La huella de la corrupción en España
Los españoles desconfían de las instituciones. Pero ¿es España un país corrupto?
Un millar de políticos con causas judiciales pendientes. Juzgados desbordados. Un 95% de ciudadanos convencidos de que el sistema favorece la impunidad. Retrato de una de las peores lacras del país
Poco antes de que el alcalde fuera detenido, me metieron en un despacho y me pusieron delante un informe. Era el mismo que yo había redactado, pero sin los párrafos en los que desaprobaba expresamente la operación urbanística. El alcalde les daba las órdenes por teléfono: ‘Que no se levante hasta que haya firmado’. Ante mi negativa, el secretario del Ayuntamiento me agarró de la muñeca, me colocó el bolígrafo en la mano y trató de obligarme a firmar.
Todo el mundo callaba”. Lo cuenta Maite Carol, 42 años, economista y entonces interventora municipal en Santa Coloma de Gramenet. Los guardias civiles que tenían pinchados los teléfonos del alcalde registraron este airado comentario: “No ha firmado, la puta esa ha salido llorando, hay que echarla”. Es lo que hizo el alcalde.
El caso Pretoria, destapado hace seis años, es una muestra reveladora de corrupción multipartidista, un ejemplo de cómo la codicia reúne, incluso, a políticos de ideologías contrapuestas en el saqueo de las arcas públicas. En los fraudes urbanísticos del área metropolitana de Barcelona se dieron cita los prohombres de Convergència: Lluís Prenafeta y Macià Alavedra, figuras clave en los Gobiernos de Pujol; el diputado autonómico socialista Luis Andrés García, Luigi, y dirigentes menos notorios del PP. Según la Fiscalía, “formaban un entramado dirigido a manipular las adjudicaciones públicas de varias operaciones urbanísticas” a cambio de “cuantiosas comisiones que ocultaban a través de sociedades interpuestas”.
La investigación puso también de relieve que en los ámbitos empresariales inmobiliarios estaba asumido que, para obtener la adjudicación de proyectos en una serie de municipios, “había que contar con la autorización mediata de Luis Andrés García”. Dice la Fiscalía que el diputado del PSC mantenía una relación tan intensa y estrecha con su correligionario el alcalde de Santa Coloma de Gramenet y vicepresidente de la Diputación de Barcelona, Bartolomé Muñoz, que “de facto, era él quien dirigía y tomaba muchas de las decisiones urbanísticas”, luego refrendadas por la alcaldía.
Los españoles son los europeos que mayor corrupción perciben
La acusación juzga evidente que el alcalde de Santa Coloma cobró dos millones de euros en comisiones por una operación que impidió a su municipio ingresar 14 millones de euros. La pluralidad política de sus integrantes permitía a la trama operar en Ayuntamientos de signo ideológico diferente. ¿Es posible que las direcciones de los partidos ignoraran estos comportamientos “asumidos” por el empresariado?
Este es el testimonio de Itziar González, arquitecta y urbanista que ejerció de concejal independiente en el distrito barcelonés de Ciutat Vella entre 2007 y 2010. “Detecté la existencia de una red de corrupción en los servicios técnicos y jurídicos que actuaba en complicidad con agentes privados del sector turístico. Recibí todo tipo de presiones. Me dejaban cartas con amenazas de muerte en el buzón y una vez entraron en mi casa. Revolvieron todo en busca de informes relacionados con mi trabajo, inspeccionaron mi ordenador y se llevaron algún material. Pero, sobre todo, fue un aviso. Querían decirme que si yo seguía obstaculizando su proyecto, ellos estaban dispuestos a ir más lejos”. Algunas de estas experiencias denunciadas en el documental Corrupción, el organismo nocivo, producido por Pandora Box TV, resultan extrapolables al conjunto de España. Entre los ciudadanos más conscientes del fenómeno y entre los profesionales que lo combaten ha ido ganando cuerpo la idea de que si el problema no ha pasado a mayores y adoptado un cariz manifiestamente violento, mafioso, en nuestro país es porque la Judicatura y los Cuerpos de Seguridad del Estado se han mostrado altamente impermeables a la penetración de las tramas corruptas.
