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Columna
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Una mala madre

Almudena Grandes

TODOS los sábados son el mismo sábado.

Todos los sábados, Carmela se despierta sin la ayuda del despertador a las seis en punto de la mañana y se pone una bata de felpa rosa, muy desgastada ya. Todos los sábados va a la cocina, se hace el desayuno, y al volver a su dormitorio para vestirse entra en el cuarto de su hijo pequeño y comprueba que las persianas están levantadas, la cama hecha, intacta. Como aquel sábado.

No le dio importancia. No era la primera vez ni, pensó entonces, sería la última. Jonathan acababa de cumplir 17 años y no le conocía. No sabía quién era aquel muchacho huraño y bronco, amargado, infeliz, en el que se había convertido su niño pequeño, el cuarto bebé que había parido antes de cumplir 40 años. Claro que durante muchos años tampoco había sabido muy bien quién era ella misma, ni en qué desagüe se había escurrido su vida.

Porque al principio todo había ido bien. Su novio la había dejado embarazada a los 19, pero era un buen chico, amable, trabajador, y muy enamorado. Ella no pensaba casarse tan pronto, pero le quería, y fue feliz con él durante más de 10 años. Tuvieron otra hija, se compraron un adosado en Getafe, se apuntó a un gimnasio, entró a trabajar como dependienta en la tienda de su cuñada… y empezó a aburrirse. Lo tenía todo, pero ese todo le aburría mucho, tanto que se las arregló para echarlo todo a perder. Y se acabó el aburrimiento.

Abandonó a su marido por un chico muy joven, muy guapo, muy descerebrado, con el que se divirtió muchísimo durante una larga temporada. Hasta que volvió a quedarse embarazada y todo salió al revés que la primera vez. Él no se casó con ella, no compartió casa, ni gastos, ni tiempo, nada. La dejó sola y sin más remedio que volver a casa de sus padres. Todavía era muy joven, muy guapa, y tenía muchas ganas de divertirse, mucha rabia, energía de sobra para seguir echándolo todo a perder mientras su madre lloraba, y se desesperaba, e intentaba en vano reconocer a su niña pequeña en aquella egoísta desaprensiva, mientras su padre la miraba, y callaba, y madrugaba todos los días para llevar a sus nietos al colegio. Por las noches, al acostarse, ella se daba cuenta de que no podía seguir así y lloraba sin hacer ruido. Por las mañanas se prometía a sí misma cambiar de una vez y para siempre. Al atardecer se duchaba, se arreglaba, se maquillaba, se iba a la calle. Así hasta que se quedó embarazada por cuarta vez, sin saber de quién, y nació Jonathan.

Entonces aprendió que la diversión no es el único enemigo del aburrimiento. Sus padres murieron pronto, el Estado se ahorró sus pensiones, le recortaron su mísero sueldo de cajera de hipermercado y se buscó otro trabajo, y luego otro, y otro más. El cansancio extirpó al mismo tiempo la memoria del aburrimiento y la de la diversión. A Jonathan le criaron sus hermanas mayores hasta que se fueron de casa, primero una, enseguida la otra. Carmela quería que estudiara, que fuera a la universidad, como ellas, pero no era un niño fácil, nunca lo fue. Mal estudiante, mentiroso, violento, rodeado siempre de mala gente, su madre pensaba en él a todas horas, pero no pudo hacer nada para ayudarle, no supo. Sentía que Jonathan había heredado lo peor de sí misma, que al amamantarle le había transferido una maldición. Intentaba hablar con él, pero nunca lo encontraba, porque cuando llegaba a casa ya era tarde. Al salir del híper, limpiaba por horas pisos y oficinas; los sábados por la mañana, los cristales de una empresa pequeña, en un polígono de Valdemoro. Hasta aquel sábado. Nunca más.

–Buenos días, me llamo Carmela y soy una mala madre –así empiezan ahora todos sus sábados, en la terapia de grupo del centro cívico de su barrio–. Hace tres meses y una semana, un día como hoy, mi hijo Jonathan apareció muerto en el rellano de una escalera, en un edificio del centro. Le acuchilló un amigo suyo, todavía no sé por qué, aunque la culpa es mía. Yo tendría que haberle ayudado, tendría que haber tirado de él, pero estaba tan cansada…

Todos los sábados son el mismo sábado, y nunca logra consumir los 10 minutos que le concede el terapeuta para contar su historia. Todos los sábados se echa a llorar antes de tiempo.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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