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Columna
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Querido Presidente Obama

ME GUSTARÍA contarte mi historia con los americanos:

Mi madre era hija del ingeniero jefe en locomotoras de la Base Naval de Guantánamo, estudiaba en un colegio protestante en Banes al que iban los hijos de los empleados de la United Fruit Company de la costa norte de Oriente; ella contaba que la sentaban al final del aula, se burlaban de su acento, era extranjera en su pueblo. Triunfó la revolución y declinó ir a Estados Unidos a estudiar para ministro de iglesia protestante; hubiese sido la primera mujer ministro de la isla, pero se sentía tan ajena que escapó a alfabetizar. Algunas noches la escuché cantar ciertas canciones de los cuáqueros, pero jamás quiso hablarme en su idioma.

Crecí en esa Cuba con espíritu de plaza sitiada que tenía como banda sonora el eterno discurso antiimperialista de Fidel. Décadas narrando un enemigo que se nos hizo familiar, el embargo era una justificación para consolar cada una de las desgracias que generó la Guerra Fría, nuestras incapacidades y el fatalismo geográfico por la cercanía con los americanos. Amenazas de invasión, alarmas aéreas y ensayos del posible combate fueron la saga de la llamada Crisis de los Misiles; así pasé mi infancia, y a los 13 años me descubrí vestida de verde olivo, con una metralleta rusa en la mano durante mi primera clase obligatoria de Preparación Militar, entrenándonos para otra posible invasión como la de bahía de Cochinos.

Este 20 de marzo salí a la calle acompañada de amigos y colegas; queríamos saludarte, pero no te encontramos, tus días en La Habana fueron misteriosos.

Desde que te fuiste las cosas han cambiado poco, aquí “se sigue conversando con el mar”, creando, amando, bailando, recibiendo y despidiendo amigos.

La gente ya dice lo que piensa, pero la televisión y los periódicos nos contradicen. Los disidentes son reprimidos, los artistas e intelectuales críticos son acallados o simplemente ignorados. Todo parece estar igual bajo este sol intenso, pero no, en la calle se habla de “un antes y un después” de tu visita; una señora comentó: “Nuestro otro presidente, porque es el presidente de mi hijo en Miami”.

Fue extraño verte llegar sin una figura política conocida aguardando en la pista. ¿A cuántos presidentes del Campo Socialista recibí yo vestida de pionera?

Apareciste bajo las primeras lluvias de primavera mientras el historiador de la ciudad, Eusebio Leal, te narraba La Habana.

Te escapaste a comer en los paladares escondidos, y aunque esperé a Michelle frente al restaurante El Cocinero para entregarle la traducción de mi primer libro al inglés, no me dejaron pasar.

Lo mejor fue verte llegar con tu familia, nuestro punto débil, el elemento de separación que nos mantiene extraviados, divididos, eligiendo entre la política y el amor.

Ese tumbao afrocubano con el que caminas te hizo parecer uno de los nuestros, reconocerte culturalmente y disfrutar de tu sentido del humor mientras hablabas con Pánfilo nos ganó para siempre. El vídeo circula clandestino y lo prohibido suele ser maravilloso.

Tus palabras en el discurso al pueblo valieron para colocar en su lugar cuentas históricas desperdigadas, lágrimas endurecidas que nos sirven para restaurar el collar que nos enlaza con el mundo desde el profundo aislamiento. Nunca la historia de la isla y el exilio fue contada como una sola: la nuestra.

Querido Obama, gracias por venir. Desde que te fuiste estamos un poco más solos porque ahora debemos empezar a buscar otro enemigo.

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