Para Tarantino la estrella es... ¡Morricone!
El compositor italiano Ennio Morricone firma la banda sonora de la nueva película de Quentin Tarantino, 'Los odiosos ocho'
Más allá del escaso tirón que Kurt Russell o Jennifer Jason Leigh, estrellas medianas en el Hollywood carnívoro de nuestros días, puedan aportar. Aparte de la intriga, el gafe si lo prefieren, las malas jugadas –nunca convenientemente ponderadas o debidamente aclaradas sobre pirateos en la Red– en medio del parto que está sufriendo Los odiosos ocho, Quentin Tarantino ha contado con una baza especial para la promoción de su nueva película. La finalmente anhelada y pacífica alianza, tras pasadas colaboraciones tormentosas del director, con un clásico vivo: Ennio Morricone.
No es nuevo. Tarantino había vampirizado al compositor en varias ocasiones para sus bandas sonoras. Algunas veces, con gran cabreo del romano, que tiene mal genio, además de 87 años. Lo hizo en Kill Bill y en Malditos bastardos, con una extraordinaria visión que hacía volar desde los títulos de crédito a ese fascinante western con villanos nazis políglotas. Pero la paciencia del músico quedó rebasada a raíz de Django desencadenado. Fue cuando, en medio de esta brillante vuelta de tuerca al género del Oeste, con la base de la brutalidad esclavista como fondo adaptada al estilo Tarantino en un maridaje de vino hondo y carne sangrante, Morricone deploró públicamente el uso, “caprichoso” según él, que el director había hecho de algún tema. “Nunca volveré a trabajar con él”, declaró en un ataque de ira. Pero, temperamental como es él, la tormenta pasó.
La suya es una alianza natural. Tarantino lo sabe y por eso quiso firmar la paz, acercándose a Roma y pidiéndole más. Ennio torció el gesto, pero agradeció el detalle un tanto alentado por su esposa, Maria. Cuando ella leyó el guion de The Hateful Eight (literal y, por tanto, pobremente traducido en España como Los odiosos ocho), quedó sobrecogida. “Yo pensé que podía ser una película brillante, pero ella me superó: ‘Es más’, me dijo. Una obra maestra”.
Después apareció la nieve. La nieve como un elemento lento, abstracto, nítido en su poder de premonición, pero contundente en su dialéctica estética, como para convencer al viejo Morricone de que merecía la pena extraer del guion unas notas dignas para la reconciliación. Eso sí, siempre que el cineasta no las utilizara como un elemento más de su afición a los pastiches: motor creativo primordial y vigoroso para sus bandas sonoras.
La reconciliación se hace pública en Londres. Pero no en un lugar cualquiera, sino entre las paredes del Estudio Tres de Abbey Road. Tiene lugar al compás de un fagot. No hablamos de cualquier espacio. Es donde John Williams grabó la banda sonora de Star Wars o Howard Shore la de El señor de los anillos. El sótano con váter compartido junto al Estudio Dos, donde The Beatles se encerraron durante años para revolucionar la música universal. El mismo sitio en el que Herbert von Karajan y Maria Callas dejaron para la historia gran parte de su legado en grabaciones.
Hablamos de un templo con aspecto de casita de clase media con dos pisos donde han hecho parada y fonda grupos como Pink Floyd para sacar adelante joyas como The Dark Side of the Moon. O The Rolling Stones, Queen, Oasis, U2, Michael Jackson, Radiohead… Donde Daniel Barenboim y Jacqueline du Pré grabaron en memoria de Edward Elgar, que inauguró los estudios en 1931, su concierto para chelo y orquesta.
No se trata de un espacio cualquiera. Sino de una meca digna de peregrinaje diario, con turistas que se hacen fotos en el paso de cebra de la carretera que atravesaron The Beatles para la portada del disco que bautizaron con el nombre de la calle. Un lugar en el que, al bajar las escaleras, te mareas rodeado de retratos conmemorativos y en el que se te pueden congelar las manos si caes en la cuenta de que en el mismo urinario se aliviaron Lennon y McCartney.
Parece, pues, un día cualquiera en ese almacén de mitos. Mientras en el Estudio Dos el guitarrista montenegrino Milos presenta un disco de homenaje a los de Liverpool, también recorren los pasillos músicos de la orquesta dirigida por Morricone, quien, atento y sentado, alza su batuta con Tarantino delante para que este disfrute de la música compuesta para él.
Con la misma naturalidad con la que las leyendas se han comido dentro tantos sándwiches y han bebido litros de té, Morricone y Tarantino van a lo suyo. Cerrar heridas y dejar constancia en un evento de esta colaboración que según el músico, motivado y sin intención de retirarse después de haber firmado ya más de 500 películas, continuará. “Él lo sabe, ya se lo he dicho, volveremos a trabajar juntos”.
