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Radioaficionados: la primera red social

Luis Mendo

AL CUMPLIR los 60 años, Alv Våge recibió la notificación de que el Gobierno de Noruega lo jubilaba de su trabajo de farero y supo que tenía un problema. Su regreso a la ciudad no hizo más que confirmarlo. El piso en el que se instaló no reunía las condiciones necesarias para colocar una antena de radioaficionado y el trato directo con la gente, luego de tantos años de soledad, le resultaba un tanto violento. Así fue que se presentó voluntario para que le asignaran un faro –cualquier faro– en un sitio que estuviera lo suficientemente aislado sin siquiera aspirar a percibir un sueldo a cambio. Lo único que quería era regresar a la tranquilidad de su confinamiento para poder seguir en contacto con las únicas personas que habían constituido su verdadera familia: sus amigos de la radio.

La de Alv Våge es una de las muchas historias que el realizador –y radioaficionado– Allan Batievsky incluirá en el documental Hello Perfect Stranger que empieza a rodar estos días en Barcelona, y que lo llevará a viajar por todo el mundo en busca de los testimonios de los integrantes de esta tribu. Muchos años antes de que nadie soñara con algo como Facebook ya existía una comunidad virtual que intercambiaba impresiones de la vida y el mundo a través de la primera red social de la que se tenga noticia.

Nuestra primera misión es la de servir a la comunidad, explica Batievsky. Es por eso que nos permiten colocar nuestras aparatosas antenas y nos ceden el espectro electromagnético que utilizamos, ya que, cuando todo el resto de las comunicaciones falla, la radio es la única que permanece operativa. A modo de ejemplo cuenta la vez en que logró unir a un padre con su hija durante el terremoto de Nepal en abril de 2015. Un radioaficionado israelí de nombre Ammir Bazak se constituyó en jefe de la operación de emergencia y Batievsky pasó a formar parte del puente que conectaba Norteamérica con Asia. Ocurrió que un ciudadano del Estado de Virginia tenía a su hija en la zona afectada y contactó con Batievsky, quien a su vez contactó con Bazak para intentar averiguar el paradero de la chica. Al cabo de unas horas, Ba­tievsky recibió la información de que la joven se encontraba a salvo en una de las estaciones de la Cruz Roja, que al día siguiente sería evacuada hacia India y que desde ahí estaba previsto que tomara un vuelo de regreso a casa. Los gritos de júbilo que se escucharon del otro lado de la línea cuando Batievsky dio la noticia a la familia constituyen uno de los recuerdos más preciados de su historial como radioaficionado.

El servicio público no es, sin em­bargo, el principal uso que los radio­aficionados dan a sus equipos. La mayor parte del tiempo se lo pasan estableciendo contactos aleatorios con los rincones más ignotos y distantes del planeta. Se trata de una actividad tan absorbente que sus familias deben restringírselas como se le restringen las horas de televisión a un niño. ¿En dónde radica ese poder de atracción tan irresistible? Eso es justamente lo que me propongo ­averiguar, dice Batievsky. Por un lado está la cuestión técnica, el afán de llegar lo más lejos posible utilizando la menor potencia, pero creo que lo técnico es en el fondo una excusa. Probablemente se trate de algo mucho más simple: el ­placer indescriptible de dirigirte a un desconocido para decirle: “Hola, perfecto extraño, aquí estoy, cuéntame tu vida”.

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