Un par de plagas
EN la Real Academia Española se consideran continuamente nuevos vocablos para su posible inclusión en el Diccionario. Algunas son propuestas de la propia institución, otras de particulares que se dirigen a ella. Todas son vistas y ponderadas y, cada vez que yo pongo el grito en el cielo ante un neologismo que me parece innecesario, desafortunado o directamente horrendo –pero sobre todo cuando me parece esto último–, mi sabio compañero Pedro Álvarez de Miranda, con el que comparto comisión de trabajo, se solivianta ante mi reacción digamos “estética”. Para la mayoría de filólogos, lingüistas y lexicógrafos, no existen palabras ni expresiones “feas” ni lo contrario, o al menos ese criterio lo juzgan irrelevante y acientífico. En parte hay que darles la razón, supongo: si los hablantes optan por decir de alguien bien plantado que “está como un queso” o que es un “yogurín”, ya puedo opinar yo que el símil está mal traído (hay miles de quesos, y algunos de aspecto y olor nauseabundos) o que el segundo término es pueril y ñoño y quizá efímero, que no me queda sino aguantarme y aceptarlos. Estamos todos de acuerdo en que es la gente la que manda en la lengua y que nosotros nos debemos limitar a recoger y registrar lo que aquélla dice y escribe (siempre que no sea una tontada completa y que su uso esté asentado). Hay incluso colegas para los que tiene el mismo valor una página de Cervantes que el prospecto de una medicina (exagero un poco, pero sólo un poco).
Los literatos, en cambio, nos permitimos juzgar cosas como la eufonía y la cacofonía, nos provocan sarpullidos adverbios como “poblacionalmente” o disparates como “echar sangre en la herida” (que carece de sentido), en vez de “sal en la herida”, que es lo que se ha dicho siempre; y verbos como “implementar”, “posicionarse”, “visionar” o “museizar” nos sacan de quicio. Soy de la creencia de que la manera de hablar de un país o de un pueblo indica en buena medida cómo son y piensan, y lo mismo respecto a los individuos. Como he dicho otras veces, si un político emplea la ya gastada fórmula “los ciudadanos y las ciudadanas”, sé que es un farsante, un demagogo y un ignorante de la gramática. Si escribe “amig@s” o “camarad@s”, lo tengo además por idiota. Todo apreciaciones personales mías, desde luego. Pues bien, el habla actual de mis compatriotas me lleva a albergar poca o nula esperanza. No se trata ya sólo de la falta de dominio de la lengua, del insólito “neoespañol” invasor del que hablé hace meses a raíz del libro de Ana Durante Guía práctica de neoespañol, de los sinsentidos y demencias que se escriben y dicen sin cesar y que han llevado al ex-director de la RAE García de la Concha a calificar hace poco de “zarrapastroso” el estado de nuestro idioma (y aún creo que fue benévolo). Eso es un proceso imparable, una batalla perdida. Lo que vengo observando, aparte, son dos tendencias deprimentes: la pedantería inculta o llana horterada, y la cursilería espontánea.
Los pedantes solían serlo por exceso de saber, pero ahora hay un gran número que además no tienen ni idea. Son los que abrazan con papanatismo cualquier término inglés como si fuera una novedad absoluta, y como si antes de que ellos descubrieran el vocablo en esa lengua, lo denominado por él jamás hubiera existido en ningún sitio. Así, hace años que nos machacan con “bullying” para lo que aquí siempre fue “matonismo” o “matoneo” (y un “school bully” es exactamente lo mismo que lo que se llamó toda la vida un “matón de colegio”). Cada vez que oigo o leo “backstage” me dan ganas de abofetear a quien lo usa, porque eso se corresponde con “bastidores” o “entre bastidores”. Me subo por las paredes con los “haters”, que no significa otra cosa que “odiadores”. Y dejo de leer cualquier texto en el que aparezcan “mainstream”, “flagship” (el antiquísimo “buque insignia”), “break”, “deadline”, “trending topic”, “prime time”, “spoiler”, “background”, “target”, “share” o “vintage”. Amén de que la mitad de las veces estos inglesajos estén mal utilizados (o pronunciados), su uso delata indefectiblemente a un hortera. Y lo lamentable es que España está hoy plagada de horteras.
La otra tendencia que vengo observando hace ya mucho es el insoportable abuso de los diminutivos, sobre todo cuando a la gente se le pone una cámara delante y se le pregunta por las vacaciones que se dispone a emprender. Raro será el español que no conteste: “Nada, unos diítas a la playita, en plan bañito por la mañana, luego una cervecita y unos aperitivitos, después una paellita con su cigalita y sus mejilloncitos, una buena siestecita, y a la noche nada, picar unos boqueroncitos y unas aceitunitas, regados con un buen vinito; y para rematar un whiskecito”. Lo reconozco: cada vez que los oigo (no fallan), me dan arcadas. Que todo lo “bueno” deba ser diminutivizado y convertido en cursilería extrema me hace ser pesimista respecto al nivel intelectual y al espíritu de mis compatriotas. Pero, como me reprocharía mi sabio compañero Álvarez de Miranda, quién soy yo para criticar nada. Aún menos para oponerme al mainstream y ejercer de hater; mejor que me mantenga en el backstage, le dé a todo el mundo un break, no me ponga en plan bully lingüístico y acepte que, en el mejor de los casos, soy un producto muy vintage destinado a pronto desaparecer con mis anticuados targets.
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