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Europa cierra la frontera

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El gran éxodo

Frontera de Eslovenia, Hungría y Croacia.

En verano de 2015 comienza un éxodo sin precedentes hacia Europa. Los refugiados cruzan el Egeo desde Turquía y remontan por los Balcanes hasta Alemania. Aterrizamos en Hungría cuando Budapest decreta el cierre de sus fronteras, la ruta cambia hacia Croacia y los países de la zona Schengen empiezan a restringir la libre circulación en el interior de la UE.

Dos niñas buscan a su familia en la estación de Tovarnik (Croacia). Los policías croatas cierran el paso para que no se extiendan sin control por la UE.

Un hombre toma de los brazos de su esposa al bebé. El crío, envuelto en una manta, llora el grito de los que han sido arrancados de la tierra. Un berrido que atraviesa la piel y se clava en el estómago. El padre lo alza ante los antidisturbios que cierran el paso a un centenar de personas en este extremo de la estación de tren de Tovarnik (Croacia), la primera en tierra europea. Uno de los policías le miente en inglés: “Next train, all! I promise!”. Lo engaña porque son demasiados. Y es imposible.

Un tren de mercancías cruza chirriando. Hay un osito de peluche hinchado de lluvia sobre las traviesas. Un intérprete se pasea con un megáfono pidiendo calma. Los policías tratan de contener el remolino. Para que no sigan avanzando por el país y se extiendan sin control por Europa. El hombre alza el bebé de nuevo con los ojos desorbitados: “¡Déjame pasar! ¿Dónde vamos a dormir? ¿Bajo el frío? ¡Mi hijo está enfermo! ¡Quizá muera!”. Y el agente, ante las cámaras, se siente obligado: mañana, dice, le dará cobijo. En su casa. Mañana: para entonces serán otros miles.

El 25 de agosto, con las primeras oleadas de refugiados, la Oficina Federal de Migraciones alemana publicó un mensaje en Twitter: acogería a los sirios que lograran alcanzar su país. Internet se llenó de mensajes de amor a Angela Merkel, se multiplicaron las embarcaciones en el Egeo. Y los diarios alertaron: “Peligra la libre circulación en Europa”. Una fisura comenzaba a abrirse en el corazón de la Unión. Arrancaba en la frontera entre Grecia y Turquía, remontaba los Balcanes, y se dirigía a Alemania por el Danubio. Grecia recibió 25.000 personas en siete días. Una crecida imparable. A final de 2015, sumaron 851.319 a través de sus islas, donde casi ninguno se quedaba. El Gobierno heleno, desbordado, les franqueaba el paso. Comenzaron los reproches, los cierres de fronteras interiores, los llamamientos a una solidaridad que hacía tiempo había desaparecido, tras años de hombres de negro y rescates. Durante la crisis del euro y los días del Grexit, poco antes del gran éxodo, el ministro de Defensa griego, Panos Kammenos, pronunció un oscuro discurso: “Si Europa nos deja en la crisis, la inundaremos con migrantes”. Y los ríos, finalmente, comenzaron a fluir.

Tovarnik, Croacia: un grupo de refugiados tratan de subir a uno de los escasos trenes que llegan sin previo aviso y con destino desconocido.pulsa en la fotoTovarnik, Croacia: un grupo de refugiados tratan de subir a uno de los escasos trenes que llegan sin previo aviso y con destino desconocido.

Aquellos días de final de verano, con la UE levantando muros, comienza este viaje. En la frontera blindada de Hungría. El paso de Röszke, al sur del país, se ha transformado en una pared de antidisturbios y tanquetas. Un helicóptero sobrevuela la zona. Y arranca una valla de separación con Serbia que hace dos meses no existía. Desde el lado europeo se observa la peor cara del continente: refugiados en camillas, agentes ensangrentados, piedras, concertinas y gas lacrimógeno. Una cortina de humo en el horizonte. La revuelta acaba con 29 inmigrantes detenidos. Al día siguiente, simplemente, buscan otro camino. Encuentran una grieta en Tovarnik en la frontera entre Serbia y Croacia. Llueve, los senderos se convierten en barrizales y corre una brisa fría bajo un cielo amenazador.

Comienza el otoño y, bajo una bandera azul con estrellas, los recién llegados construyen cabañas con plásticos y cartones para guarecerse. El lugar parece la materialización del desastre humano. Hace un rato se ha detenido un tren vacío y, por lo que queda en el suelo, se puede intuir el millar de personas lanzándose al abordaje, los gritos y los tirones, la lucha cuerpo a cuerpo por acercarse a su destino, abandonando sus posesiones sobre las piedras de granito.

En la trasera de la estación se abre un caminito entre cultivos. Huele a heces porque se ha convertido en el retrete. El sendero, en un kilómetro, se transforma en Serbia. Y de allí llega un goteo incesante. Como si vinieran de dar un paseo, pero con su vida a cuestas. Lo que más impresiona no son los varones jóvenes, que son mayoría. Sino la cantidad de niños. A hombros de sus padres. Colgados en mochilas. Correteando. Una embarazada resopla en chanclas, con las manos sobre el vientre y fango hasta las rodillas.

