¿Cómo piratear tu sistema nervioso?
Un nervio conecta nuestros órganos vitales y conforma nuestra salud. Si aprendemos a controlarlo, el futuro de la medicina será eléctrico
Cuando Maria Vrind, una exgimnasta de Volendam, en Holanda, vio que solo si se tumbaba con los pies en alto podía ponerse los calcetines por la mañana, tuvo que aceptar que había llegado a un punto crítico. “Mi cuerpo se había agarrotado tanto que no podía tenerme en pie”, dice. “Fue un shock, porque yo siempre he sido una persona muy activa”.
Era 1993. Vrind tenía cuarentaitantos años y trabajaba como entrenadora de atletismo y cuidadora de personas discapacitadas, pero su estado físico empezó a condicionarle la vida. “Tuve que dejar mis trabajos y buscar otro a medida que crecía mi propia incapacidad”. Siete años después, cuando por fin le dieron un diagnóstico, sufría enormes dolores y ya no podía caminar. Le ardían, entre inflamaciones, las rodillas, los tobillos, las muñecas, los codos y las articulaciones de los hombros. Se trataba de artritis reumatoide, un trastorno autoinmune común pero incurable, mediante el cual el cuerpo ataca a sus propias células, en este caso al revestimiento de las articulaciones, causando inflamación crónica y la deformidad de los huesos.
Las salas de espera de los centros donde se trata la artritis reumatoide solían llenarse de gente en silla de ruedas. Hoy son menos habituales gracias a la ayuda de los medicamentos biofarmacéuticos –como las proteínas de ingeniería genética, que actúan solo en zonas localizadas-. No todo el mundo se siente mejor, sin embargo: incluso en aquellos países con una sanidad más avanzada, al menos el 50% de los pacientes sigue presentando síntomas.
Como a tantos otros pacientes, a Vrind le han administrado distintos fármacos, incluyendo analgésicos, metrotexato -un producto usado para el cáncer que modera todo el sistema inmunitario- y medicamentos biofarmacéuticos que bloquean la producción de proteínas inflamatorias específicas. Estos fármacos hicieron bastante bien su trabajo, al menos hasta 2011, cuando un día dejaron de ser eficaces.
“Estaba de vacaciones con mi familia cuando de repente la artritis se hizo insoportable. Empecé a no poder caminar y a depender de mi cuñada para asearme”. Sin perder más tiempo llevaron a Vrind a un hospital, donde le pusieron un goteo intravenoso y le dieron otro fármaco para el cáncer que actuaba sobre los glóbulos blancos. “Me ayudó”, admite, pero le angustiaba tener que depender de un medicamento así durante mucho tiempo.
Por suerte, las cosas sucedieron de otra manera. Mientras ella se resignaba a la minusvalía y la quimioterapia mensual, se estaba gestando un nuevo tratamiento que vendría a desafiar nuestra percepción de cómo el cerebro y el cuerpo interactúan para controlar el sistema nervioso. Se trataba de un nuevo enfoque en el tratamiento de la artritis reumatoide y otras enfermedades autoinmunes que utilizaba el sistema nervioso para modificar la inflamación. Nos llevaría incluso a investigar sobre el uso que podemos dar a nuestras mentes para mantener a raya las enfermedades.
Y como tantas grandes ideas, surgió donde menos se esperaba.
El cazador de nervios
Kevin Tracey, neurocirujano afincado en Nueva York, es un hombre al que persiguen sus recuerdos: un hombre con una misión en la vida. “Mi madre murió de un tumor cerebral cuando yo tenía cinco años. Fue algo repentino, inesperado”, dice. “De aquella experiencia aprendí que los nervios del cerebro son los responsables de la salud”. Fue su motivación para convertirse en cirujano cerebral. Más tarde, durante sus prácticas en el hospital, se ocupó de una paciente con quemaduras graves que de repente sufrió una inflamación severa. “Era una niña de once meses, Janice. Murió en mis brazos”.
Se estaba gestando un nuevo tratamiento que vendría a desafiar nuestra percepción de cómo el cerebro y el cuerpo interactúan para controlar el sistema nervioso
Estas experiencias traumáticas hicieron de él un neurocirujano intrigado por la inflamación. Cree que fue esta perspectiva la que le ayudó a interpretar con ojos nuevos los resultados de un experimento accidental.
