El abrigo de Italia
La prenda fetiche de Max Mara sigue conquistando a clientas de todo el mundo gracias a sus tejidos de calidad y su diseño ‘made in Italy’
Tan silenciosa como un quirófano”, comenta Giuseppe Bacci al entrar en la zona de ensamblado de prendas de la Manifattura di San Maurizio, la fábrica que Max Mara posee en la ciudad italiana de Reggio Emilia desde 1988. “Hay muchas firmas que hablan de made in Italy, pero si tuviéramos que contar con los dedos de las manos las marcas italianas de ropa femenina que tienen fábrica propia, nos sobrarían dedos. En los ochenta era casi vanguardista abrir una fábrica tan limpia, ordenada y luminosa, con luz natural en todas las estancias y apenas ruido”, explica este ingeniero encargado de dirigir una planta industrial de 10.000 metros cuadrados que produce los abrigos femeninos que desde hace décadas son el producto estrella de Max Mara.
En los puestos de confección, las operaciones se efectúan con maquinaria moderna pero no futurista, sin alardes, de forma intensa y, al tiempo, con cierto sosiego. Entre los muros de la Manifattura trabajan 230 personas. En la sucursal de la localidad de Cremona, otras 80. En total, 410 empleados, de los que un 95% son mujeres. Todos ellos tienen similares condiciones laborales. Trabajan de lunes a viernes, de 7.50 a 17.10, con una pausa de 12.00 a 13.00. No hay dobles turnos y en vacaciones cierra la factoría. En la era de la producción deshumanizada, estas condiciones evocan tiempos mejores, pero Bacci asegura que no es fácil encontrar nuevos empleados. “Nos resulta muy difícil sustituir a las personas que se jubilan, porque hoy nadie quiere trabajar en una fábrica”.
“Hacemos lujo, pero no se trata de un capricho ni de un traje de etiqueta, sino de prendas sólidas para llevar en el día a día”, dice Ian Griffiths, director creativo de la firma
Junto a Bacci, impecablemente enfundado en una bata blanca, recorremos las distintas secciones de la manufactura. En el departamento de corte, enormes máquinas adquiridas hace 15 años seccionan el tejido mediante el sistema de colchón, que consiste en cortar de una sola vez varias piezas de tela superpuestas. A continuación pasan a la sección de ensamblado amontonadas en caballetes forrados de gomaespuma. También van etiquetadas con el objetivo de que, una vez que el abrigo esté concluido, todas sus piezas procedan del mismo trozo de tejido. Tras pasar por las máquinas de costura y remallado, las operarias rematan algunos detalles a mano con la misma delicadeza con que las planchadoras se ocupan de ejercer la presión justa sobre el tejido para evitar deformarlo.
Este proceso industrial, capaz de producir 450 prendas al día, cada una de ellas con 180 fases de elaboración que suman en total más de tres horas de trabajo, podría no diferenciarse a grandes rasgos del que siguen otras empresas del sector, pero no era en absoluto habitual en la Italia de los años cincuenta, cuando nació la firma.
La historia de Max Mara –que en origen se llamó Maramotti Confezioni– es un ejemplo perfecto de emprendimiento textil durante la posguerra italiana. Lo peculiar es que, 65 años después de su fundación, el centro neurálgico de la compañía sigue en el mismo lugar de siempre. Reggio Emilia es una ciudad de 170.000 habitantes famosa por el queso parmesano, el vino lambrusco y los abrigos de paño de mujer que Achille Maramotti comenzó a producir en 1951, en una sala de la escuela de corte y confección que su madre tenía en el centro de la ciudad.