A la izquierda, dos niños refugiados, en los alrededores de la estación de tren de Tovarnik (Croacia). Tras superar la barrera croata, los refugiados alcanzan la frontera con Eslovenia. En la imagen de la derecha, voluntarios entregan ropa a los recién llegados en el paso de Bregana.

En la estación, se ve un muro donde cuelgan retratos de desaparecidos. Al lado, una familia se recuesta junto a un fuego. Uno de ellos, veinteañero, habla inglés. Dice que es el primer día de frío. Pronto llegará el invierno. Vienen de Idlib, cerca de Alepo. Son 12 viajando juntos, vivieron un tiempo en Beirut, pero ahora allí necesitan papeles, y Líbano, dice el chico, “is no good”. Sentencia: “All Arabic countries, no good”. Luego muestra su carné de estudiante de Económicas. Salieron hacia Europa hace cinco días. Su destino: “Alemania”. Y añade: “No necesitamos dinero. Necesitamos…”. No acaba la frase. Alza los brazos, quién sabe si refiriéndose a un techo o a un cielo sin bombas.

La estación se ha vuelto un hormiguero de gente enclaustrada. Muchos, quizá 300, forman un revuelo ante unas vallas de contención. Al otro lado se despliegan cuatro filas de policías con casco y chalecos antibalas. No se trata de la frontera. Sí parece su materialización. La línea divisoria. Dentro o fuera de Europa. Un lugar donde se escucha el llanto de niños. Y gritos de auxilio. Y hay manos alzadas. Y rostros de asfixia. Y la lluvia comienza a hacer pesados y heladores los abrigos. Los agentes dan paso de dos en dos. El altavoz pide calma. A los policías se les ve tensos. Entra una niña y mira atrás porque su familia sigue al otro lado. Llora entre los muslos de un antidisturbios. Los agentes gritan: “¡De dos en dos!”. Y un adolescente mira atrás: “¡Mi hermano!”. Contestan: “¡De dos en dos!”. Y entra una joven con un bebé. Y solloza porque se ha dejado la mochila con los biberones. “¡Ahí está!”, señala hacia el centenar de ojos. Sobre las cabezas, un crío a hombros mira sereno la escena. Cuando le franquean el paso, el pequeño Ryat Ibrahim, de 5 años, sigue callado junto a sus hermanas, a los pies de su madre. Hanin es la mayor. Tiene 10 años. Y hace de intérprete, orgullosa. “He aprendido inglés en el colegio”. Con los ojos de color azul eléctrico, la cara sucia, las uñas pintadas de rosa, cuenta que dejaron su casa en Al Hasakah, a un paso de Irak y Turquía, hace ocho días. Llevan dos aquí. Han dormido en una tienda. Quieren ir a Suecia, donde su tía ha logrado asentarse. Su padre sigue en Siria. Tenían una farmacia. “No pharmacy. Bomb”, dice, y los policías le ordenan que prosiga.

Un poco más adelante, los suben en autobuses. Desde una granja, un rebaño de ovejas observa la operación con ojos bobos. Tras los vehículos se abre una explanada donde quedan tiendas vacías, meciéndose al viento, de los primeros que tomaron esta ruta y hoy se encuentran a las puertas de Eslovenia. En la pradera queda la caseta de Médicos Sin Fronteras. El jefe de la delegación cuenta que ha enviado emisarios a distintas fronteras. Intentan prever movimientos. Llegaron desde Röszke. Y las rutas se extienden ahora como raíces. Según sus informaciones, a los refugiados no los trasladan a Eslovenia, sino a Hungría. Ni los conductores de autobús conocen su destino: “Un policía les da un papelito y se ponen en marcha”.

Al lado, voluntarios centroeuropeos trajinan en unos tenderetes. Moritz, un alemán, cuenta que se han organizado a través de un grupo de Facebook creado por estudiantes de Viena. Son más de 50. Han recibido donaciones, viajado hasta aquí y repartido comida, agua y ropa. Opina que la organización de los Estados está resultando insuficiente.

Siguiendo hacia el centro del pueblo hay más autobuses: 19 en total, todos llenos. Descienden refugiados para estirar las piernas y hacer sus necesidades. Por la acera hedionda se llega al Ayuntamiento de Tovarnik, cuyo edificio se encuentra frente a un tiovivo porque mañana celebran la fiesta local: matan el cerdo y lo asan, y abren las puertas de casa e invitan a los vecinos. El escudo del pueblo, grabado en las ventanas del Consistorio, lo forman dos espigas de trigo y un rastrillo. Atiende el vicealcalde, Jasmin Budinski, de 38 años, exhausto. Da el último parte: 25.000 personas en cuatro días (a ese ritmo sumarían 2,2 millones en un año). “Nunca he visto nada similar”, confiesa. “La UE no está preparada para esto”.

Cordón policial a las puertas de Croacia. El lugar se convierte en una frontera improvisada a la que llegan miles de personas. Los antidisturbios dan paso de dos en dos, y los van subiendo en autobuses para seguir su camino hacia Alemania.