A finales de los noventa, Tracey hacía diferentes experimentos con el cerebro de una rata. “Habíamos inyectado un fármaco antiinflamatorio en el cerebro porque estudiábamos los beneficios de bloquear la inflamación durante un derrame”, recuerda. “Nos sorprendió comprobar que, cuando el fármaco estaba en el cerebro, también bloqueaba la inflamación en el bazo y otros órganos del cuerpo. Y, sin embargo, la cantidad que habíamos inyectado era demasiado pequeña como para incorporarse al flujo sanguíneo y viajar hasta el resto del cuerpo”.
Después de meses de desconcierto, dio por fin con la idea de que el cerebro estuviera usando el sistema nervioso –en concreto el nervio vago- para decirle al bazo que “apagara” la inflamación en todas partes.
Era una idea increíble. Si Tracey estaba en lo cierto, el cerebro regulaba directamente la inflamación en los tejidos del cuerpo. Siempre se había considerado imposible la comunicación entre las células especializadas del sistema inmunitario en nuestros órganos y nuestra corriente sanguínea y las conexiones eléctricas del sistema nervioso. Tracey parecía estar descubriendo que los dos sistemas estaban íntimamente relacionados.
Lo primero para probar esta apasionante hipótesis era cortar el nervio vago. Cuando Tracey y su equipo lo hicieron, la inyección de fármaco antiinflamatorio en el cerebro dejó de tener efectos en el resto del cuerpo. La segunda prueba consistía en estimular el nervio sin ningún fármaco en el sistema. “Ya que el nervio vago, como todos los nervios, comunica información mediante señales eléctricas, nosotros debíamos ser capaces de replicar el experimento poniendo un neuroestimulador en el nervio vago - en el bulbo raquídeo- para bloquear la inflamación en el bazo”, explica. “Es lo que hicimos y ese fue el gran descubrimiento”.
El nervio errante
El nervio vago comienza en el bulbo raquídeo, justo detrás de las orejas. Desciende por cada lado del cuello y continúa por el pecho hasta el abdomen. Vagus, en latín, significa “errante”, y no hay duda de que este manojo de fibras nerviosas vaga por el cuerpo, conectando el cerebro con el estómago y el tracto digestivo, los pulmones, el bazo, los intestinos, el hígado y los riñones, por no hablar de tantos otros nervios involucrados en el habla, el contacto visual, las expresiones faciales e incluso nuestra capacidad para sintonizar con la voz de los otros. Está hecho de miles y miles de fibras, de las que el 80% son sensoriales, lo que significa que el nervio vago informa al cerebro de lo que ocurre en los órganos.
El nervio vago se activa cuando espiramos y se reprime cuando inspiramos, de modo que nuestro tono vagal es mayor cuanta más diferencia hay en nuestra frecuencia cardiaca al inspirar y espirar
El nervio vago, que opera muy por debajo del nivel de nuestra conciencia, es vital para la salud del cuerpo. Es una parte esencial del sistema nervioso parasimpático, responsable de calmar los órganos tras la descarga de adrenalina con la que respondemos instintivamente a una situación de peligro. Pero no todos los nervios vagos son iguales: hay personas que tienen una actividad vagal mayor, lo que hace que sus cuerpos tarden menos en relajarse tras una situación de estrés.
La fuerza de nuestra reacción vagal se conoce como tono vagal y se establece mediante un electrocardiograma que mide la frecuencia cardiaca. Cada vez que inspiramos, nuestro corazón late más deprisa para acelerar la distribución de sangre oxigenada por el cuerpo. Cuando espiramos la frecuencia cardiaca disminuye. Esta variación es una de las cosas que regula el nervio vago, activado cuando espiramos y reprimido cuando inspiramos, de modo que nuestro tono vagal es mayor cuanta más diferencia hay en nuestra frecuencia cardiaca al inspirar y espirar.
Los estudios demuestran que un tono vagal alto ayuda a nuestro cuerpo a regular mejor los niveles de glucosa en la sangre, reduciendo el riesgo de diabetes, derrames y enfermedades cardiovasculares. Un tono vagal bajo, sin embargo, se asocia a inflamaciones crónicas. La inflamación, que es parte del sistema inmunitario, ayuda a que el cuerpo sane después de una lesión, por ejemplo, pero puede dañar órganos y vasos sanguíneos si dura más de lo necesario. Una de las funciones del nervio vago es reajustar el sistema inmunitario e interrumpir la producción de proteínas que alimentan la inflamación. Un tono vagal bajo implica una regulación menos eficaz y una inflamación que puede ser excesiva, como en el caso de la artritis reumatoide de Maria Vrind, o como en el síndrome del shock tóxico que, según Kevin Tracey, mató a la pequeña Janice.