Hay un millar largo de políticos con causas abiertas por corrupción pese a que contamos con la asombrosa cifra de 17.621 cargos públicos aforados que no pueden ser juzgados por los tribunales ordinarios y disponen de un privilegiado blindaje que, a menudo, les libra de las pesquisas judiciales. De los 2.173 casos que en abril de 2013 estaban clasificados como “complejos” por el Consejo General del Poder Judicial, 1.661 están relacionados con casos de corrupción o de delitos económicos. Los jueces no dan abasto. Llevan años reclamando sin resultado más medios y refuerzos. “El último juzgado de la Audiencia Nacional se creó hace 20 años. Tenemos 11 jueces por cada 100.000 habitantes cuando en la UE cuentan con 21. La falta de medios es deliberada”, asegura un antiguo fiscal que abandonó su carrera, desalentado, por la politización de las altas instancias judiciales. No es una opinión aislada, como no lo es el temor a que la reducción a 18 meses del plazo de instrucción, aprobada recientemente, acarree la impunidad de los delincuentes de cuello blanco implicados en casos graves y complejos que, por lo general, requieren el envío de comisiones rogatorias a otros países.
Los partidos han blindado a los suyos frente a la justicia
El Eurobarómetro de 2013 mostró que los españoles son los europeos que más corrupción perciben en su esfera política. El 84% de ellos cree que los partidos son corruptos y el 72% dice lo mismo de sus políticos. Es un récord que deja muy por detrás a Italia. Más aún: según la encuesta de Metroscopia de enero de 2013, el 95% de los preguntados cree que el sistema favorece la impunidad de los corruptos. En la España de nuestros días se cruzan apuestas del tipo: “¿Pagará realmente la cúpula del PP por el caso Gürtel?”; “¿llegará a ingresar la infanta en la cárcel?”. Por cambiantes que pueden llegar a ser los juicios morales y los estados de opinión en estos asuntos altamente expuestos a la efervescencia mediática, estamos ante un problema mayor que devora el crédito de partidos e instituciones y ataca los cimientos mismos de la democracia. Y es que, de un tiempo a esta parte, la mirada de la opinión pública busca y no halla en el firmamento de las élites colectivos intachables, libres de toda sospecha. No lo están los políticos profesionales, pero tampoco las organizaciones empresariales, que tienen a parte de sus antiguos dirigentes procesados, los altos directivos financieros, las organizaciones sindicales…
¿España es un país corrupto? El largo rosario de escándalos que como minas de efecto retardado han ido estallando en los últimos años ha desenterrado el viejo estigma del país condenado fatalmente a repetir sus desvergüenzas y a renovar el género literario de la picaresca que inventó, con propiedad, en su Siglo de Oro. Repasar esta faceta de la historia española es un ejercicio tan desconcertante como equívoco en la medida en que puede hacernos creer que nos contemplamos en el mismo espejo del pasado y que este es un problema que forma parte del ADN nacional.
El precio de la honestidad
Camino de Santiago, a la altura de Burgos, un hombre de mediana edad que viaja con su hija de siete años hace un alto en el camino y entabla conversación con una peregrina checa. Hablan de sus castigados pies y del peso de sus mochilas. Nuestro hombre, inspector de cursos de formación para parados, le confiesa que él carga desde hace meses con un abrumador dilema moral. Le dice: “La duda me carcome las entrañas porque me juego el puesto de trabajo. Es como si en la mochila transportara dos agotadores informes: en uno, autorizo con mi firma los pagos de los últimos cursos de formación; en el otro, los deniego por fraude de ley y denuncio las prácticas sistemáticas de desvío del dinero público. Estoy solo en este asunto, ¿qué haría usted?”. “Evitaría cometer actos que tuviera que ocultar a las siguientes generaciones”, responde la peregrina con la mirada puesta en la niña. “Esas palabras terminaron por decidirme. Regresé a Barcelona y me negué a firmar las autorizaciones de pago de los cursos, pese a las presiones de mis jefes del Servei d’Ocupació. Perdí mi empleo, pero me quedé con la conciencia tranquila. Según mis cálculos, el fraude masivo en los cursos de formación, financiados en su mayor parte por la UE, ascienden en España a unos 500 millones de euros”, asegura Carlos Martínez Viña.