Ellos se lo olieron. “Cuando Hungría comenzó a construir la valla, supimos que vendrían”. Muchos, en este pueblo de 1.700 personas, se han lanzado a ayudar. Destaca la aportación del dentista, de origen sirio. Llegó hace 30 años, se casó con una local. Ha estado haciendo de intérprete calmando a la gente con un megáfono. Hoy, finalmente, se ha derrumbado ya sin voz en la garganta. El dentista creía al principio que solo venían de Siria. Pero los inmigrantes le dijeron: “No te entendemos”. Porque vienen de Irán, Afganistán… Solo el 20% son sirios, según el vicealcalde (un 29%, según Eurostat). Añade que, en tiempos, los otomanos llegaron también a la zona. Conservan algunas palabras. Igual que los edificios exhiben balazos de la guerra de los Balcanes. Vukovar, símbolo de la contienda, está aquí al lado. En los confines siempre acaban apareciendo cicatrices, ese eterno choque de civilizaciones.

Anochece en la estación y las personas hablan en susurros. Huele a leña. Las hogueras se multiplican. Los refugiados persisten ante las vallas. Empapados, una decena de hombres comienza a cantar y su balada suena melancólica y herida, y todos parecen enmudecer alrededor. Abo Walid abraza a su esposa. Explica que es una canción tradicional, la historia de una muchacha que huye de casa para vivir su primer amor. Luego Walid habla de la última bomba: cayó a 15 metros de su hogar, en Latakia. El Ejército Libre Sirio, cuenta, descarga ahora sobre la ciudad. Y allí han empezado a desembarcar también los rusos.

Entre la gente, surge un tipo cargado con ropa de abrigo para bebés. Quiere entregarla en mano. Cuenta que nació en esta tierra. Formaba parte del Ejército croata. Lo dejó cuando supo que lo enviarían a la frontera para lidiar con los refugiados. Dice que lloró al verlos en televisión. Señalando al campo, en la negrura, recuerda cómo de niño, en la guerra, vivió un tiroteo y se ocultó entre maizales. Se perdió, pasó tres meses vagando. Tenía seis años. Cruza el umbral de la tienda de lona. En su interior hay una treintena de madres y niños. Se oye su respiración tranquila. Duermen. Recuerda a un útero materno. Un espacio de paz en este sinsentido.

Diez días después de esta escena, Vladímir Putin acude a la Asamblea General de la ONU. Con el rublo y el petróleo hundidos, y su economía tocada por las sanciones tras la guerra en Ucrania, el presidente ruso habla de la situación en Siria, en Libia, en Irak. Pregunta a Occidente: “¿Os dais cuenta ahora de lo que habéis hecho?”. Y propone una alianza, al estilo de la que derrotó a Hitler, para vencer al ISIS. “Y así, queridos amigos, no serán necesarios más campos de refugiados”. Cuarenta y ocho horas más tarde empieza a bombardear en Siria. El río de refugiados se vuelve más intenso. Y suenan ya de fondo los tambores de una nueva guerra fría.

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El enemigo invisible

Frontera de Polonia, Lituania y Estonia.

Tras la anexión rusa de Crimea y el conflicto en Ucrania, la OTAN aprueba el mayor refuerzo desde la caída de la URSS y redobla su presencia en el este de Europa. Entre tanques, barro y artillería pesada de la Alianza, asoma los dientes una nueva guerra fría. De Polonia a Estonia, un viaje a los confines donde resurge el miedo a Moscú y los refugiados son otros: huyen de las viejas repúblicas soviéticas.

Militares de la OTAN se entrenan junto a la frontera bielorrusa durante el ejercicio Iron Sword.

El soldado lituano apunta con el rayo láser. Tres jets húngaros atraviesan el cielo. En la radio se oye: “Bomba sobre el objetivo”. Hay instantes de silencio, como si esperáramos una explosión que no llega. Y de pronto suena un móvil. Primero la vibración. Luego la voz de Bruce Springsteen contra la guerra de Vietnam, contra todas las guerras: “War! What is it good for? Absolutely nothing. Say it again!”. El uniformado cuelga y mira alrededor como si no fuera con él. Llueve en los confines de Europa. En Lituania, a ocho kilómetros de Bielorrusia, 2.000 efectivos de nueve países de la OTAN juegan a la guerra contra un enemigo ficticio. No es Rusia, pero se le parece tanto que da miedo. Lo llaman “Redland”. Viene del este. Y una milicia insurgente los apoya en la invasión de un territorio que les perteneció en otro tiempo. Un capitán lituano aporta uno de los objetivos de este teatro: “Mostrar que es mejor que no vengan nunca”.

Tras la ocupación de Crimea y la guerra en Ucrania, en 2014, la OTAN se ha propagado en la frontera este de la UE. Se han multiplicado los ejercicios. Desplegado tanques. Aviones. Radares. De Rumania a Estonia, se han abierto cuarteles. Estados Unidos, Reino Unido y Canadá han aprobado desembarcos millonarios. Y el lenguaje se ha vuelto duro como la artillería pesada. Si la anexión rusa de Crimea fue el primer caso de “un país tomando una porción de otro desde la II Guerra Mundial”, la OTAN ha respondido con “el refuerzo más significativo desde la Guerra Fría”. Hay 40.000 soldados listos para reaccionar de inmediato. “La amenaza no es inminente, pero tenemos que estar seguros de que podemos defender a cualquier aliado”,  asegura Alexander Versh­bow, vicesecretario general de la OTAN.