Sabiendo que el nervio vago estaba implicado en una serie de enfermedades inflamatorias crónicas, incluida la artritis reumatoide, Tracey y sus colegas decidieron comprobar si podían convertirlo en una vía para su tratamiento. El nervio vago es una especie de mensajero bidireccional que pasa señales electromagnéticas entre los órganos y el cerebro. En las enfermedades inflamatorias crónicas, razonaba Tracey, los mensajes con los que el cerebro le dice al bazo que interrumpa la producción de una proteína inflamatoria específica –el factor de necrosis tumoral (TNF)- no se estaban enviando. ¿Cabía estimular esas señales?
Pasó los siguientes diez años mapeando meticulosamente todas las vías neuronales implicadas en la regulación del TNF, desde el bulbo raquídeo hasta las mitocondrias en el interior de nuestras células. Por fin, conociendo a fondo cómo el nervio vago controlaba la inflamación, Tracey se sintió preparado para comprobar si era posible interponerse en las enfermedades humanas.
Un ensayo estimulante
En el verano de 2011, Maria Vrind vio un anuncio en el periódico pidiendo voluntarios con artritis reumatoide para un ensayo clínico. A los participantes se les pondría un implante eléctrico conectado directamente con el nervio vago. “Llamé inmediatamente”, dice. “No quería depender de los fármacos anticancerígenos toda la vida: es malo para tus órganos y tiene consecuencias a largo plazo”.
Tracey había diseñado el ensayo con su colaborador, Paul-Peter Tak, catedrático de Reumatología en la Universidad de Amsterdam. Tak llevaba mucho tiempo buscando una alternativa al uso de fármacos agresivos que suprimen el sistema inmunitario en el tratamiento de la artritis reumatoide. “La respuesta inmunitaria del cuerpo se convierte en un problema solo cuando ataca más a tu propio cuerpo que a las células extrañas, o bien cuando es crónica”, razonaba. “Así que la pregunta era: ¿cómo podemos mejorar el mecanismo de bloqueo? ¿Cómo podemos forzar la resolución?”
El nervio vago es una especie de mensajero bidireccional que pasa señales electromagnéticas entre los órganos y el cerebro
Cuando Tracey lo llamó para sugerirle que la respuesta podía estar en la estimulación del nervio vago mediante el bloqueo de la producción de TNF, Tak vio enseguida las posibilidades de la idea y se mostró impaciente por comprobar si podía funcionar. La estimulación del nervio vago ya estaba permitida en casos de epilepsia, de modo que el consentimiento para un ensayo con pacientes de artritis no debía ser problema. Más difícil parecía que personas habituadas a tratar su dolencia con medicamentos se mostraran dispuestas a someterse a una operación con el fin de implantarles un aparato en el cuerpo: “La incógnita estaba en saber si los pacientes aceptarían un dispositivo neuroeléctrico al modo de un marcapasos”, dice Tak.
No había de qué preocuparse. Más de mil personas se mostraron interesadas, desbordando la cifra necesaria para el ensayo. En noviembre de 2011, Vrind fue la primera paciente holandesa en ser operada.
“Me implantaron el marcapasos en la parte izquierda del pecho, con cables que ascienden y se conectan al nervio vago en la garganta”, dice. “Tuve que esperar dos semanas a que la zona cicatrizara, y luego los médicos lo encendieron e hicieron los ajustes necesarios”.
Le dieron un imán para que se lo pasara por la garganta seis veces al día y activara así el implante, estimulando el nervio vago durante 30 segundos en cada ocasión. De ese modo esperaban reducir la reacción inflamatoria en el bazo. Con Vrind y los otros voluntarios ya en sus casas, para Tracey, Tak y el resto del equipo todo se reducía a dejar pasar el tiempo a la espera de ver si la teoría, el trabajo en el laboratorio y los ensayos con animales daban su fruto con pacientes reales. “Teníamos la esperanza de que algunos vieran aliviados sus síntomas; tal vez las articulaciones les dolieran algo menos”, dice Tak.
