Craig sale del armario, el bitcoin se queda
La divisa virtual es paradigma de un tiempo extraordinario de accesibilidad y escapatoria a la vez
El cacao fue la moneda de los aztecas y la sal, material muy preciado en tiempos sin refrigeración, dio nombre al salario. Hoy, en esta era tan contradictoria de interconexión total y, sin embargo, de gran capacidad para esconder la identidad al mismo tiempo, el bitcoin ha crecido como una moneda exclusivamente digital, atractiva por su desregulación y su vida paralela a las autoridades despistadas. Y como un paradigma de un tiempo extraordinario de accesibilidad y escapatoria a la vez.
La confesión del australiano Craig Steven Wright de que él creó el bitcoin —si se confirma— es impactante por un doble motivo: porque se había convertido en uno de los enigmas de nuestro tiempo, tanto más atractivos cuanto más difíciles de mantener ocultos en la era de Internet, pero también porque su divisa, que intentaba tratar de tú a tú al dólar, reunía los grandes desafíos que nos ha aportado esta era: 1) la alegalidad o ilegalidad que puede amparar la realidad virtual que se genera en la Red; y 2) la capacidad de escapatoria real en un mundo globalizado en el que los Gobiernos o instituciones nacionales tienen escasas herramientas para perseguir a quienes saben esconderse en los pliegues de la internacionalidad.
Seguramente ya es rutina para todos entender y usar la Wikipedia, una enciclopedia alimentada por el conocimiento y la voluntad de millones de usuarios de Internet con ciertos sistemas de control para corregir las manipulaciones y falsedades, y no siempre. La usamos todos.
Pues bien, tan accesible como la Wikipedia es el bitcoin, una entelequia sin apoyo en divisas ni en material como el oro pero que millones de usuarios han aceptado como válida para invertir y realizar sus transacciones. El bitcoin es al fin y al cabo una convención, como lo fue ese cacao, la sal o lo son hoy las monedas de curso legal, pero a diferencia de ellas no está respaldada por autoridades, bancos centrales ni nada material. Y la cotización se establece sin identidades ni órganos reguladores en una especie de Bolsa virtual. Interesante, ¿verdad? Para algunos más que para otros.
A diferencia del socialismo en un solo país, el capitalismo de bitcoin ha crecido en un mundo sin fronteras para la inversión, en la aldea global. La han usado redes de tráfico de drogas para sus transacciones, la analizan bancos de todo el mundo para mejorar sus sistemas de remesas y la persiguen los que sienten su divisa amenazada. No hay ventanilla a la que llamar en busca de evasores, no hay identificación de usuarios y ha sido refugio de dinero criminal.
Craig Steven Wright ya ha salido del armario (si no nos engaña). Y es que su identidad podía ser uno de los secretos mejor guardados de esta globalización financiera de nuevo cuño, pero los 450 millones de dólares que amasaba no pasaron inadvertidos al fisco australiano. El negocio de la confianza no pudo con la desconfianza. Y el secretismo y el anonimato parecen haberse estrellado, por una vez, contra la transparencia necesaria en un mundo de mayor regulación.
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