Los tiros de fogueo forman parte del nuevo escenario. Y en este pedacito de bosque lituano, donde se pasean mortíferos Bradley estadounidenses y caen paracaidistas del cielo, todo el mundo se refiere a Rusia con un gesto hacia la arboleda. Tan cerca que basta para que uno entienda. Simulan la aplicación del artículo 5 del tratado: un ataque contra un aliado es un ataque contra todos y activa la defensa colectiva. Uno de los oficiales explica el desencadenante de esta batalla ficticia: “En el principio fue Donbás [la región ucrania asediada por separatistas prorrusos]”.

Oficiales canadienses en el cuartel general del ejercicio Iron Sword, en Lituania.pulsa en la fotoOficiales canadienses en el cuartel general del ejercicio Iron Sword, en Lituania.

Lituania, como Ucrania, fue una de las primeras repúblicas en saltar del barco soviético en 1991. Pero, a diferencia de Kiev, los países bálticos pasaron de ser la linde occidental de la URSS a convertirse en la frontera este de la UE y aliados fervorosos de la OTAN.  Para esta gente, hablar del pasado significa rememorar fantasmas muy reales. A Mantas Adomenas, de 43 años, le gusta comparar aquella vida soviética con el libro 1984: “Tal cual era, así de gris”. Su abuelo, partisano, pasó años escondido en estos campos por donde circula la camioneta. El vehículo brinca y Adomenas, experto en filósofos presocráticos y miembro del Parlamento lituano, cuenta que ha venido al ejercicio Iron Sword para defender su bandera. “Tras los eventos de Ucrania”, dice, se alistó en la Guardia Nacional, un grupo de voluntarios del Ministerio de Defensa con mucho predicamento en el este. “Ucrania ha sido un catalizador”, prosigue. “Hemos de estar preparados. Son capaces de cualquier cosa”.

La camioneta se detiene. Adomenas desciende con torpeza. Y bajan tres supervisores estadounidenses de un salto. Un rato antes, en el cuartel general, escuchaban las explicaciones de un oficial lituano en la sala de “operaciones psicológicas”, donde simulan la propaganda del enemigo ficticio, “los separatistas”, que editan un diario pro-Redland (“los malos”), toman rehenes y matan a los líderes de la resistencia. Y su emblema es un águila bicéfala.

Por caminos de barro, uno de los supervisores dice: “Aprendimos mucho de Crimea”. Hay tanques vigilando el paso. Checos camuflados. Británicos al final del sendero. En el bosque surge el “centro de mando táctico” y un oficial explica: “La misión es destruir al enemigo. Recuperar el territorio de un país de la OTAN”. Sobre una loma, el teniente coronel Johnny Evans lidera un batallón de 700 estadounidenses recién aterrizados en el este: “Es un sueño trabajar con nuestros aliados para disuadir una agresión rusa”.

En la imagen izquierda, una torre de vigilancia asoma en el paso fronterizo de Medyka, entre Polonia y Ucrania. A la derecha, el Capitán Hardie del ejército canadiense y otros oficiales asisten a una presentación en el centro de mando durante los ejercicios Iron Sword de la OTAN en Lituania.

Esa noche comienzan los disparos. Se oyen ráfagas en la oscuridad, mientras algunos militares lituanos comparten un trago en la base y exhiben sin tapujos su visión sobre Rusia. De entrada, recomiendan visitar el museo del genocidio en Vilna, una antigua prisión del KGB, con sus salas de tortura intactas. Dicen conocer los planes expansionistas del viejo imperio. Existe un patrón: Chechenia, luego Georgia. Después, Ucrania… Y ahí están ellos, los lituanos, encajonados entre Bielorrusia y Kaliningrado, un enclave que Rusia conserva desde 1945. Son un obstáculo insignificante. ¿Quién les asegura que las tropas del Kremlin no cruzarán un día, igual que en Crimea? “¡Si vienen los rusos, pelearé hasta la última gota de mi sangre!”, exclama por la mañana Gintas Mauricas mientras conduce hacia las trincheras. Aparca junto a los Bradley, donde soldados estadounidenses visten un peto con sensores. Sus rifles no disparan munición. Emiten un láser. Si los alcanzan, sonará una alarma. Se reparten por el follaje. Apuntan a los árboles. Silencio. “¿Has oído algo?”. En alguna parte debe de andar el enemigo invisible.

Mientras, un poco más al norte, en Letonia, las cabezas pensantes de la OTAN repelen otra invasión desde zona rusa (“Bothnia” en la ficción) y simulan el despliegue del Cuerpo de Reacción Rápida desde una base aérea cerca de Riga, la capital. Unos 1.700 soldados de 21 países circulan entre sacos terreros y concertinas. El día de acceso a la prensa, el ejercicio Arrcade Fusion ha concluido. El staff destruye documentos clasificados y los generales se explican ante los medios: “Hemos venido para mostrar que estaremos preparados en tiempos de necesidad”. Han puesto a prueba, por ejemplo, los flamantes cuarteles de la franja este, donde la OTAN no cuenta con bases permanentes.

