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CLAVES
Columna
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El terrorista seductor

El perfil de muchos de sus colegas es el del joven airado, avieso, adusto. Adeslam rompe el molde. Es su reverso

Xavier Vidal-Folch

El genocida nazi Adolf Eichmann desacreditó el papel del malo como malvado evidente. Actuaba como funcionario gris, disciplinado, eficaz. Encarnó la “banalidad del mal” —ese mal absoluto que no parece tal— como la gran Hannah Arendt acuñó en la precisa crónica de su juicio, en 1963.

Violadores, homicidas y maridos criminales siguen su senda en los telediarios, a cuyas alcachofas los vecinos atestiguan su sorpresa, porque el detenido exhibía, si no encanto ni glamur, al menos buenas maneras.

Salah Abdeslam, hermano del también terrorista/yihadista Ibrahim —fallecido en la matanza de París del 13 de noviembre—, era el décimo huido del grupo. Fue sorprendido, tras una fuga de cuatro meses, en su propio pueblo de Molenbeek (Bruselas), y oh sorpresa, no se inmoló. Se entregó a los polis con empaque: “J’suis Salah Abdeslam”: o sea, no disparéis, cantaré La Traviata.

El perfil predominante de muchos de sus colegas terroristas es el del joven airado, sufridor, avieso, adusto, taciturno y depresivo. Abdeslam —como sucedió con Eichmann o el violador del telediario— rompe el molde. Es su reverso. Pandillero, bebedor, amante de la juerga y los coches pijos, rigió un hedonista tráfico de marihuana desde su café, Les Béguines, con estilobling-bling: un punto ostentoso, otro derrochador.

“Seductor, florentino, dinámico, para nada practicante religioso”, deletrean sus amigos. Salah no exhibe guedejas ni afilada barba; pelo al ras, engominado; a veces coronado por un chocante rizo, pretendidamente trendy.

Un terrorista/estratega —el aura que se le atribuye— es frío y calculador. Lo será este terrible muchacho de 26 años. Pero a ratos. “Apenas cenamos, y es que estábamos tan emocionados... Luego dijo que tenía tarea que realizar, montamos al coche y no paraba de llorar”, musita su novia al Libé, narrando la noche del 10 de noviembre, tres antes de que masacrara a tanta gente anónima en París, seguramente sin lágrimas. Volvió a segregarlas luego, fumando porros de vuelta a Bélgica: “Lloraba y gritaba explicando lo sucedido”, narra su compañero de viaje Hamza Attou.

Lo único esperanzador en la historia de este (presunto) asesino seductor es que no se ha inmolado. Que ama la vida. Aunque solo sea la propia. Por esa se empieza.

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