“El gobierno de España es el más perfecto que pudieron imaginar los antiguos legisladores, pero la corrupción de los tiempos ha ido llenándole de abusos. Desde el pobre hasta el rico, todo el mundo consume y devora la hacienda del rey; los unos, a pequeños bocados; la nobleza, a boca llena; y en cuanto a los grandes, en cantidades fabulosas”, dejó escrito el que fuera embajador de Venecia en Madrid durante los años 1681-1682, Giovanni Cornaro. En su obra El laberinto español, el hispanista inglés Gerald Brenan nos describe un cuadro de situación correspondiente a 1840 que puede resultarnos igualmente familiar. “No eran solo los empleos del Estado los que caían dentro de la influencia de los partidos. Los principales intereses industriales de España, sobre todo bancos y ferrocarriles, estaban muy estrechamente ligados a la política; de los políticos dependía el que se considerasen favorablemente sus intereses, mientras que los políticos a su vez dependían de ellos en lo que concierne a puestos en consejos de administración y cargos lucrativos para los miembros de sus familias”.
Que los ricos han burlado casi todos sus impuestos en España a lo largo de la historia es un apunte repetido por los cronistas de época. En 1902, el ministro de Agricultura declaró en el Senado que el fraude fiscal por la propiedad se situaba entre el 50% y el 80% porque las grandes haciendas no pagaban nada. Un tercio de los impuestos cobrados se lo quedaban los agentes encargados de recaudarlos. Así que, en efecto, España tiene amplios antecedentes de corrupción política. “Todo está podrido en España menos el corazón de la gente pobre”, dejó escrito el historiador británico Napier.
Una fugaz mirada retrospectiva al franquismo nos devuelve al predominio absoluto de las viejas clases dominantes asociadas a las oligarquías financieras e industriales que suplían la debilidad estructural del capitalismo español con las ventajas que les ofrecía el paraguas del régimen. El “enemigo público número uno” era el robagallinas, primero, y atracador, después, Eleuterio Sánchez, El Lute, en un tiempo en el que los maleantes de cuello blanco, con y sin crucifijo, campaban por sus fueros. La democracia no supo atajar estas sucias prácticas y la infección silenciosa de la corrupción ha hecho metástasis en el sistema hasta el punto de que no hay partido de derechas o de izquierdas, nacionalista o no nacionalista, a salvo de la gangrena. Más que en la ideología, la diferencia en el grado y la extensión hay que buscarla en el mayor o menor control del ámbito institucional ejercido por cada sigla y en las probabilidades de impunidad.
ANTOLOGÍA DE GRANDES ESCÁNDALOS
Caso Naseiro, la senda del tesorero. La trama corrupta en torno al tesorero del Partido Popular Rosendo Naseiro quedó impune en los noventa a pesar de las evidencias. El juez apreció irregularidades en la investigación.
Filesa, financiación ilegal del psoe. El Tribunal Supremo condenó a ocho responsables de crear un conglomerado de empresas que recaudó fondos ilegales para las campañas del PSOE en las elecciones generales y europeas de 1989
Juan Guerra, se disparan las alarmas. El procesamiento por tráfico de influencias de Juan Guerra (derecha), hermano del vicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, sacudió la vida pública de los ochenta.
Mario Conde, el ángel caído. El Banco de España intervino Banesto, presidido entonces por Mario Conde, el 28 de diciembre de 1993. El proceso terminó con penas de cárcel para los principales responsables de gestionar la entidad bancaria.