Junto a la pista de aterrizaje, en el interior de unos tráileres, ocho tipos escrutan pantallas. Lo llaman Proyecto DARS; aún en fase de pruebas. Forma parte de la filosofía de desembarco “rotatorio”: han llegado en camiones desde Italia. Se han conectado a la red de defensa y cruzan la información con la que proporciona el AWACS, un avión con un inmenso radar. En 2014 comenzó a coser la frontera rusa. Ahora vuela entre Lituania y Letonia. “Nosotros tenemos un límite”, dice un capitán. “El AWACS lo aumenta 250 millas”. Casi hasta Moscú. Esta mañana detectaron un avión militar ruso bordeando el espacio aéreo europeo. Fueron a su encuentro los jets húngaros. Siete días después, Turquía derribó un caza ruso tras una maniobra similar en la frontera siria. Los de aquí despegan de Kaliningrado.

Ese enclave es una rareza histórica de la II Guerra Mundial. El único territorio de Moscú en el Báltico donde las aguas no se hielan en invierno. Su salida más directa al Atlántico. Una plaza militarizada. Fue la capital de Prusia Oriental. Y allí nació, pensó y murió Kant. Hoy, el apéndice linda con Polonia, Letonia y Lituania. El año pasado, el Kremlin aseguró que respondería a la presencia de la OTAN desplazando allí misiles capaces de llegar a Berlín. Un mes después, Polonia levantó torres de vigilancia en su linde con Kaliningrado. A los pies de una de las torres, de 50 metros, sopla un viento frío. Y la teniente Aleksandrowicz, guardia de fronteras polaca, asegura: “No tienen relación con la situación con Rusia”. Sus cámaras térmicas, dice, solo detectan cruces ilegales. Pero apenas hay casos. Los últimos: una familia de Armenia.

El miliciano ucranio Maryan Havryliv. Era fotógrafo hasta que recibió una brutal paliza en el Euromaidán. Decidió marchar al frente en el este del país y se unió a un batallón de voluntarios.

Aquí los refugiados son otros y cuentan historias del viejo imperio y del expansionismo de Putin. En la ciudad polaca de Biala Podlaska, a las puertas de Bielorrusia, se ha habilitado un centro donde aguardan tayikos, georgianos, uzbekos… La mayoría de sus 160 internos son musulmanes de antiguas repúblicas soviéticas. En una habitación se encuentra un tractorista checheno llamado Islam. Tras dos guerras, con Putin en el Kremlin, su país volvió a depender de Moscú en 2003. El tractorista tiene ojeras. Sus cuatro hijas miran desde la cama. Prefiere evitar la política. Habla fugazmente de encapuchados que entran en las casas y se llevan a la gente. “No sabemos quiénes son”, dice. “Solo sabemos que hablan ruso”. Y describe así las puertas de Europa: “Una frontera del mundo peligroso al mundo seguro”.

Atravesamos esa barrera hacia Lviv (Ucrania), a un paso de Polonia. Lleva horas cruzar: el mundo sin Schengen; conviene no olvidarlo. Y hasta un cafetín, entre té y baklavas, llegan ecos de la guerra. Benver Bekizov viene de Yalta, en Crimea. Es un refugiado tártaro. Escapó tras la anexión de Moscú y la paliza que le dio un grupo de prorrusos. Huyó con su familia “lo más lejos que se puede estar de Rusia sin salir de Ucrania”. Y quizá desde aquí puedan llegar a la UE.

En Lviv viven 3.500 desplazados de Crimea; y otros 8.000 huidos del frente en el este. La guerra en Ucrania no es un juego. Hasta diciembre, según la ONU, habían muerto 9.100 personas, y la situación era “altamente inflamable” a pesar del alto el fuego. Según el miliciano Maryan Havryliv, “no ha habido un día sin disparos”. Muestra en su móvil cómo le quedó el rostro tras ser apaleado en el Euromaidán: una masa sanguinolenta. Era fotógrafo. Repuesto, marchó al este. Se unió a un batallón de voluntarios. Regresa mañana. Y se despide: ha de informar a unos padres de que su hijo ha muerto en la batalla. Fuera caen las primeras nieves.

Soldados estadounidenses durante el ejercicio Iron Sword, en Lituania. Aguardan en el interior de un ve­hículo de combate Bradley, poco antes de una batalla simulada para recuperar territorios de un país de la OTAN, aguardan.

A través de carreteras heladas se llega a una antigua base soviética a 15 kilómetros de Polonia. Aquí desembarcaron en verano 300 militares de Estados Unidos y 150 canadienses para formar a soldados ucranios. Resulta raro ver a los americanos en tanquetas de la Guerra Fría. Sus operaciones han pasado inadvertidas. Al poco de llegar, Rusia comenzó los bombardeos en Siria. Y los medios de comunicación dejaron de mostrar interés. “Ucrania dejó de existir”, dice un canadiense. Y compara la situación con una gran partida de ajedrez: “Este país es solo una casilla”.

A media mañana, soldados ucranios salen de dos en dos a la trinchera, toman una granada, quitan la anilla y la lanzan. ¡Bum! El comandante canadiense explica que muchos de sus 140 alumnos vienen de Donbás. “El plan es que regresen al frente”. A su lado, el mayor ucranio Bruttsky da su visión sobre esta guerra: “Es como una barrera: Rusia a un lado; Europa al otro. Luchamos para mantener esto”. Y desde aquí uno intuye cómo Moscú, en su zona de influencia, mueve también sus peones.