A Vrind le pudo al principio la ansiedad por una cura milagrosa. Dejó de tomar sus pastillas, pero los síntomas regresaron con tanta fuerza que el dolor la tenía atada a la cama. Volvió a los fármacos, aunque se le redujo la dosis semanal.
Y entonces ocurrió algo extraordinario: Vrind experimentó una mejoría mucho más acusada de lo que los científicos o ella misma se habían atrevido a imaginar.
Lo difícil era saber si personas habituadas a tratar su dolencia con medicamentos se mostraran dispuestas a someterse a una operación con el fin de implantarles un aparato, dispositivo neuroeléctrico al modo de un marcapasos, en el cuerpo
“En pocas semanas me encontraba mucho mejor”, dice. “Podía volver a andar y a montar en bici. Retomé el patinaje y la gimnasia. Me siento muy bien”. Necesitará pequeñas dosis de metrotexato el resto de su vida, pero a sus 68 años, casi jubilada, Vrind enseña a jugar al voleibol a personas mayores durante un par de horas a la semana, monta en bici al menos una hora al día, hace gimnasia y juega con sus ocho nietos.
Otros pacientes del ensayo han tenido experiencias similares. Los resultados aún no se han publicado pero Tak afirma que más de la mitad de los pacientes mostraron una mejoría significativa y alrededor de un tercio están en fase de remisión –curados, a todos los efectos, de la artritis reumatoide-. Dieciséis de los veinte pacientes del ensayo no solo comenzaron a sentirse mejor, también los niveles de inflamación en su sangre disminuyeron. Algunos ya no necesitan usar fármacos. Incluso aquellos que no han experimentado una mejoría clínica importante con el implante insisten en que les ayuda: nadie quiere que se lo quiten.
“Hay patrones evidentes con la estimulación de tres minutos diarios”, dice Tak. “Cuando interrumpíamos la estimulación, podía verse que la enfermedad regresaba y que los niveles de TNF en la sangre aumentaban. Reiniciábamos la estimulación y volvían a normalizarse”.
Tak sospecha que los pacientes seguirán dependiendo de la estimulación del nervio vago durante toda su vida. Pero al contrario que los fármacos, que trabajan para impedir la producción de células inmunitarias y de proteínas como el TNF, la estimulación parece restaurar el equilibro natural del cuerpo. Reduce la sobreproducción de TNF, causante de la inflamación crónica, pero no afecta a la función inmunitaria, de modo que el cuerpo puede reaccionar con normalidad a la infección.
“Estoy muy feliz de haber participado en el ensayo”, dice Vrind. “Han pasado ya más de tres años desde el implante y los síntomas no han vuelto. Al principio tenía dolor de cabeza y de garganta, pero en un par de días se fue. Ahora no siento nada salvo cierta tirantez en la garganta y un temblor en la voz cuando el dispositivo está funcionando.
“De vez en cuando siento un poco de rigidez o un pequeño dolor en la rodilla pero se me pasa en un par de horas. El implante no tiene efectos secundarios, al contrario que los fármacos, y sus beneficios no se desvanecen, cosa que sí pasaba con los medicamentos”.
Subiendo el tono
Llevar un dispositivo eléctrico implantado en el cuello durante el resto de tu vida no es cualquier cosa. Pero la técnica ha tenido tanto éxito –y resulta tan conveniente para los pacientes- que ya hay otros científicos pensando en usar la estimulación del nervio vago para tratar diversos estados debilitantes crónicos, como el colon irritable, el asma, la diabetes, la fatiga crónica y la obesidad.
Pero ¿qué pasa con aquellos que tienen un tono vagal bajo, aquellos cuya salud mental y física mejoraría si ese tono pudiera estimularse? El tono vagal bajo está relacionado con diversos riesgos para la salud, mientras que las personas que tienen un tono vagal alto no solo gozan de una mejor salud, sino que son también más sanas desde un punto de vista psicológico y social, más capaces de concentrarse y recordar, más felices, menos depresivas, más empáticas y más propensas a tener amigos cercanos.