Marbella, el estigma interminable. Caso Malaya. Caso Marbella. Caso Camisetas. Caso Atlético. Un rosario de causas e implicados, como el empresario José María del Nido y los exalcaldes Julián Muñoz y Jesús Gil (de izquierda a derecha).
Gürtel, el bigotes y compañía. El caso lleva el nombre del cabecilla de la trama, Francisco Correa, traducido al alemán. Correa creó un entramado y aprovechó sus relaciones con el PP para enriquecerse.
Caso Palau, el rastro de convergència. El desvío de fondos del Palau de la Música, presidido por Félix Millet, acechó a Convergència Democràtica de Catalunya (CDC).
Caso Nóos, Urdangarin y familia. El juicio por el caso Nóos, que arrancó el pasado 11 de enero, encausa a 18 imputados en la trama con la que Iñaki Urdangarin y su socio Diego Torres lograron casi seis millones de euros de dinero público
ERE y fraude, desfalco en Andalucía. El mayor caso de corrupción en Andalucía desveló una red de fraudes con las subvenciones al desempleo. Arriba, el principal acusado, Francisco Javier Guerrero, exdirector de Trabajo de la Junta.
Caso Bárcenas, la caja B del PP. Luis Bárcenas encabeza la causa derivada del caso Gürtel sobre la existencia de una caja B en el PP controlada por los extesoreros Álvaro Lapuerta y el mismo Bárcenas.
Al socorrido argumento de que la joven y frágil democracia española necesitaba reforzar financieramente a sus partidos políticos para contrarrestar la débil afiliación y la proverbial inhibición de la sociedad en la cosa pública, heredada del franquismo, se le sumó, particularmente en los periodos de bonanza económica, la teoría exculpatoria de que un poco de corrupción viene bien al sistema porque permite engrasar sus estructuras. Ungidos por la legitimidad del voto, los partidos juzgaron pecado venial procurarse una financiación paralela a la legal, y sin que se conozca fecha ni lugar suscribieron implícitamente un pacto de silencio cómplice que ha seguido vigente hasta nuestros días, excepción hecha del accidental calentón enseguida sofocado: “Tienen un problema y se llama 3%”, que el entonces presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, lanzó a CiU. Por mucho que siete no sea lo mismo que setenta, la corrupción ata a unos y otros en el secreto y el temor compartidos a quedar en evidencia ante la opinión pública.
Aunque la casuística es muy variada, lo que empezó como una manera de recaudar dinero para las campañas electorales –en el caso Filesa, uno de los primeros escándalos del PSOE, no se detectó lucro personal–, fue derivando en un sistema en el que la búsqueda del beneficio individual desempeña un papel determinante. Eso ha quedado de manifiesto en los sumarios abiertos por la trama Gürtel, la actuación de Luis Bárcenas y el fraude de los ERE en Andalucía. La captación de “empresas amigas” dispuestas a hacer generosas “donaciones” a cambio de recalificaciones de suelo, adjudicación de contratos públicos o subvenciones viene ahora de la mano de turbios personajes que practican el maridaje entre negocio y política.
“Tenemos 11 jueces por cada 100.000 habitantes; en la UE son 21”
El procesamiento por tráfico de influencias de Juan Guerra, hermano del entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, fue una hoguera que activó algunas alarmas a finales de los ochenta, pero el aldabonazo más notorio de que la corrupción había alcanzado el tuétano político vino con este mensaje confidencial: “Estoy en la política para forrarme”, que el dirigente del PP y presidente de la Diputación de Valencia Vicente Sanz transmitió en una conversación telefónica registrada por la policía. Las investigaciones pusieron al descubierto una trama corrupta organizada en torno al tesorero del PP Rosendo Naseiro, que quedó impune porque, aunque las evidencias eran abrumadoras, el juez apreció irregularidades formales en la investigación.