Hay un lugar en Estonia donde esa barrera se manifiesta de forma perfecta. Dos fortalezas cara a cara. Rusia frente a Europa. Y un río en medio. El “precipicio entre dos mundos”, lo describe el ministro de Defensa estonio. En Narva, la ciudad que queda en la UE, el 95% de sus 60.000 habitantes son de origen ruso. A medio camino entre Tallin y San Petersburgo, sigue en pie una estatua de Lenin, todas las avenidas parecen confluir en el paso fronterizo y se suceden hileras de bloques soviéticos. “Es un país dentro de un país”, dice una oficial de fronteras.

A la izquierda, una pareja de tártaros posa en un café del centro de la ciudad de Lviv, en Ucrania. En la imagen de la derecha, un agente de la policía de frontera se dirige al hovecraft en el que patrullan el Lago Peipsi, en Estonia.

“Hay que recordar quién la reconstruyó”, cuenta Roman mientras pesca en el lago Peipus, al sur de la ciudad. Sobre la superficie helada asoma el general invierno. El príncipe ruso Alexander Nevsky frenó aquí la invasión teutona del siglo XIII y Eisenstein rodó una película de aquella batalla sobre el hielo cuando Hitler lustraba sus botas.

En la orilla europea, Roman lanza el sedal al agujero. Pica un pez y boquea en el hielo. Él es ruso. Reside en Narva. Trabaja en la central eléctrica. Sus padres se instalaron después de 1945. La mayoría de sus habitantes habían muerto o huido. Llegaron de toda Rusia y, al caer la URSS, se quedaron. Por si acaso, el Gobierno estonio organizó aquí el desfile de independencia tras estallar la guerra en Ucrania. Tanques estadounidenses marcharon a unos metros de Rusia. El pescador, tras la charla, saca una botella de aguardiente y lo sirve en vasos con una inscripción: CCCP.

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La última frontera

Frontera de Finlandia.

Finlandia se ha convertido en el final de trayecto para miles de refugiados. Como si fuera una metáfora de toda Europa, este país de cinco millones de habitantes, paradigma del Estado del bienestar, se enfrenta a un desafío desconocido: integrar los inmigrantes que comienzan a llegar hasta el punto más extremo de la UE.

Reclutas de la Guardia de Fronteras finlandesa en Ivalo. Se forman en la base más al norte de la UE.

Cuando el morro del avión pasa besando Rusia, desde lo alto se ve la línea divisoria en el bosque. Y una larga fila de camiones. En ese atasco termina Europa. La nave da media vuelta y regresa a la base de la Guardia de Fronteras en Helsinki. Planea sobre el Báltico y se ve el hielo craquelado ahí abajo. Equipada con radares y visores térmicos, la tripulación cuenta cómo han fotografiado submarinos y fragatas rusas, parte de su función como vigilantes de la frontera exterior más larga de la UE: 1.340 kilómetros con Rusia. También han viajado al Mediterráneo bajo el paraguas de la agencia europea Frontex. A enfrentarse a un drama hasta hace poco lejano. Hablan del día en que avistaron una patera en Málaga; de patrullas en Lampedusa; ahora mismo una embarcación del cuerpo se dirige a Grecia. “Hay mucha presión en el sur”, dice Kenneth Rosenqvist, al mando del equipo. “Los países no pueden con ello. Nuestra obligación es ayudar, si tenemos los recursos”.

Algo empezó a cambiar hace poco. En octubre, los refugiados comenzaron a entrar en Finlandia desde Suecia. Llegaron 32.150. Y de golpe esta nación de 5,4 millones de habitantes se convirtió en la cuarta de la UE con mayor proporción de solicitantes de asilo; y en la que mayor incremento registró con respecto a 2014: un 822%. Sin necesidad de mecanismos de redistribución, un sistema ancestral los condujo hasta un territorio donde el PIB per capita casi duplica al griego, se codea con el germano, y cuentan con uno de los mejores sistemas educativos del mundo. “Lo hemos estado esquivando mucho tiempo”, prosigue el guardia de fronteras. “Ahora ya no tenemos opción. Su integración causará tensiones. Lo veremos en el futuro”. Y mientras el avión sigue rumbo a un sol pálido, las fisuras en el hielo se extienden por todas partes como una metáfora.

Diez niños salen a la calle, cubiertos con monos de esquí y pasamontañas. Pisan la nieve. La cogen con las manoplas. Se la lanzan. Los regañan en un idioma que no entienden, y se colocan en fila. Dejan atrás el vaho de su respiración y el edificio de la escuela. Remontan calles algodonadas y a 24 grados bajo cero. Un hilillo de luz en el horizonte. Son cerca de las dos de la tarde y anochece en la última frontera. Más allá, solo Rusia o el Ártico. Estos críos han cruzado una decena de países hasta llegar aquí. Slav Shokri, por ejemplo, que tiene siete años, salió de Alepo cuando tenía tres, vivió otros tres en Turquía, y en octubre cruzó el Egeo en una balsa. A miles de kilómetros de allí, en la habitación que comparte hoy con sus padres y hermanos, en un viejo hospital para tuberculosos en Siilinjärvi, hay un recorte de periódico en la pared. Dice: “Personas en busca de un lugar seguro empiezan el colegio esta semana”. En la foto, aparece ella en su nuevo pupitre. Esta mañana, el profesor de Educación Física le ha enseñado a colocarse los patines de hielo. Y sus padres, en la estancia, explican qué significa Europa para ellos: “Futuro para nuestros hijos. Derechos humanos. El lugar donde estas cosas son reales”.

