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ANTROPOLOGÍA

El ‘ojo vigilante’ de dios facilitó la aparición de sociedades complejas

La creencia en un dios moralista, omnisciente y que puede castigar a quien no siga sus mandamientos fomenta la cooperación con desconocidos de la misma religión

Decenas de miles de personas se mueven alrededor de la Kaaba el gran cubo negro en el interior de la Gran Mezquita de la Meca, en 2006.
Decenas de miles de personas se mueven alrededor de la Kaaba el gran cubo negro en el interior de la Gran Mezquita de la Meca, en 2006.AP

Nadie ha demostrado nunca que exista un dios omnisciente, que tiene preferencias morales y que puede castigarnos si no las seguimos. Sin embargo, la creencia en un ser supremo condiciona la vida de cientos de millones de seres humanos en todo el mundo, que realizan todo tipo de esfuerzos para satisfacerlo. Y este peculiar comportamiento ha podido desempeñar un papel clave en la evolución de las sociedades humanas.

El antropólogo británico Robin Dunbar, padre de la hipótesis del cerebro social, calculó que el límite superior para los grupos humanos es de 150 individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook. Sin embargo, las sociedades humanas han logrado superar por mucho ese nivel de complejidad y hay ejemplos de cooperación y sacrificio extremos, como el de los combatientes que dan su vida en guerras por millones de compatriotas desconocidos.

Las religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral

Un grupo de investigadores liderados por Benjamin Grant Purzycki, investigador del Centro para la Evolución Humana, la Cognición y la Cultura de la Universidad de Columbia Británica en Vancouver (Canadá), ha puesto a prueba el papel de las creencias en un dios moralista en la construcción de sociedades complejas y en el fomento de la cooperación entre humanos separados geográficamente y completamente desconocidos. En un trabajo que publican esta semana en la revista Nature, explican cómo estudiaron el comportamiento de 591 personas de varias comunidades de todo el mundo que profesaban todo tipo de religiones, algunas de alcance mundial, como el cristianismo o el budismo, pero también locales. A través de juegos en los que tenían que repartir recursos, observaron que los individuos que creían en un dios que define lo que es bueno y lo que es malo, que sabe a todas horas lo que hacemos y castiga si no le gusta lo que ve, se mostraban más generosos con miembros de su misma religión. Como explica Purzycki, “vale la pena tener un Dios Gran Hermano, omnisciente y con preocupaciones morales en lugares con mayor anonimidad y menos responsabilidad. Los dioses evolucionan”.

De alguna manera, la creencia en un ser invisible que nos vigila para que no nos saltemos las normas puede ofrecer ventajas desde el punto de vista evolutivo. Esto se explicaría porque, aunque la vigilancia divina evite que velemos solo por nuestro propio interés, estas creencias pueden haber protegido a quienes las profesan de comportamientos egoístas que, en sociedades humanas cada vez más transparentes y en las que la reputación es importante, pueden acarrear castigos.

Un dios 'gran hermano' ayuda a evitar el egoísmo entre personas alejadas y que no se conocen

Además, según explica Manuel Martín Loeches, coordinador del Área de Neurociencia Cognitiva del Centro Mixto UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos, que no ha participado en el estudio, pero comparte sus conclusiones, también hay que tener en cuenta los beneficios para el grupo: "Los humanos nos sacrificamos por ideas materialmente inexistentes o intangibles, por símbolos como la patria, la bandera, el honor o la dignidad. Forma parte del complejo juego del grupo, de la mente social del humano, sin necesidad de religión. A nivel individual no reporta beneficio, el beneficio es para el grupo, donde abundarían muchos de los genes del ser sacrificado. Se supone que sus descendientes directos sí podrían beneficiarse, al ser considerados hijos de una persona especial y recibir la gratitud del resto del grupo”.

El castigo sobrenatural, la preocupación moral de los dioses y la omnisciencia habrían evolucionado junto a la complejidad social. “Muchos estudios sugieren que los dioses moralistas funcionan como un tipo de mecanismo de defensa frente a grandes poblaciones en las que es más fácil ser egoísta al interactuar con multitudes anónimas todo el tiempo”, explica Purzycki. “Se ha probado experimentalmente con resonancia magnética funcional que tendemos a ser menos egoístas e injustos cuando nos sentimos observados”, apunta Martín Loeches. “Es probable que esas creencias ayuden a mantener la complejidad social y la cooperación”, añade Purzycki.

Otros estudios han mostrado que los ateos son más altruistas con desconocidos

Sobre las implicaciones de estos resultados, Azim Shariff, investigador de la Universidad de Oregón, comenta que la creencia en seres sobrenaturales no es una condición necesaria para que existan sociedades complejas. "Hay varias rutas culturales para establecer los altos niveles de cooperación necesarios en las sociedades complejas. El castigo sobrenatural ha probado ser una de las soluciones efectivas para afrontar el reto de la cooperación social, y una solución que es lo bastante efectiva e intuitiva como para haber aparecido de forma repetida a lo largo de la historia", considera.

Las religiones organizadas serían un intento de estructurar los sistemas de reciprocidad que habían mantenido unidas a las pequeñas sociedades humanas primigenias, cuando aún tenían un tamaño que permitía conocerse a todos sus miembros limitando la tentación de buscar el bien propio a costa del grupo. En muchos de los principios fundamentales de las grandes religiones se puede observar un principio de reciprocidad que ha sido un rasgo fundamental en la evolución humana. El cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, encuentra un eco en el islam cuando en el Kitab al Kafi se lee que “lo que no te gusta que te hagan, no se lo hagas a los demás”. Textos similares se pueden encontrar en las religiones orientales o incluso en el confucianismo chino: “Nunca impongas a los otros lo que no elegirías para ti”.

De estudios como el que se publica hoy en Nature se puede deducir que la religión es un pilar importante para el sustento de las sociedades complejas. Sobre este punto, Martín Loeches considera que no hay que “llevarse las manos a la cabeza”. “Digamos que estas religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral, un sentido de justicia, del bien y el mal. No se necesita la religión para esto, ya está codificado en nuestros genes; las religiones moralizantes lo potencian, pero podría haber otras alternativas, como el recuerdo, los homenajes… premiando los buenos gestos más que castigando los malos”.

Aunque muchos trabajos han mostrado el valor de las creencias religiosas como pegamento social, otras investigaciones recientes han observado que, en particular cuando se trata de ayudar a desconocidos, los ateos son más generosos.

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