Hasta ahora, el método ha sido sencillo. “Leí el guion, hablé con él y ya”. ¿Tan simple? Una pista más: “Me dijo: ‘Piensa en la nieve”. Y en eso se centró. “Es un elemento lento, que sugiere tantas cosas, que cae como deteniendo el tiempo. Por tanto, la principal es una pieza con dinámicas tranquilas”.
En una primera escucha, la pieza parece beber del wagnerianismo unido a los secretos de la naturaleza oscura que se dan en La valquiria, entremezclados con el movimiento de un lejano bolero de Ravel. Posee hondura y misterio. Aunque Morricone temía caer en el aburrimiento: “La nieve es un elemento que te puede tender esa trampa. Ya he escrito antes inspirado en ella”. Pero el riesgo no le amilanó y exploró todas las posibilidades que encerraba el guion: “Los caballos, cuando galopan sobre las llanuras nevadas, lo hacen con cierto cuidado, con cierto rubor. Este es un filme que explora una curiosa belleza. La pérdida, la derrota”.
No le prometió nada. Cuando Tarantino apareció con la propuesta en su casa de Roma, Morricone andaba liado en mitad de urgentes compromisos. Pero el director no perdió la esperanza pese a las desavenencias previas. “Me dijo que podía trabajar sobre un tema…”. “¿Cuál?”, preguntó el cineasta. “La diligencia moviéndose en mitad del paisaje de invierno… Anuncia sin palabras, inconscientemente, una violencia que se avecina. Es una visión fantasmal, lo sé, pero una visión”. Tarantino quedó más que satisfecho por la idea. “¡Vale!”.
Ese primer rapto de inspiración dio para 10 minutos. “Pero parece que le cogió gusto y esos 10 minutos pasaron a 16, después a 22 y finalmente a 32…”, comenta Tarantino. Los coqueteos y desavenencias previas habían labrado una senda que en Los odiosos ocho, cuya banda sonora ha publicado Decca, desembocaría en una colaboración seria y respetuosa entre ambos. “No ha hecho música de spaghetti western, eso me lo dejó claro desde el principio. Pero sabía que respondería al drama de la historia”, comenta el director.
Había llegado el momento también de concebir para su película una obra específica que aportara vuelo al conflicto. El de un viaje invernal e infernal, con un cazarrecompensas y una mujer acusada de un crimen por medio. “No cambiaría lo que he hecho antes, pero esta vez sentí un susurro previo que me decía: debe tener su propia música, nada prestado, como en las demás. Necesita su propio sonido, su personalidad. Ningún pastiche, una banda que nos guíe a través del todo. Y es lo que Ennio me ha regalado. Una música que apoya el drama y el estado emocional de los personajes hasta el final”.
Y una sutil concepción de la violencia, tema que Morricone ha explorado hasta la saciedad en múltiples visiones. “Hay diversas formas de abordarla. De manera directa, subrayándola. Con una intención más sutil. Y con piedad. Esta es la manera en que creo que Tarantino la ha descrito, siempre poniéndose al lado de quienes la sufren, de las víctimas, de los más débiles”.
Eso que, en otras ocasiones, como espectador, Morricone ha tenido sus reservas a la hora de juzgarlo. “Me parecía demasiado sangriento”. Fue la crítica que vertió sin reservas por Django desencadenado. Públicamente. Una nueva aproximación, más conmiserativa al abuso y el sufrimiento físico es lo que le ha llevado a replantearse su relación con Tarantino. Y un escrupuloso respeto, mostrado por el director, hacia la autonomía de su trabajo.
La creación de bandas sonoras supone a menudo para los músicos un trabajo subsidiario que no llevan bien. En el caso de Morricone, esta cierta segunda línea ha sido ya superada por bandas sonoras que se han perpetuado en ocasiones por encima de las películas a las que sirvieron de fondo. Su talento consiguió despegar la propia música de la obra para la que fue concebida.
El maestro ha reflexionado mucho sobre el papel de su arte en el cine. Reclama una autonomía propia, pero necesita la conformidad del director. En su nómina figuran Sergio Leone, Bertolucci, Brian De Palma, Tornatore, Tarantino, Almodóvar… Tres generaciones de absolutos creadores internacionales han utilizado sus diafragmas en torno a los sonidos de Morricone.
El maestro, aun así, se mueve entre la esquizofrenia que le provocan al tiempo la aprobación y la autonomía. “No he visto la película. Trabajo sobre componentes abstractos. De algunos directores no me hace falta asistir a ningún pase de las películas. El peligro para ellos es que lo que ruedan puede cambiar. Con hablar me basta. Busco que mi aportación pueda sobrevivir autónomamente”.