Uno de los reclutas, Niko Peltoniemi, se enfrenta a su primera noche a la intemperie a 30 grados bajo cero.pulsa en la fotoUno de los reclutas, Niko Peltoniemi, se enfrenta a su primera noche a la intemperie a 30 grados bajo cero.

El padre no olvida un solo país en su recuento: “Grecia. Macedonia. Serbia. Hungría. Austria. Alemania. Suecia. Finlandia”. Completó el viaje en 26 días con los dos hijos mayores. Su esposa salió después con otros cinco hijos y rememora una Hungría blindada, y el desvío por Croacia. Atravesaron un pueblo fronterizo. Con estación de tren. No recuerda su nombre. Tovarnik, quizá: “Había muchas tiendas, y estábamos todos mezclados. Pasamos mucho frío”. El día que se reencontraron, en Finlandia, Slav, la menor de los hermanos, se lanzó sobre su padre y rompieron a llorar en este mismo cuarto. Llevaban dos meses sin verse. La madre se pasa un pañuelo por los ojos. La estancia, con los críos en la escuela, se encuentra en silencio. En un poyete junto a la ventana se entrelazan una bandera finlandesa y otra kurda.

Cerca de allí, una pintada indica que nos acercamos a otro centro de acogida: “Refugees out!”. El edificio es un antiguo asilo. Aquí duermen 130 varones, en su mayoría iraquíes. Y acaba de comenzar la clase de finés. Profesoras voluntarias sonríen a hombres de piel tostada. “Minä tanssin [me gusta bailar]”, dice la maestra, mueve los hombros y los chicos ríen. “Minä maktustaa [yo viajo]”, y ya no ríen tanto. Muchos cargan con un éxodo aterrador. Muestran escaras terribles. Pero, a diferencia de los europeos, hablan de la UE como si fuera un solo país: “A free country”.

Mientras los jóvenes juegan al pimpón, Naji Habeeb, un exbombero iraquí, cuenta que dejó su tierra el día que le propusieron unirse a una milicia. “Tenía dinero”, dice. “Y trabajo”. Juha Huttunen, directivo en la organización que gestiona el centro, le propone ser bombero voluntario. El iraquí se cuadra: “Estoy listo”. En la ONG, le han estado dando vueltas a este tipo de ideas. Podrían retirar nieve de casas aisladas: tendrían algo que hacer y los locales lo verían con buenos ojos. Pero en este país garantista, siempre a falta de un permiso, cuesta arrancar iniciativas. Huttunen confiesa que les ha pillado con el pie cambiado. “Somos un país arbusto”, dice. Aislados, protegidos por la naturaleza y el idioma, antes de la oleada residían 220.000 extranjeros; tantos como desembarcaron en Grecia en octubre.

Un pequeño rompehielos de la Guardia de Fronteras atraca en la base de Helsinki. Desde el mar Báltico y casi hasta el de Barents, Finlandia comparte 1.340 kilómetros de frontera con Rusia.

“Es el mayor reto desde la II Guerra Mundial”, según ­Katja Hedberg, experiodista del Savon Sanomat, hoy empleada en la ONG. Tras aquel conflicto, Finlandia perdió tres pedazos que hoy pertenecen a Rusia; 400.000 personas abandonaron su hogar. “Y los acogimos”. Muchos comparan ambas situaciones. También en Europa. Pero tras la violenta Nochevieja en Colonia, la tensión ha crecido. En Alemania se pasó del “Refugees welcome” al “Rapefugees unwelcome (juego de palabras entre violación y refugiado)”. Aquí, montraron un curso sobre género. Y un somalí, casado con una nórdica, explicó a los extranjeros que el sexo forzado significa cárcel. También si se trata de tu esposa. Se han incendiado centros. Y creado patrullas ciudadanas de estética neonazi. Hijos de Odín es la más conocida. La esperanza, a juicio de Hedberg, está en la escuela: “Hace 100 años éramos un país pobre. Todo lo hemos conseguido con la educación. Seas rico o pobre, aquí todos van al colegio”.

Poco a poco, cesó el flujo de entradas desde Suecia, a medida que se cerraban las fronteras interiores de la UE. Pero en noviembre se produjo otro hecho insólito: llegaron por el círculo polar. Desde Rusia. La ruta ártica, bordeando el mar de Barents, solía preocupar a Noruega (parte de la zona Schengen; no de la UE). Cuando Oslo echó el cierre, buscaron otro camino. Y lo hicieron a bordo de bicicletas.