La técnica ha tenido tanto éxito que ya hay otros científicos pensando en usar la estimulación del nervio vago para tratar diversos estados debilitantes crónicos, como el colon irritable, el asma, la diabetes, la fatiga crónica y la obesidad
Algunos estudios con gemelos demuestran hasta cierto punto que el tono vagal es genético: hay quienes nacen con más suerte que otros. Pero el tono vagal bajo es más frecuente entre personas con un cierto estilo de vida, como aquellas que hacen poco ejercicio, por ejemplo. Es lo que hizo preguntarse a algunos psicólogos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill si la relación entre el tono vagal bajo y el bienestar se podría controlar sin necesidad de implantes.
En 2010, Barbara Fredrickson y Bethany Kok invitaron a cerca de 70 trabajadores de la universidad a participar en un experimento. A cada voluntario se le pedía que registrara la intensidad de sus emociones diarias. El tono vagal se medía al comienzo del experimento y al final, nueve semanas después. Como parte del experimento, a la mitad de los participantes se les enseñó una técnica de meditación para promover sentimientos de buena voluntad hacia sí mismos y hacia los demás.
El tono vagal aumentaba considerablemente entre aquellos que meditaban, lo que se asociaba al incremento de las emociones positivas del que daban cuenta. “Fue la primera prueba experimental de que si el aumento de las emociones positivas llevaba a un incremento de la cercanía social, entonces el tono vagal cambiaba”, dice Kok.
En el Instituto Max Planck de Alemania, Kok dirige ahora un ensayo a mayor escala para ver si los resultados que obtuvieron pueden reproducirse. De ser así, el tono vagal podría usarse algún día como herramienta de diagnosis. Ya lo es, de algún modo. “Los hospitales ya monitorizan las variaciones en la frecuencia cardiaca –el tono vagal- en pacientes que han sufrido infartos de miocardio, dice, “porque hoy sabemos que una baja variabilidad es un factor de riesgo”.
Ser capaces de mejorar el tono vagal de una manera sencilla y económica, aliviando así importantes problemas de salud como las enfermedades cardiovasculares y la diabetes, tendría enormes implicaciones y el potencial para cambiar de arriba abajo nuestra percepción de las enfermedades. Si nuestro médico de cabecera pudiera medir nuestro tono vagal con la misma facilidad con que mide nuestra presión sanguínea, por ejemplo, sería muy sencillo prescribir un tratamiento para mejorarlo. Pero aún estamos lejos de eso: “Ni siquiera sabemos qué aspecto tiene un tono vagal sano”, dice, prudente, Kok. “Estamos midiendo franjas, nos falta la precisión que sí tenemos al comprobar la presión sanguínea”.
Si nuestro médico de cabecera pudiera medir nuestro tono vagal con la misma facilidad con que mide nuestra presión sanguínea, por ejemplo, sería muy sencillo prescribir un tratamiento para mejorarlo. Pero aún estamos lejos de eso
Es probable que pronto usemos dispositivos para tratar enfermedades que hoy se controlan a través de fármacos: “Si la tecnología mejora y logramos que estos dispositivos sean cada vez más pequeños y más precisos”, dice Kevin Tracey, “llegará el día en que la medicina bioelectrónica pueda inyectarlos para controlar los circuitos neuronales. Y se hará con anestesia local o con sedación suave”.
Sea cual sea el desarrollo de esta tecnología, nuestra percepción del modo en que el cuerpo maneja las enfermedades ha cambiado para siempre. “Está cada vez más claro que no podemos considerar los sistemas del cuerpo por separado, como hacíamos antes”, dice Paul-Peter Tak. “Teníamos solo en cuenta el sistema inmunitario y por lo tanto hoy tenemos medicamentos que se dirigen al sistema inmunitario.
“Pero es evidente que el ser humano es una entidad: el cuerpo y la mente son una sola cosa. Suena lógico, pero no es lo que pensábamos antes. No teníamos los conocimientos científicos necesarios para respaldar lo que parecía una intuición. Ahora tenemos más información y más conocimientos”.
Y María Vrind, que a pesar de su artritis reumatoide severa puede ahora montar en bicicleta sin dolores por Volendam, vuelve a sentir correr la vida por sus venas: “No es un milagro –me explicaron que funciona a través de impulsos eléctricos- pero parece algo mágico. No quiero quitármelo nunca. ¡Me ha devuelto la vida!”.
Este artículo se publicó por primera vez en Mosaic y se publica de nuevo aquí con una licencia de Creative Commons.
Verificadora de información: Laura Dawes
Traductor: Christian Law Palacín
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.