En aquel tiempo, todavía cabía confiar en la capacidad de rectificación de las formaciones políticas, pero la realidad vino enseguida a demostrar que los propósitos de enmienda enunciados no podrían detener la infestación. Tampoco el hundimiento en las arenas movedizas de la corrupción del último Gobierno de Felipe González en 1996 supuso el esperado punto de inflexión general. Los partidos siguieron con sus hábitos de negar la mayor y blindar a los suyos frente a la justicia. No hubo escarmiento suficiente ni vacuna porque el pulpo de la corrupción había encontrado también abrigo en las organizaciones territoriales autonómicas y municipales y podía mover sus tentáculos con relativa impunidad. La colonización política de las administraciones e instituciones públicas permitía soslayar o desmontar los controles, mientras el electorado, entretenido en el juego del “tú más”, se mostraba bien dispuesto a seguir votando a los corruptos abrigados con las siglas en las candidaturas de listas cerradas. El tiempo medio que los jueces tardan en dictar sentencia en los macroprocesos es de 10 años. La justicia lentísima del tarde, mal y nunca parecía entonces una amenaza lejana, improbable y en última instancia, siempre cabía confiar, con fundamento probado, en el indulto gubernamental. Entre 2000 y 2012 ha habido 132 indultos a políticos condenados por casos de corrupción.
Desde los años noventa, nuestro país ha ofrecido un vertiginoso carrusel de escándalos de corrupción y una interminable galería de personajes, Jordi Pujol, Ruiz Mateos, Luis Roldán, Jesús Gil, Javier de la Rosa, Gabriel Urralburu, Mario Conde, Carlos Fabra, Francisco Correa, Jaume Matas, Iñaki Urdangarin, Félix Millet, Francisco Granados, Francisco Javier Guerrero, Luis Bárcenas…, en los que el rostro curtido de la sinvergonzonería aparece adobado en soberbia y maquillado con fingida indignación. España es un país en el que los delincuentes salen por la televisión a denunciar con desenvoltura que son objeto de una persecución intolerable y a amenazar a quienes los señalan. En ocasiones, aporta noticias ante las que hay que restregarse los ojos: “Luis Bárcenas sale de prisión con un permiso para esquiar en Baqueira”, “Mensaje de Rajoy a Bárcenas: ‘Aguanta, Luis’, ‘sé fuerte”.
Muchos juristas siguen viendo en la actitud de jueces y fiscales restos de la antigua servidumbre debida a las clases acomodadas en el franquismo. “En España, los tribunales siempre han sido demasiado fuertes con los débiles y demasiado débiles con los fuertes”, indica un antiguo fiscal que recita de corrido casos en los que potentados de la banca y de la gran empresa como Emilio Botín o César Alierta quedaron libres de condena gracias a las modificaciones de los criterios procesales aplicados hasta ese momento o a la habilidosa utilización de los plazos y los recursos. “El voto del ciudadano corriente vale tanto en las urnas como el de un gran financiero, pero a partir de ahí los poderosos ejercen regularmente su influencia en los estamentos de poder”, afirma el fiscal.
En el escaparate de la opinión pública apenas figuran los grupos de intereses que practican la corrupción legalizada o la “captura del Estado”, pese a que existen numerosas huellas de su actividad, desde luego en la política urbanística pero también en los sectores bancario, energético, sanitario y de las telecomunicaciones. “Estos grupos son capaces de comprar regulaciones e incluso leyes a cambio de financiar generosamente al partido en el Gobierno”, asegura Manuel Villoria, cofundador de Transparencia Internacional España. El caso ITV en el que está implicado Oriol Pujol Ferrusola sería una prueba de cómo se puede sobornar a un político y conseguir que su grupo parlamentario apruebe en bloque una regulación objetivamente lesiva para el ciudadano y la libre competencia. Manuel Villoria echa en falta en las leyes aprobadas recientemente una adecuada regulación de los lobbies.
