Manifiesto contra las cosas pequeñas
Me desconcierta la resignación con que acepto consecuencias que no debiera
Me desconcierta la resignación con que acepto tantas cosas que no debiera. En un atorón de tráfico, por ejemplo, a bordo de un taxi o un autobús, me arrellano en mi asiento, me pongo mis audífonos o me dispongo a leer, cuando es obvio que debería ponerme a gritar frases llenas de fervor humanista por la ventana. Y si no eso, debería, al menos, salirme del vehículo y caminar derecho y triunfalmente entre el mar de coches hacia mi destino, aunque llegue horas más tarde. Pero en cambio cierro los ojos y acepto con fingida calma las consecuencias injustas del tiempo perdido.
En un vuelo nada corto que tomé hace unos días de Nueva York a Arizona, la aeromoza me dijo, llena de cinismo y dientes blancos, que no ofrecerían comida durante el viaje. Dijo que, sin embargo, tenían M&M o pretzels, ambos a la venta, cash only. En vez de armar una trifulca, compré tanto los M&M como los pretzels y me los devoré con la gratitud que mostraría un perrito frente a su montículo de croquetas. Luego, en vez de rabia, me invadió una nostalgia patética por los días en que a bordo de un avión se nos concedía todavía el referéndum del viajero: pollo o pasta.
Todos los días nos entregamos a la disciplina de contestar los correos que nos mandan, llenamos las solicitudes que nos piden, escaneamos documentos, hacemos filas, firmamos cheques, vemos las nuevas películas tridimensionales de Godard y los culebrones de Lena Dunham, nos amarramos los cordones, comemos M&M y asentimos –incluso sonreímos– al vacío que nos rodea. Pero es claro que el dios de las pequeñas cosas no está ahí para redimirnos de nada, salvarnos de nada. Está ahí para embotellarnos el alma en su frasquito y volvernos proclives a la mansedumbre con que aceptamos sus designios: puras chingaderas.
elpaissemanal@elpais.es
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