La hucha de los tres candados
"Ahorrar es mejor que pedir prestado" es la máxima que rige pequeñas cooperativas de campesinos que plantan cara al sistema financiero de los microcréditos en el país asiático
No importa que ninguno de los asistentes a la reunión tenga un reloj, ni que el sol sea una inclemente bola de fuego. A las doce en punto del mediodía, a la sombra de un árbol incapaz de mitigar los 35 grados de temperatura ambiente, no falta nadie. Es un grupo heterogéneo, compuesto por medio centenar de hombres y de mujeres de edades muy diferentes. Pero comparten varios elementos: son todos vecinos del remoto distrito de Bandarban, en la montañosa región bangladeshí de los Chittagong Hill Tracts, viven de la agricultura, y han dado la espalda al sistema financiero. Ni siquiera quieren oír hablar de microcréditos.
En el encuentro se respira cierto aire de solemnidad, y no es para menos. Los asistentes se han reunido para administrar los ahorros y las ganancias de una de las comunidades más pobres del país, que, a su vez, es uno de los estados con menor renta per cápita del mundo. Sin embargo, los desheredados de la globalización han decidido acabar con su resignación, y buscan la forma de impulsar el desarrollo económico de su entorno sin necesidad de endeudarse. La fórmula que han diseñado para lograrlo, nacida con la asistencia de la ONG española AIDA, se llama Asociación de Ahorro y Crédito de los Poblados. Y aseguran que funciona.
Juntos, los residentes de diferentes poblados de la región han creado sus particulares cajas de ahorros. Lo son, además, en el sentido más literal de la palabra, porque se trata de huchas de metal cerradas con tres candados cuyas llaves guardan con celo otras tantas personas elegidas en asambleas como esta. La idea es poner en práctica una importante máxima: "la unión hace la fuerza". Los miembros de esta peculiar entidad financiera cooperativa ahorran en grupo para crear un fondo con el que luego harán frente a catástrofes naturales o concederán créditos a quienes lo necesiten.
Entre las ventajas que tiene el sistema destaca que los beneficios de estos sencillos productos financieros revierten en la propia comunidad. Claro que no son grandes sumas, porque aquí no hay posibilidad de enfangarse en subprimes ni de invertir en complicados fondos de inversión cuyo funcionamiento nadie comprende. De hecho, la mayoría de sus accionistas no sabe siquiera leer o escribir. Así que el funcionamiento del sistema es sencillo a la fuerza. Todo ha de ser comprensible sin tener que leer una sola letra.
Los campesinos cuentan con un carné que los identifica como miembros de una asociación en concreto, y disponen de unas sencillas libretas de ahorro en las que se apunta cada ingreso y se firma con la huella dactilar. Para hacer todo más comprensible, las aportaciones a la hucha se hacen en múltiplos de una cantidad fija (generalmente 10 o 20 takas, entre 12 y 25 céntimos de euro) a la que llaman acción y que otorga un sello con forma de flecha en la libreta. Así, no hay más que contar el número de flechas para conocer el capital invertido.
Las cartillas únicamente pueden sellarse cuando la comunidad está reunida frente a la hucha de los tres candados, siempre a la luz del día, de forma que no haya ni trampa ni cartón. “La transparencia y la confianza en el sistema son clave para que funcione correctamente”, comenta uno de los tres guardianes de la hucha. De hecho, es esa desconfianza en los bancos, incluso en los que cuentan con productos para la población más desfavorecida, lo que hace que muchos prefieran correr el riesgo de vivir sin ningún tipo de apoyo financiero, algo que lastra sus posibilidades de aumentar su bienestar. “Este sistema, sin embargo, permite que nos ayudemos los unos a los otros con un modelo muy justo y transparente”.
Los beneficios de estos sencillos productos financieros revierten en la propia comunidad
De hecho, los cargos que se aplicarán a los préstamos y los intereses con los que se han de devolver, con un tope del 5%, se establecen en asambleas extraordinarias, celebradas una vez al año. El pago del préstamo se debe completar en un máximo de tres meses, y los accionistas se reparten las ganancias del fondo al final de cada año. La experiencia es tan positiva que en torno al 85% de quienes participan, ya sea como ahorradores o como clientes, repite. Obviamente, ni los ingresos ni los créditos —que, además, están restringidos a tres veces el capital aportado por el solicitante— suponen un gran volumen de capital en términos absolutos, pero los propios agricultores reconocen que pueden marcar la diferencia.
