Los gobiernos quieren saber si sus ciudadanos son felices
SI es que no le ha ocurrido ya, prepárese para una visita que pudiera hacerle cualquier día de estos un encuestador cuyas preguntas le parecerán más propias de un psicólogo que de un organismo oficial: “En una escala de 1 a 10, donde 1 es lo mínimo y 10 es lo máximo, ¿cuán feliz se siente usted?”. “Durante el día de ayer, ¿experimentó usted mucha alegría, tristeza, rabia, preocupación?”. Y así muchas otras preguntas más. Resulta que en los últimos años, un número creciente de Gobiernos han venido tratando de entender mejor y medir la felicidad de sus ciudadanos. El esfuerzo ha sido acompañado por organismos internacionales, ONG y empresas privadas. La marcha por ese camino comenzó en Bután, que en 1971 inauguró un nuevo sistema de indicadores nacionales al que denominaron Felicidad Nacional Bruta. Lo bautizaron así para contraponerlo al de producto interior bruto (PIB), que desde hace 75 años es el principal indicador que utilizan los países para medir su grado de desarrollo económico. El PIB ha sido cuestionado por quienes consideran que solo da cuenta de la creación de riqueza material, dejando de lado otras dimensiones más espirituales de la experiencia humana que también enriquecen o empobrecen nuestras vidas. Uno de los juicios más lapidarios en su contra lo pronunció el senador estadounidense Robert Kennedy dos meses antes de ser asesinado: “El PIB no mide la salud de nuestros niños, la calidad de su educación o el placer de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestros matrimonios. No mide nuestro conocimiento o nuestro coraje; tampoco nuestra sabiduría o nuestro aprendizaje, ni nuestra compasión o devoción a nuestro país. El PIB mide todo excepto aquello que hace que la vida valga la pena vivirla”.
Más recientemente, y en el espíritu de esa cita, el presidente francés Nicolas Sarkozy creó en 2008 una comisión presidida por dos premios Nobel de Economía, Joseph Stiglitz y Amartya Sen, para identificar indicadores que trascendieran el PIB y permitieran conocer más a fondo el grado de bienestar de los franceses. Algo similar han hecho los Gobiernos de Reino Unido, Canadá, Corea del Sur, Singapur, Dubái, Emiratos Árabes, del Estado de Goa en India y de la ciudad de Seattle en EE UU. No ha faltado tampoco Venezuela, cuyo Gobierno, en medio de todas las penurias de sus habitantes, ha creado una oficina con un nombre rimbombante: Viceministerio de la Suprema Felicidad. Los organismos multilaterales no se han quedado atrás. En 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad una resolución que colocó la felicidad en la agenda global del desarrollo, y a partir de 2012 comenzó a producir informes sobre el estado mundial de la felicidad. Por su parte, la OCDE ha definido una metodología para que sus países miembros recolecten datos sobre el bienestar.
¿Qué motiva todas estas iniciativas? Simplemente, el encuentro de un nuevo y excitante producto con una vieja y sentida necesidad. Lo nuevo es la emergencia de un vasto campo de conocimiento sobre la subjetividad humana que lleva a algunos a hablar de “la ciencia de la felicidad” y en donde convergen disciplinas tan dispares como la psicología, la economía y la neurociencia. Lo viejo es el deseo de superar las limitaciones de las variables macroeconómicas clásicas, como las del crecimiento, el desempleo o la inflación, cuando se trata de captar en profundidad el estado en que se encuentra una sociedad.
Aun así, a los intentos por medir el bienestar subjetivo de la gente y utilizar los resultados para diseñar políticas públicas no le faltan tampoco los críticos. Van desde aquellos que piensan que la felicidad de la gente no es un asunto que competa a los Gobiernos hasta los que creen que, si bien muy noble, se trata de una misión imposible. Aducen problemas de definición (¿qué es la felicidad o el bienestar subjetivo?), de medición (¿cómo medimos algo que puede ser distinto para cada persona?) e implementación (¿cómo incorporamos los resultados de esas mediciones al diseño de políticas públicas?).
A pesar de todas estas dudas, hay que darle una oportunidad a este esfuerzo que está en fase incipiente. Quién sabe si los mismos Gobiernos que a veces tienen tanta dificultad para hacer que la economía funcione logran hacernos un poco más felices. En el peor de los casos, los datos recogidos servirán para conocernos mejor. Por ello, si tocan a su puerta, no deje de atender al encuestador y, de paso, pregúntele sobre su propio bienestar.
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