendían muebles y objetos de diseño a una clientela suficiente para mantenerlas con vida. Por supuesto, en buena parte de la ciudad y sus alrededores, lo feo y lo barato se llevaban la palma, pero tanto los naturales del lugar como los visitantes cualificados sólo teníamos ojos para el diseño. Conviene aclarar que, en este contexto, la acepción del término diseño es engañosa.
Como se ha dicho mil veces, todo lo que el hombre fabrica está diseñado: un edificio, un armario, una camisa de dormir o un tenedor. Unas cosas están bien diseñadas, otras no tanto, y la mayoría dan pena. Pero el diseño nunca falta. Ahora bien, cuando en aquellos años felices se hablaba de diseño no se hablaba tanto de objetos materiales como de una actitud. Una preocupación y un sentimiento colectivo de identificación con las formas que, a sabiendas o no, compartíamos casi todos los barceloneses, para admiración o escarnio de forasteros.
Unas cosas están bien diseñadas, otras no tanto, y la mayoría dan pena. Pero el diseño nunca falta
Había que conocer y citar los nombres de los arquitectos y diseñadores de fama mundial y tener siempre la mirada puesta en los centros (Milán, Helsinki) de donde emanaban la modernidad y la excelencia. La pareja que montaba casa invertía sus ahorros en adquirir la lámpara de Castiglioni u otra pieza de firma. Algunas sillas le habrían venido bien a la Inquisición por su rigidez y dureza. Otras tenían forma de medio huevo.
Pero daba igual, porque no teníamos problemas de lumbago y en Barcelona, en aquellos años, el esnobismo era una asignatura universitaria que había que aprobar a toda costa. Visto desde fuera, tanto miramiento y tanto alardear de un mueble que en definitiva sólo servía para asentar las posaderas sonaba a petulancia y a cursilería, a un contradictorio provincianismo cosmopolita que era aceptado en la medida en que resultaba divertido.
En aquella época la buena sociedad barcelonesa era una mezcla extraña de conservadurismo a ultranza y rápida movilidad social. Dominaban el cotarro 20 familias más preocupadas por organizar enlaces matrimoniales que por poner al día unas empresas ancladas en un sistema económico obsoleto, pero el predominio social de este núcleo duro no impedía la aparición de personajes que se comportaban como los cometas: venían de otra galaxia, pasaban fugazmente y regresaban a la oscuridad sideral llevándose una pequeña fortuna en maletines igualmente intergalácticos.
En Barcelona el esnobismo era una asignatura universitaria que había que aprobar a toda costa
Los vástagos de aquellas grandes familias constituían lo que se dio en llamar pijos, un término que entonces todavía era obsceno fuera de Cataluña, pero que pronto fue admitido por la gente y por la RAE en su sentido actual, más digno. Los pijos barceloneses también eran ciudadanos de diseño: cuidaban el vestuario, el calzado, la marca del coche o de la moto y el vocabulario. Habrían sido una variante regional del señorito de no haber tenido una predisposición innata al trabajo y una conciencia clara del valor del dinero.
Los menos continuaban el negocio familiar; los más, emprendían negocios nuevos; unos cuantos practicaban una estafa de birlibirloque que, por ironía del destino, es el único diseño catalán que ha perdurado hasta nuestros días. Las chicas eran monas y alocadas de conducta, pero muy listas y muy valientes a la hora de romper moldes en terrenos más importantes que el del diseño.
Hoy todo aquello, como dice la epístola, lastimosa reliquia es solamente. Los apellidos ilustres se eclipsaron, los vándalos desfiguraron los espacios públicos y las tiendas y los bares de diseño echaron el cierre. El turismo masivo se encargó del resto. Bueno. Barcelona se reinventa y ahora vende otra cosa. Al fin y al cabo, la esencia del diseño no es ser bonito, sino gustar a quien lo compra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.