“En aquella época, la moda venía de París y la referencia era la alta costura”, explica ahora Laura Lusuardi, directora de moda de Max Mara y una de las personas que mejor conocen el legado de la marca. De hecho, en los últimos años se ha ocupado de documentar esos acontecimientos mediante un enorme archivo histórico instalado en la antigua sede de una fábrica de calzado en Reggio Emilia. Allí se acumulan, debidamente clasificadas, 20.000 piezas clásicas de la firma, bocetos y colecciones completas, además de un archivo de moda histórica y étnica con 8.000 artículos. Lusuardi muestra orgullosa un conjunto de abrigos de alta costura que haría palidecer a más de un museo. Se detiene ante una pieza de Balenciaga, cuyas formas curvilíneas, manga francesa y cortes sencillos, asegura, constituyeron una inspiración para Max Mara durante sus primeros años. “Todas las mujeres querían tener uno, pero las modistas locales no sabían hacerlo, y ahí es donde Maramotti entró en escena”, explica. El fundador de Max Mara estudió el corte y construcción de aquellos abrigos y diseñó un proceso industrial capaz de producirlos en serie. El resultado era una prenda cuyo precio se acercaba al ofertado por cualquier modista, pero con un diseño internacional, tejidos de primera calidad y un proceso de confección que, aunque industrial, se cuidaba con mimo. Pronto comenzaron a llegar las clientas, los puntos de venta y los pedidos internacionales. En 1955 ya se habían mudado dos veces de local hasta encontrar una nave lo suficientemente grande para albergar a sus 200 empleados. Y en 1964, cuando Laura Lusuardi entró en la compañía como aprendiz, se encontró con una empresa en plena expansión. “Mi familia tenía un negocio de tejidos y Max Mara era uno de nuestros clientes, pero nunca imaginé que la firma llegaría tan lejos”, cuenta junto a una gran mesa de trabajo, la primera que tuvo como principiante.
Lusuardi comenzó cosiendo dobladillos, pero poco a poco fue adquiriendo nuevas responsabilidades, como el lanzamiento, en 1969, de la línea Sportmax, dirigida a un público más joven. Si en los años cincuenta el dottore Maramotti afirmaba que su público objetivo era “la mujer de un doctor de provincias”, los liberadores sesenta trajeron un nuevo ideal: la mujer independiente y profesional que decide invertir en un abrigo de calidad y lo elige por sí misma. A través de los viajes, Lusuardi fue tomando conciencia del cambio social que se avecinaba. También de la necesidad de contar con consultores externos como Karl Lagerfeld, que diseñó varias colecciones para Max Mara a principios de los setenta, cuando trabajaba como freelance. “Viajábamos a París para recoger sus bocetos”, recuerda la diseñadora. Más tarde descubriría a colaboradores tan fructíferos como Jean-Charles de Castelbajac, que firmó algunos de los diseños más experimentales y atrevidos de la firma, y Anne-Marie Beretta.
Fue precisamente Beretta la creadora del abrigo que hoy por hoy sigue siendo el mejor emblema del estilo Max Mara: el 101801, un chaquetón largo de paño color camello con grandes solapas, manga francesa y bolsillos altos. “Se ha convertido en un icono porque es perfecto en términos de diseño”, explica Lusuardi. “No puede envejecer”. Desde su lanzamiento, el 101801 fue una constante en las colecciones de la compañía hasta mediados de la década pasada, cuando se retiró de las tiendas y se limitó a la venta online de la marca y a ciertos locales de renombre. Este año regresa a los percheros. “Sienta bien a todas las mujeres y, curiosamente, cada vez lo piden chicas más jóvenes”, cuenta Lusuardi, que asiste fascinada al éxito global de una firma que parece funcionar a un ritmo distinto: sus abrigos se perciben como una inversión, y ya hay una segunda generación de mujeres que utiliza a diario las piezas que sus madres adquirieron hace años.
“Yo he crecido en esta empresa”, explica mientras recorre los pasillos de la biblioteca, otro de sus proyectos más recientes: un archivo con 6.000 libros y 350 cabeceras de revistas internacionales desde los años veinte hasta nuestros días. La mayoría, nos cuenta, los ha adquirido ella misma en sus viajes por todo el mundo, y ahora los ha ubicado en una biblioteca a disposición de todos los empleados. “Son la mejor fuente de inspiración”, explica mientras saca libros de los estantes, hojea ejemplares de la edición francesa de la revista Elle de los años sesenta (“era la mejor en la época”) y riñe suavemente a la bibliotecaria por haber alterado el orden de las secciones.