El extremo norte, en invierno, es un lugar inhóspito y crepuscular, donde los pueblos se publicitan: “En mitad de ninguna parte”. En Ivalo, situada en el paralelo 68, y a 40 kilómetros de Rusia, se encuentra la base militar más al norte de la UE. Y esta mañana, un centenar de reclutas ha salido sobre esquís, con mochilas, un fusil al cuello y acarreando trineos. Han elegido voluntariamente este destino para realizar el servicio militar. La mayoría es de Laponia; será su primera noche a la intemperie. A 30 grados bajo cero, cavan en la nieve y arman tiendas con ramas. Se forman como vigilantes de la frontera en el norte. En tiempos difíciles, acudirían los primeros al muro. “Muchos vienen buscando su límite”, cuenta Mikko Heikkilä, comandante de la compañía, mientras conduce hacia el escondrijo de la tropa. “Y lo encuentran”.

Refugiados recién llegados a Finlandia. En la imagen izquierda, hora de la comida en el centro de Siilinjärvi. A la derecha, niños sirios, iraquíes y afganos juegan en la escuela y se prueban los patines de hielo.

El recluta Simonen Jere, de 18 años, tiene escarcha en las pestañas. Nacido en Nuorgam, el pueblo más al norte de Finlandia –y de la UE–, dice que no se siente europeo: “Soy escandinavo”. En invierno trabaja despiezando renos. En verano, hace de guía para pescadores. Dice: “Esta compañía es famosa por su dureza. Quería ponerme a prueba. Veo esto como una tradición. Aunque muchos hablan ahora de si se podría contrarrestar un ataque ruso, como hace 70 años”.

Rusia y Finlandia. Asunto complejo. El país no es miembro de la OTAN. Pero ha empezado a pensárselo. Ha incrementado su gasto militar un 8,9%, intensificando su colaboración con la Alianza. Y el año pasado, el Gobierno envió una carta a un millón de reservistas explicando dónde acudir si son llamados a filas. En el Báltico, una de sus fragatas avisó con cargas de profundidad a un submarino sospechoso. Y mencionar todo esto parece desenterrar fantasmas. Aún levanta ampollas un discurso de su ministro de Defensa de 2007, cuando enumeró las tres principales amenazas para Finlandia: “Rusia, Rusia, Rusia”.

En palabras del comandante Heikkilä: “Las cosas han cambiado tras el conflicto en Ucrania. El problema de Rusia es que quiere convertirse en un héroe global”. En su despacho, cuelga un retrato del mariscal Mannerheim, que lideró con ayuda nazi a los finlandeses frente al Ejército rojo; y un mapa con las fronteras previas a la guerra. Se ve cómo Alakurtti, localidad cercana, formaba parte de Finlandia. Hoy es rusa. Y el año pasado, Moscú reactivó allí una base abandonada; formó parte de un mastodóntico ejercicio ruso, que movilizó a 80.000 tropas por su frontera oeste, del mar Negro al Polo. Un coronel finlandés visitó la base hace poco, bajo el marco de la OSCE; 24 horas antes de entrevistarnos con él, recibió órdenes de cancelar el encuentro.

Una familia afgana y dos nigerianos acaban de llegar en un viejo Lada hasta la frontera remota de Salla, en Laponia. Vienen desde Rusia.

Lo más cerca que uno puede llegar a Alakurtti sin salir de la UE es la tranquila localidad de Salla. Aquí está el paso fronterizo que los rusos cruzan para visitar la casa de Santa Claus, en Rovaniemi. Y aquí comenzó ese extraño fenómeno: el primer inmigrante en bicicleta apareció en noviembre. Luego fueron centenares, la mayoría afganos. Pero de hasta 30 nacionalidades. Se prohibió la entrada a pedales. Enseguida buscaron otra fórmula. “Las cosas pueden ser muy extrañas”, dice Matti Pekkala, al frente del puesto fronterizo, mientras mira un viejo Volga con el motor encendido. Ya no los apagan, por si no pueden volver a arrancarlos. El vehículo está hecho trizas, todo sujeto con celo. Matrícula de Murmansk. Han reconvertido el parking en un cementerio de chatarra soviética. Quedan una treintena de tartanas cubiertas de nieve. Un raro museo de las migraciones. Igual que las balsas pinchadas en Lesbos, los pesqueros podridos en Lampedusa, las escaleras artesanas en la valla en Melilla. De África al Ártico, estos objetos explican los confines de Europa.

En los días más crudos del invierno, han entrado de este modo cerca de un millar de personas. Los seis ocupantes del Volga han llegado a la barrera, han bajado del coche y han sacado sus pasaportes sin decir una palabra. Vienen de Punjab, una región india colindante con Pakistán. Y en la estancia donde aguardan a que comience el proceso de asilo, les recibe un folleto turístico: sonríe Papá Noel bajo una aurora boreal entre caracteres cirílicos.

Cuando aún era verano, un alcalde ultraderechista en la frontera de Hungría había defendido el muro europeo: “Sus sueños destruyen nuestros sueños”. A 2.500 kilómetros de allí, resuenan todavía sus palabras mientras llega un Lada con dos nigerianos y una familia afgana.

Carlos Spottorno ha contado con la Ayuda Fundación BBVA a Investigadores Y Creadores Culturales 2015. La Fundación BBVA no se responsabiliza de opiniones y comentarios incluidos en el proyecto.

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