“Tanto quienes ponemos dinero y recibimos unos intereses, como quienes lo toman prestado y pueden pagarlo con ventajas sobre las entidades financieras normales, estamos muy contentos con el funcionamiento de esta comunidad”, asegura Mea Seprue, miembro de la asociación del poblado de Golap. “Hasta ahora nuestra vida dependía exclusivamente de la naturaleza, y el cambio climático ha hecho que el tiempo cada vez sea más difícil de prever. Eso provoca que muchas veces la cosecha se pierda por completo o sea mala. La asociación no solo nos ofrece un colchón económico en esa situación, porque las reuniones que celebramos sirven también para intercambiar opiniones y conocimiento para paliar los efectos negativos del clima”.
Aunque la crisis del arroz ha llevado los precios de los alimentos a niveles históricos en los últimos años, quienes los producen nunca son los que más se lucran. Los beneficios quedan en manos de brokers que no han tocado jamás un saco de cereal, pero que disfrutan de una vida de opulencia gracias a los tejemanejes que se traen en el mercado de futuros. Allí se juega con el alimento básico de cientos de millones de personas. Mientras tanto, quienes trabajan el campo arriesgan incluso la subsistencia. Porque basta una mala cosecha para que pasen hambre, y una buena solo consigue que caigan por los suelos los precios que les pagan. De cualquier forma, el campesino se ve inmerso en un círculo vicioso que le impide ahorrar y realizar inversiones, por pequeñas que sean. Y si piden prestado, pueden pagar muy cara su osadía.
Según Abul Kalam, coordinador del proyecto de seguridad alimentaria implementado por las organizaciones locales Tarango y BNKS, “estas pequeñas organizaciones vecinales no solo son efectivas para mitigar crisis económicas o catástrofes naturales, a través del fondo de emergencia que crea cada comunidad, sino que también promueven conceptos como la democracia o el trabajo en equipo”. Al fin y al cabo, las personas encargadas de custodiar las llaves, así como una cuarta que guarda la hucha, son elegidas en asamblea. Y, para evitar que tengan un poder excesivo, su reelección está prohibida y tienen vetado acceder al comité gestor de cada agrupación, formado por cinco personas elegidas también en una votación.
En el distrito de Bandarban ya se ha fundado un centenar de estas organizaciones, y su ejemplo ha comenzado a cundir en otras regiones de Bangladesh e incluso se ha extendido a otros países del subcontinente indio. Muchos consideran que este modelo es una importante ayuda al mundo agrícola en un momento de triple crisis: la económica, la alimentaria, y la que provocan los incontrolables elementos de la naturaleza. Tanto en Nepal como en India, algunas de las comunidades más discriminadas han puesto en marcha proyectos similares, que, además, tienen otro elemento positivo en común: las mujeres juegan un papel protagonista.
La experiencia es tan positiva que en torno al 85% de quienes participan, repite
En Bangladesh, en torno al 75% de todos los participantes en las asociaciones financieras de Bandarban son mujeres, mientras que, en el vecino país de Gandhi, son ellas las beneficiarias de los créditos que concede la Fundación Vicente Ferrer, una fórmula con la que se aumenta su relevancia en la sociedad. “Suelen ser más conservadoras en el gasto y administran mejor el capital”, afirma Doreen Reddy, responsable de los proyectos para mujeres de la veterana organización española. En la república del Himalaya, por su parte, son los dalit —conocidos también como intocables—, quienes se han organizado en cooperativas financieras que impulsan el ahorro y los préstamos dentro de la propia comunidad. Una vez más, ellas llevan la batuta.
“Nosotras, quizá porque consideramos la familia como una prioridad y tenemos una vida más difícil, tendemos más al ahorro, mientras que los hombres son manirrotos y gastan en cosas superficiales. Sin ir más lejos, hace unos meses el marido de una amiga mía se gastó casi todo lo que le habían pagado por la cosecha en una fiesta. Se emborrachó y perdió el control. Por eso, en nuestra cooperativa solo aceptamos mujeres”, cuenta Sharti, una de las responsables del fondo de ahorro y préstamo que ha surgido en Janakpur, al este de Nepal, con la colaboración de la española Ayuda en Acción. “Desde que establecimos nuestra organización, los hombres nos tratan con más respeto”, afirma.
Sampat Pal, fundadora del polémico movimiento feminista de Gulabi Gang —la Banda de las Mujeres del Sari Rosa— en el norteño estado indio de Uttar Pradesh, también reniega de los microcréditos y de las entidades financieras que los conceden. “Son lobos con piel de cordero”, sentencia. “Entiendo que puede existir la necesidad de pedir dinero prestado para acometer proyectos que propicien el desarrollo, pero un crédito va siempre contra la emancipación de los más pobres. Por eso, nosotras hemos puesto en marcha proyectos de ahorro para las 400.000 mujeres que son socias de nuestra organización. La libertad es, sobre todo, económica. Y no podemos estar supeditadas a los bancos, grandes o pequeños. La fuerza está en el ahorro y en la cooperación entre iguales. Los pobres somos muchos, así que, si nos unimos, seremos fuertes”.
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