Aunque la familia Maramotti, toda una institución en la vida cultural y social de la ciudad, sigue siendo la propietaria de la empresa, nadie discute a Lusuardi su papel como alma mater de Max Mara, una posición que ha conquistado de forma gradual, orgánica, sin sobresaltos. Incluso su cargo oficial como directora de moda carece de la rigidez jerárquica habitual en la industria. Nadie en la firma sabe explicar exactamente su papel, que consiste en una mezcla de funciones: marca la dirección general de las colecciones, es el rostro visible de la empresa y, en cierto modo, la depositaria de su historia, su legado y su identidad. Sin embargo, desde hace años –aunque tampoco hay una fecha oficial para ello–, la dirección creativa de Max Mara recae en el británico Ian Griffiths, que tiene su despacho en la flamante nueva sede de la firma, situada en un parque tecnológico presidido por un majestuoso puente firmado por Santiago Calatrava. “Creo que me di cuenta de lo grande que era Max Mara cuando nos mudamos aquí”, cuenta ahora desde el ventanal de su estudio. “Vi el almacén, que es enorme, y pensé que íbamos a tener que fabricar muchísimas prendas para darle uso”, explica.
Griffiths habla con decisión y viste un traje a cuadros de innegable factura británica. Max Mara nunca ha lanzado colecciones masculinas –“y nunca lo hará”, apunta–, pero asegura que en ocasiones pide a su sastre londinense que le confeccione abrigos o chaquetas con los tejidos de la firma italiana, como la alpaca o la lana. “Es como si sus telas vinieran de otro mundo”, apunta. Su vida diaria oscila entre esos dos mundos –Londres e Italia– desde 1987, cuando abandonó la vibrante vida subcultural de la capital británica para mudarse a esta pequeña ciudad de provincias. “Nunca me resultó chocante, porque mi incorporación a la empresa fue muy gradual”, apunta. Cuando era un estudiante del Royal College of Art ganó una beca ofrecida por Max Mara, que financió sus estudios y le apuntó el camino a seguir. “Cuando me gradué vine a trabajar aquí, y no tuve la sensación de entrar en una empresa nueva, sino de unirme a una familia. Es así como seguimos trabajando hoy”.
Junto a su escritorio, un mosaico de fotografías revela las influencias culturales de un hombre cultivado que ahora escucha las Suites para violonchelo de Bach, pero que en su adolescencia vivió lo mejor de la cultura alternativa londinense. “Me crie en Manchester, en un bloque de apartamentos que aparece en una de las fotos más famosas de Joy Division”, explica. Ahora el retrato de Ian Curtis comparte espacio con fotografías de Patti Smith, Elvis Costello, David Bowie o Yves Saint Laurent.
La compañía italiana cuenta con un archivo que recorre la historia de la firma a través de miles de piezas, libros, revistas de moda, bocetos y colecciones completas
En una estantería, una selección de libros de arte –muchos con el tejuelo de la biblioteca corporativa– refleja lo que, en sus palabras, han constituido sus “obsesiones culturales durante el último año”. Hay varios libros de Marilyn Monroe, cuya figura homenajeó en una de sus últimas colecciones para Max Mara. “Lo interesante es que decidimos fijarnos en la Marilyn intelectual, que leía, que sabía de política, que no solo se vestía para ser sexy”, explica.
Ahora está leyendo a Jean Cocteau. “Solía decir que el estilo es una forma sencilla de decir cosas complicadas. Es exactamente lo que yo aspiro a conseguir”. De ese afán de síntesis procede posiblemente su interés en la arquitectura, que hunde sus raíces en los años en que estudiaba para diseñar edificios en lugar de ropa.
“En la carrera aprendí que no hay nada malo en la sencillez o la simplicidad. A nadie se le ocurriría criticar a un arquitecto por crear un edificio simple. En la moda debería suceder lo mismo”. Es en ese punto donde entronca con la filosofía de Max Mara.
Como responsable de la dirección creativa, Griffiths diseña las colecciones –“me encanta hacer bocetos”, apunta–, crea las líneas conceptuales y supervisa los desfiles, las campañas y la identidad visual de la casa. “Hoy es imposible competir sin seducir al público, y el público necesita relatos e imágenes que conecten con ellos”. En una empresa hoy presente en 105 países, esa conexión no es una cuestión baladí. “Mi misión es crear sin perder el contacto con la clientela. Eso es lo que diferencia a Max Mara. Nosotros hacemos lujo, pero es un tipo de lujo real y práctico. No se trata de un capricho ni de un traje de etiqueta, sino de prendas sólidas para llevar en el día a día. Para vivir la vida, durante mucho tiempo”.
elpaissemanal@elpais.es
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.