La politización de las altas instancias judiciales –“ese magistrado del Constitucional ha sido desleal. Le pusimos nosotros y, sin embargo, ha votado contra nuestra posición en lo referente al Estatuto catalán”, se indignaba un alto dirigente socialista– ha instalado la sombra de la sospecha en la cúpula de la Judicatura y la Fiscalía. ¿La actitud de la Fiscalía en el caso de la infanta Cristina se corresponde escrupulosamente con lo reglamentario? “No hay corrupción judicial en España más allá de unos pocos casos aislados. Los tribunales son verdaderamente independientes, y los fiscales, profesionales y poderosos. Le aseguro que el poder político no frena al fiscal y que cuando el procedimiento se pone en marcha no lo para nadie. Lo que sí tenemos es una justicia muy lenta, que casi es lo peor que se puede decir”, sostiene Alejandro Luzón, el fiscal que ha investigado muchos de los grandes escándalos. “Nuestras debilidades legislativas y administrativas son graves, pero esos fallos están identificados y se resuelven con prevención, transparencia, incompatibilidades en los cargos públicos y educación ciudadana. Hay motivos para ser optimistas porque se ha avanzado mucho en la lucha contra la corrupción. Descontada la corrupción política vinculada a los partidos, no somos, en absoluto, un país corrupto”, subraya Luzón.
El alcance de la corrupción en España queda sujeto a discusión, pero a tenor de las encuestas y estudios no puede decirse que la sociedad española sea corrupta. “Lo que tenemos es, sobre todo, alta corrupción: la sensación de que las empresas deben pagar a los políticos o a sus partidos para obtener contratos o beneficios públicos. Es una corrupción tan intensa como poco extensa”, indica Víctor Lapuente, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford e investigador del Instituto de Calidad de la Universidad de Gotemburgo (Suecia). “Aquí no hay riesgo de que la policía te pare y te pida dinero o que tengas que sobornar para recibir asistencia médica. De hecho, la corrupción entre nuestros funcionarios es de las más bajas del mundo. Lo nuestro es un serio problema de corrupción política a causa de los graves defectos institucionales y de los nombramientos de libre designación para los puestos de funcionarios”, abunda Manuel Villoria.
La sociedad española no tiene más inclinación por la corrupción que cualquier otra, pero ha sido moldeada en el doble rasero que se procuran las élites, en el nada ejemplarizante comportamiento de los partidos políticos, la institución juzgada más corrupta en las encuestas, y en la atmósfera de relativa impunidad reinante en estas décadas. ¿Cabe indignarse desde la esfera política del impago del IVA en la factura del fontanero si los políticos practican la mordida a las empresas y la contabilidad B? El atavismo de la pobre legitimación del Estado y de la secular desconfianza española en las instituciones contribuye también a explicar la mayor condescendencia general respecto a la economía sumergida y la permisividad ante el impago de impuestos.
Lo curioso del caso español es que esa permisividad convive en un mismo bagaje cultural con el rechazo beligerante y masivo a la corrupción política. Como se ha visto en los casos de Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón, esa doble moral alcanza también a figuras políticas de partidos emergentes y permite predicar contra la corrupción al tiempo que se intenta estafar a Hacienda o se disfruta de un beca indebida; todo con naturalidad, sin autocrítica ni mayor penalización social. Y, sin embargo, el estudio llevado a cabo por los profesores Prieto, Sanzo y Suárez en 2006 ya mostró que los votantes de los dos principales partidos rechazaban de forma rotunda los fraudes para acceder de forma ilegal a las prestaciones públicas.
“No se debe olvidar el idealismo de los españoles en lo tocante a las cuestiones políticas, así como su aguda susceptibilidad respecto a la injusticia. No hay pueblo que sea más severo que el español en sus juicios sobre estas cuestiones. El favoritismo y la aceptación de comisiones resultan a sus ojos un verdadero desfalco. Los españoles en conjunto no son justos ni imparciales, pero son honestos. Por mi parte, tiendo a pensar que si en Inglaterra estuviéramos expuestos a tal número de tentaciones de deshonestidad como se está en España, no saldríamos tan bien parados como ellos”. Lo escribió Gerald Brenan en 1962.
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