Cocinas sin alma
La frialdad y la distancia son dos de los valores en alza en las nuevas cocinas de nuestro tiempo. La tendencia se consolida en América Latina
El plato que me acaban de traer a la mesa es simple y vistoso. Podría llamarse entraña, cebolleta y guisantes, aunque la carta del restaurante lo muestra con un nombre mucho más largo y enrevesado, y lo presenta con una larga y farragosa explicación brindada en la mesa, sin mediar invitación previa, pero al final no hay mucho más que los tres ingredientes enunciados. A un lado está la carne, mostrando como empieza a ser norma el sabor siempre relativo y precario del ganado criado en establos (feedlot). La han preparado a la plancha y llega en el punto justo, cruda en el centro, jugosa y suave. En el eje del plato han dispuesto media cebolleta impecablemente pasada por la plancha y, cubriendo el flanco derecho, unos guisantes salteados salpicando la superficie de una pella de puré preparado también a base de guisantes; guisante al cuadrado.
Por separado, cada cosa es buena, menos el puré. No entiendo bien qué hace un puré de guisantes travistiendo y empastando la exultante naturaleza del guisante de verdad, servido además en su temporada natural; un juego extraño y chocante, se mire por donde se mire. Técnicamente es un buen plato, el conjunto es agradable y se han puesto en valor los elementos que lo componen. Y poco más. Nada que emocione, ningún matiz que te ponga de punta el bello del brazo, ni un solo requiebro que estimule la aparición del mínimo brillo en los ojos, nada que seguirás recordando después de salir del restaurante y dar la vuelta a la próxima esquina. La frialdad y la distancia son dos de los valores en alza en las nuevas cocinas de nuestro tiempo.
Colorido, vistoso y al mismo tiempo frío, sin vida, como recién salido de una cadena de montaje
La tendencia se consolida en América Latina, apoyada en el recién instaurado culto al producto. La increíble biodiversidad de la región es un tesoro que algunos cocineros convierten en el eje de sus propuestas, entronizadas unas veces en el centro de una auténtica cruzada empeñada en mostrar y poner a la vista los valores menos conocidos de nuestras despensas. En otras ocasiones no pasa de ser una cortina de humo que se levanta para ocultar ausencias. Llámense carencias técnicas, poca claridad de ideas o simple indolencia.
Sea del bando que fuera, nuestra entraña se muestra como un plato frío y sin alma; poco más que un ejercicio de estilo. También un ejemplo del auge de esa otra cocina que, practicando la redundancia, se establece en ausencia de la propia cocina para nutrirse del ensamblaje. Puede ser tan simple como el plato de entraña o mucho más barroco y complicado. Tal vez un trozo de pescado hervido o a la plancha, con toda seguridad una crema o un puré haciendo las veces de compañero de viaje, algunas verduras o un surtido de tubérculos cocidos y salteados —tal vez laminados— salpicando el plato, un hilo de una salsa emulsionada sobre la marcha cruzándolo de punta a punta, tres o cuatro flores ennobleciendo y dando color al conjunto y un par láminas crujientes rematando el puzle. Colorido, vistoso y al mismo tiempo frío, sin vida, como recién salido de una cadena de montaje.
Es el resultado de una de las nuevas líneas de producción en serie instaladas en las cocinas que no cocinan. No hay cazuelas borboteando al fuego y los platos no muestran el menor recuerdo de un fondo, un caldo, una reducción o un guiso que necesite más de 30 minutos de trabajo. Todo está calculado al detalle, diseñado en largas sesiones de preparación, y se repite durante meses y meses, un día tras otro, pero transmite la idea de una comida improvisada. Me hace pensar en uno de esos cuadros que se venden, repetidos por cientos, en los mercadillos callejeros.
Acaba de llegar el plato y no sé bien dónde me encuentro. Podría estar en el restaurante de Santiago de Chile en el que me lo están sirviendo, o en cualquier otro comedor de la región. No hay nada que vincule lo que como con las raíces del lugar y mucho menos con la memoria. Solo unos pocos privilegiados consiguen justificar la existencia de una cocina que se maneja de espaldas a la memoria del comensal.
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