Cenicienta existe y debe de haber muchas
Sara M.R. consiguió huir del infierno al que la sometía su familia. Ahora la joven marroquí quiere que su historia sirva de ejemplo para otros jóvenes que sufren vejaciones
Sara M. R. tiene 22 años y nació en Larache, Marruecos. Su madre, casada y con hijos, trabajaba en España; en un viaje a su tierra se embarazó de otro marroquí, también casado. O sea que, desde que nació, Sara fue una deshonra para la familia, una criatura odiada por todos. La madre dio a luz en Marruecos, dejó al bebé con un matrimonio y regresó a España. Sara vivió con esa gente durante seis años; trabajaba como sirvienta y le pegaban. Un día apareció una mujer que le dijo que era su madre. Le compró un pijama rojo del que Sara aún se acuerda con emoción y se la llevó a casa de los abuelos maternos en la ciudad de Alcazarquivir. Cuando Sara abrió los ojos a la mañana siguiente, estaba sola. La madre había regresado a España sin despedirse.
La niña se levantó y fue hasta el comedor. Estaba lleno de gente que ella no conocía. Sólo tenía siete años y tuvo miedo: cogió su pijama rojo y salió corriendo de la casa. Uno de los hermanos de la madre estaba pelando una naranja y salió detrás de ella con el cuchillo en la mano. Cuando la alcanzó, se lo clavó a la niña en la cintura. No debió de ser muy grave, aunque aún conserva la cicatriz; por supuesto, no la llevaron al médico. Pero lo peor fue que Sara, en su angustia, dijo: “Cuando llame mi madre se lo contaré todo”. Entonces, para impedir que hablara, el tío la sujetó, le abrió la boca a la fuerza y la abuela le cortó la campanilla con unas tijeras. Resulta difícil de creer tanta brutalidad, y, sin embargo, la historia de las mujeres está llena de atrocidades semejantes: adolescentes desfiguradas con ácido o quemadas vivas por la suegra. No sé si los verdugos creyeron que al cortarle la úvula no podría hablar; en realidad, eso no afecta apenas la dicción. Pero consiguieron su objetivo: aterrorizada, la niña se calló y sus familiares no volvieron a escucharle una sola palabra. Pensaban que era muda.
La joven no fue al colegio hasta los 12 años. Dormía en la cocina y trabajaba de sirvienta. Tampoco le daban de desayunar
Pasó cinco años más viviendo en ese infierno. Por supuesto, nunca fue al colegio; dormía en la cocina y limpiaba todo el día; a veces, para castigarla, la abuela calentaba un cuchillo en el fuego y se lo aplicaba en la palma de la mano. Tenía 12 años cuando apareció el padre y se la llevó a España con su mujer y sus otros tres hijos. Vivían en un pueblo de Girona y allí fue la primera vez que Sara asistió a clase: sin duda la enviaron porque era ilegal no hacerlo. No sabía leer ni escribir, no sabía español. Seguía durmiendo en la cocina y trabajando de sirvienta. La madre preparaba bocadillos para los tres hijos, pero no para ella; en realidad tampoco le daban de desayunar. La profesora llamaba a menudo para protestar porque Sara había llegado en ayunas, o porque no tenía cuadernos ni lápices (no le compraban material escolar). Pero, cada vez que telefoneaba, en casa le pegaban. En una de las palizas, el padre le desencajó la mandíbula de un puñetazo. Todavía hace chasquidos cuando come.
Un año después la madre se la llevó a vivir a Mataró con ella y sus hermanos. Y, aunque parezca imposible, la cosa empeoró. Sara tenía que andar con la mirada baja; controlaban todos sus movimientos y la madre la golpeaba sin cesar con la goma del butano. “Para entonces yo era ya más grande que ella, me hubiera podido defender, pero, como siempre me han pegado, no tengo coraje”, dice Sara, equivocadamente, porque es una de las personas más valientes que conozco. La encerraban en casa bajo llave y la niña estaba convencida de que acabarían matándola. Se intentó escapar dos veces y la atraparon. Tras la segunda fuga la paliza fue tan brutal que se le puso todo el cuerpo morado. Consiguió huir y llegar a una comisaría. Cuando vieron su estado, detuvieron a la madre y al hermano y ella fue internada en un centro de menores de Tarragona. Tenía 14 años.
Cuando los agentes vieron su estado, detuvieron a la madre y al hermano.
No fue fácil, pero pudo irse reconstruyendo poco a poco. Una familia la acogió durante un año; una mujer mayor, Aurora, le dio cariño; una psicóloga le ayudó a ponerse en pie. Ahora es capaz de contar esta tremenda historia sin llorar. No ha terminado la ESO, pero se expresa de maravilla, tiene una inteligencia vivísima, una voluntad de hierro, un corazón de oro. Reside en Barcelona y trabaja de dependienta en una tienda de ropa en donde es muy apreciada. Vive en pareja desde hace dos años y, “como tengo mucho amor que dar”, han adoptado a una podenca y una galga maltratadas: “No quiero tener hijos por miedo a ser como mis padres” (seguro que jamás lo serías, hermosa Sara). Se ha puesto en contacto conmigo porque quiere que su historia sirva de ejemplo para los chicos del centro de menores, a los que ve muy perdidos: “Pero yo soy la prueba de que se puede salir”. Quiere contarlo, en fin, para poder darle un sentido al sufrimiento. Ahora Sara está contenta: “A veces tengo pesadillas, pero las dificultades normales me parecen una tontería. Lo que es un mal día para cualquier persona, para mí es superguay”. Para alguien que ha estado en el infierno, la vida cotidiana es la abundancia.
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