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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Peligro: se negocian tratados

La falta de información sobre dos futuros acuerdos, el comercial entre UE y EE UU y el de servicios, va contra el interés público

Soledad Gallego-Díaz

Los medios de comunicación deberían tener un apartado que dijera: “¡Peligro!: ¡Tema importante sobre el que no es posible obtener la información necesaria!”. Seguramente esa sección debería estar situada junto a la de Economía, o a la de Acuerdos Internacionales, porque es en esos capítulos donde se están produciendo grandes cambios sin que los ciudadanos, ni sus parlamentarios, tengan la menor idea de qué se trata.

Sucedió con la desregulación de los mercados financieros de los años ochenta y en esas estamos otra vez, de nuevo, a ciegas, dejando todo en manos de equipos técnicos negociadores que mantienen rigurosos niveles de secretismo, pero que nos juran que debemos estar tranquilos y esperanzados porque todo será por nuestro bien.

Quizás sea así, no tiene tampoco sentido negar que la globalización puede suponer grandes beneficios, pero la experiencia ya ha demostrado que las normas de liberalización que se negocian sin debate público, sin conocimiento, no solo de sus ventajas, sino también de sus peligros, tienen muchas posibilidades de terminar funcionando en nuestra contra. Lo que importa es cómo se gobierna esa globalización, qué reglas se le imponen, qué mecanismos existen para poder garantizar que la democracia tiene algún contenido real.

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La sección de “¡Peligro!” debería incluir dos tratados internacionales que se negocian en la actualidad. El más conocido es el Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y Unión Europea (TTIP), pero igualmente importante es el Acuerdo sobre el Comercio Internacional de Servicios (TiSA). Los dos pretenden favorecer la globalización, negociando, en teoría, la armonización de las diferentes normativas nacionales. En la práctica, esa armonización se hace de acuerdo con criterios que benefician a los grandes conglomerados transnacionales, siempre ávidos de desregulación. La cuestión es, pues, cómo preservar el interés público.

Las liberalizaciones que se negocian sin debate público suelen acabar funcionando en nuestra contra

En el caso del TTIP asombra que no exista un estudio serio sobre las consecuencias que tendría para las pequeñas y medianas empresas españolas, incluidas las agrícolas, que dan empleo, pero que o no exportan o lo hacen al mercado europeo, sin competir con las enormes empresas norteamericanas. Un silencio inexplicable que costará muy caro, más todavía porque el Gobierno español no ha pedido prácticamente sectores protegidos, como sí ha hecho, por ejemplo, el francés.

El TiSA es todavía más extraño. No se habla de él, pese a que incluye sectores delicados como educación, sanidad, transportes, agua o servicios financieros, y porque se conoce poco sobre la marcha de las negociaciones: hubo una reunión de ministros “en los márgenes del último foro de Davos”, en la que se acordó “estabilizar los textos para julio” y acabar para finales de este año. Lo poco que se sabe es a través de filtraciones de Wikileaks, nunca suficientemente agradecidas, y de un papel fijando la posición de la Comisión Europea, hace dos años. Los negociadores de la UE aseguran que el TiSA será un instrumento para gobernar la globalización y que quedarán fuera todos los servicios públicos.

El problema, como advierte la profesora Adoración Guamán, es que esas excepciones solo funcionan plenamente cuando se trata de servicios públicos en condiciones de monopolio y gratuidad, cada vez menos frecuentes. El TiSA, dice Guamán, trata a las personas solo como consumidores, no como ciudadanos o trabajadores. La diferencia con los tratados anteriores es que antes se establecían listas de servicios liberalizados, mientras que ahora la lista es de servicios expresamente excluidos de esa liberalización general y, además, bajo la cláusula de no regresividad. Es decir, los Gobiernos solo podrán reclamar como servicio público lo que figure como tal a la firma del tratado. No hay vuelta atrás. Da igual que un Gobierno quiera extender después esos servicios públicos. ¿Es eso democrático?

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