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Columna
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El planeta remoto del cerebro

Rosa Montero

NUNCA me he sentido muy cómoda con el concepto de enfermedad psicosomática. Tengo la inquietante sospecha de que a veces los médicos recurren a esa explicación cuando no consiguen descubrir qué es lo que le pasa al paciente. Es decir, hacen responsable al enfermo de lo que ellos ignoran. Tomemos el caso de Pierre Curie, por ejemplo; la radiactividad estaba deshaciéndole los huesos, tenía grandes dificultades para moverse y sufría terribles dolores, pero, como los doctores ignoraban que el recién descubierto radio tuviera esos efectos, volvieron loco al pobre Curie con tratamientos inútiles y al final decidieron que era un neurasténico y que su mal era imaginario. Por no hablar de la úlcera de estómago, que durante muchísimo tiempo ha sido achacada al estrés y los nervios, hasta que, hale hop, apareció el verdadero asesino, la bacteria Helicobacter pylori, responsable de la mayoría de las úlceras gástricas. O de la fibromialgia, que ha condenado a la incomprensión médica y al ninguneo social a infinidad de pacientes, a los que aún se les suele considerar unos quejicas que se inventan los síntomas, pese a que la OMS reconoció la enfermedad en 1992 y a que las resonancias magnéticas cerebrales y otras pruebas han demostrado que se trata de un trastorno neurológico.

Total, que desconfío de estos diagnósticos, aunque sé bien que el cerebro es una formidable máquina de fabulaciones, que nuestra relación con la realidad es un cuento que reescribimos cada día y que, en efecto, somos capaces de hacernos mucho daño en el cuerpo como reflejo de un dolor anímico. Hay viudos y viudas que enferman e incluso mueren poco después de la pérdida de sus parejas, hay personas a las que la angustia rompe literalmente el cerebro o el corazón y, por supuesto, siempre existieron los enfermos imaginarios, como los histéricos de Charcot o Freud, que no podían caminar o que eran incapaces de ver aunque físicamente no les pasara nada. Es decir, no niego ni mucho menos la somatización, lo que me preocupa es el posible abuso que se hace del término y además el estigma social que conlleva.

De hecho, los humanos somatizamos todo el rato, como dice la neuróloga británica Suzanne O’Sullivan en su maravilloso libro Todo está en tu cabeza (Ariel). Es decir, si nos entristecemos lloramos, si nos ponemos nerviosos nos tiemblan las manos y la vergüenza hace que nos ardan las mejillas. Son respuestas físicas a estados emocionales. Pero O’Sullivan va mucho más allá, porque se ha especializado en enfermedades imaginarias. Y resulta que, a diferencia de otros campos médicos, en neurología ha habido en las últimas décadas grandes adelantos tecnológicos que permiten analizar con precisión la integridad del sistema nervioso y su funcionamiento. Las resonancias magnéticas del cerebro y las tomografías axiales (TAC) son algunas de las herramientas que sacaron a la fibromialgia del mundo imaginario, pero por otro lado también pueden demostrar con total fiabilidad que hay pacientes que sufren tremendos síntomas sin que exista en realidad un origen físico.

Ahora bien, reparen en que he dicho sufren. El texto de O’Sullivan es especialmente interesante y revelador no sólo porque muestra un puñado de casos clínicos fascinantes, sino también, o sobre todo, por su conmovedor acercamiento a esos enfermos. Que son enfermos de verdad, no fingidos ni mentirosos, enfermos a menudo gravísimos y con vidas destrozadas que ignoran por completo que sus ataques epilépticos incapacitantes o su ceguera no tienen ninguna causa orgánica. Pero no por ello dejan de estar ciegos, no por ello pueden evitar las convulsiones. Este libro es un alegato contra el prejuicio social, contra el anatema de la dolencia psíquica. En realidad, se diría que, salvo para el tratamiento, es irrelevante el origen orgánico o no de una enfermedad neurológica. Somos criaturas complejísimas y no sabemos hasta qué punto lo que llamamos mente es un producto de nuestra química y hasta qué punto la química es alterada a su vez por nuestra mente. Nuestro cerebro es un planeta remoto del que aún apenas conocemos nada. Hay otros mundos pero están en nuestra cabeza, como (casi) dijo Paul Éluard. —E

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