_
_
_
_
LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Milagro en Bogotá

Nunca había encontrado una ciudad tan volcada en sus restaurantes y que al mismo tiempo viva tan de espaldas a la cocina

Un postre preparado en un restaurante colombiano.
Un postre preparado en un restaurante colombiano.Samuel Sánchez

Llego a Bogotá y dos horas después me siento en el comedor de un restaurante de éxito para encontrarme con una cocina antigua, pasada de moda, plagada de lagunas técnicas y sin raíces. Cuatro en uno. Ni la menor concesión al origen o la identidad del país. Es la primera pero no será la única; la experiencia se repite a lo largo de cuatro días. Hay excepciones, pero me sobrecoge lo que veo en esta rápida visita a la capital colombiana. Me cuentan que solo en la Zona G hay más de 70 restaurantes. Mi taxi pasa por delante de algunos y las cristaleras me dejan ver el peculiar brillo que ilumina los negocios que nacen de espaldas a la cocina, con el mandato de estar a la última. La apariencia es lo que importa. La mayor concentración de comedores de moda —inversiones millonarias, exhibición de lujo interiorista, relaciones públicas y anfitrionas con tacones de vértigo— que he visto en América Latina.

Nunca había encontrado una ciudad tan volcada en sus restaurantes y que al mismo tiempo viva tan de espaldas a la cocina. Como si importara más el envoltorio que el contenido. ¿Qué quieren? Esta es una disciplina que avanza a golpe de contradicciones. Es pronto para sacar conclusiones, pero durante cuatro días me sentí invadido por una sensación recurrente: no sabía si me había equivocado de país, de siglo o de continente. No visité el comedor de Leo Espinosa y seguramente eso hizo que la sensación fuera aún más intensa. Pagué las consecuencias.

De vuelta a la cena, levanto la mirada nada más probar el segundo plato y no hace falta que diga nada. El cocinero, sentado frente a mí, se anticipa a la pregunta: “El cliente no nos deja cambiar nada”. Miro a mi alrededor y veo las mesas ocupadas por gente tan distinta que me cuesta creer que sean capaces de ponerse de acuerdo en algo. Mucho menos en perpetuar una cocina cuya principal virtud está en su capacidad para transportarte de vuelta a la Francia de los noventa. Esta mesa es una máquina del tiempo culinaria. El cocinero sonríe, descarga la responsabilidad en el cliente e insiste: “No nos deja cambiar nada”. Es el lema más repetido en las cocinas que vendieron el alma y renunciaron al trabajo.

El cliente lo es todo en la fórmula que define la vida del restaurante. El estímulo y el freno, el aliciente y la coartada, el cómplice y el adversario. El impulso para crecer y la excusa para estancarse, el sustento del negocio y al mismo tiempo su principal lastre, el mejor amigo y el peor enemigo, el escudo y el agraviado, el instrumento y el objeto. Todo depende de quien contemple la relación y el momento del día en que lo haga. Todo se hace en nombre del cliente, aunque pocas veces se le tenga en cuenta, pero hay una extraña unanimidad: el éxito siempre es mérito del cocinero o el empresario, la culpa del fracaso queda para el cliente.

La alta cocina ha cambiado radicalmente la relación del restaurante con el comensal. Es más un instrumento que el protagonista de la ecuación culinaria —se le imponen turnos, horarios, condiciones y menús, como si en lugar de pagar, fuera contratado por el restaurante—, pero sobre todo es la gran coartada. La queja de un cliente justifica la indolencia, el inmovilismo y la falta de trabajo. El silencio del resto nunca es escuchado.

La comida acaba con un postre estrambótico. El camarero limpia la mesa y la cubre con una plataforma que el cocinero convierte en un lienzo sobre el que monta el postre del día. Un helado aquí, una tarta desmigada allí, un chorro de chocolate, unas líneas de sirope de fresa atravesando, un par de cremas… Es una versión de lo que hacen —o hacían, difícil saber lo que sobrevive en las cocinas de éxito— Grant Achatz en Alinea (Chicago) y David Muñoz en Diverxo (Madrid). “Es el plato más vendido del restaurante”, me dice con orgullo el cocinero. De repente, el cliente conservador e inmovilista se ha convertido en un aficionado al aparato, la novedad y la sorpresa.

Milagro en la noche bogotana.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_