Resulta algo que ha intensificado con los años. “¿Por qué la música de Mozart, Bach, Mahler funciona si la metes en cualquier película? Porque posee su propia autonomía, independiente a todo. ¿No debería plantearme yo, como compositor, la creación de mis obras para películas como si fuera algo que ya existiera antes?”, se pregunta Morricone.
Hay directores que utilizan la música de manera depredadora no solo en películas mediocres. También en las buenas Ennio Morricone
La música representa un elemento en sí mismo. “Funciona si es buena y ya está. Se puede unir a cualquier realidad, pero no supone la realidad misma, sino un imaginario aparte. Posee una función complementaria a cada cinta y puede justificar la obra como un todo, pero de manera independiente. Representa esa abstracción de lo que no se dice y no se ve en el filme. Y así debe funcionar”.
En la historia del cine, Morricone podría hacer una larga lista de buenas películas que no necesitan música. Pero cuando ésta se encarga, no puede ser utilizada por parte de los directores como un abuso sobre la materia que cuentan. “Algunos la utilizan de manera depredadora, figurándose que el público va a caer en las trampas que las composiciones ofrecen. Existen metrajes mediocres que utilizan eso, pero también ocurre con las buenas. Muchas veces. Lo sufro a menudo. Me molesta. Y se debe a una mezcla de incompetencia e insensibilidad que nos aturde. Nuestro cerebro no está preparado para recibir tantas señales al tiempo”. Por eso insiste en ocupar ese espacio dentro de los títulos que alude a lo que no se ve y no se dice. “Instalarse sobre todo en ese lugar y cumplir nuestra función. Música y diálogo, ya se estorban. Música, diálogo y un tren que irrumpe, no se sostienen. Es imposible. La melodía sufre, pero la historia, mucho más”.
Queda pues arrojarse en manos de un criterio ajeno. Morricone se muestra por fin satisfecho con Tarantino en este aspecto. Cree que ha madurado. “Ha puesto en práctica conmigo lo que no muchos hacen: darme toda la libertad. Cuando los directores me proponen eso, generalmente genera resultados, en mi caso”. Aunque con temor, por su parte: “Corres grandes riesgos. Hay veces que eso representa una responsabilidad que no deseo. Y directores que después de no haber entendido bien lo que hice para ellos, con los años, lo han aceptado”.
La siempre tensa relación entre músico y cineasta le ha servido para alguna venganza. Con Sergio Leone, por ejemplo. Con quien no solo exploró o inventó un lenguaje en simbiosis infinitamente imitado, como el del spaghetti western, sino que hizo volar el cine negro unido a la épica del drama en otras bandas sonoras memorables como Érase una vez en América.
Hay cosas que ocurren solo una vez en la vida. Trabajar con mi compositor favorito, al que descubrí con 12 años, es único Quentin Tarantino
En alguna de sus películas, Morricone echó mano de una antigua canción para televisión tras una pequeña riña y se la coló de rondón con algún arreglo. Leone pensó que era original y tragó. Años después, el músico se lo confesó. Leone lo aceptó como lección y le propuso repetirlo en esa línea: “¿Por qué no buscamos cosas antiguas tuyas y las volvemos a usar?”.
No ha sido el caso esta vez con Tarantino. No porque aborrezca la idea, sino porque ya lo ha hecho antes. En Malditos bastardos, una de las cintas que más le gustan a su socio musical, introdujo de forma más que efectiva la versión western de Para Elisa, de Beethoven, que Morricone utilizó en El halcón y la presa, además de Un amico y el tema Rabbia e tarantella, entre otros, por hablar de lo que más le ha gustado de sus pasadas colaboraciones.
La próxima se dará. No solo el cielo lo sabe. Morricone también, y así lo anuncia, con el ímpetu de un chaval incluso ansioso, aunque sin entrar en ninguna competición para ver, asegura, “quién se echa más flores encima”. Tarantino no le será infiel, con toda seguridad, escarbando entre sus vinilos. “Trabajar con mi compositor favorito, al que descubrí gracias a que mi madre era la mayor fan de Clint Eastwood cuando apenas contaba 12 años y vi El bueno, el feo y el malo o Por un puñado de dólares; que este haya creado unas piezas para mí, con el cuidado que lo ha hecho, y haber programado este encuentro para grabarlo en Abbey Road, quizá es más excitante que el propio estreno de la película. He estado en muchos antes, pero no en un acontecimiento similar a este, junto a Ennio. Cosas así solo ocurren una vez en la vida”.
elpaissemanal@elpais.es
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