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Epidemia de estilo

La distancia que separa la pasarela de la calle se acorta. Pero aún no lo suficiente. Satisfacer al comprador cauteloso y al arriesgado al mismo tiempo es el gran reto

Dos modelos posan durante la presentación de la colección otoño-invierno para hombre de Loewe, firmada por J. W. Anderson.
Dos modelos posan durante la presentación de la colección otoño-invierno para hombre de Loewe, firmada por J. W. Anderson.L'Estrop

Seguir las tendencias ciegamente coloca a quien lo hace en una posición vulnerable. Lo cuenta Auguste Racinet en Historia completa del vestido (Libsa), que publicó a finales del siglo XIX. En el helador invierno de 1802, los médicos franceses se encontraron añadiendo a las listas de víctimas por las bajas temperaturas nombres de doncellas de buena familia: Madame de Noailles, de 19 años, fallecida al abandonar un baile; Mademoiselle de Juigné, muerta a los 18, o Mademoiselle de Chaptel, a los 16. Y no solo en París. Ese mismo invierno despedían a la princesa Tufaikin en San Petersburgo, todavía adolescente, por culpa de “la epidemia de moda francesa”. Mientras estas heroínas trágicas del vestir sucumbían al frío con unos trajes semitransparentes que, lógicamente, lucían mejor a cuerpo, ellos iban bien abrigados con sus chaquetas abotonadas hasta el cuello. “El hombre moderno se viste, pero no se adorna”, concluye Racinet. Una definición muy precisa con la que ilustrar las diferencias irreconciliables que existen entre los hombres y las mujeres a la hora de comprar ropa. Y sin embargo, por fin, antigua.

Ahora que somos sensibles a las tendencias, los hombres nos hemos acostumbrado a sufrir un poco cuando vamos de traje y con zapatos sin calcetines en pleno invierno (porque, sí, a veces lo hacemos). Hemos aprendido a comprar de todo. Bolsos, por ejemplo: mochilas de cuero para llevar en la ciudad; maletas de fin de semana con aspecto caro, pero firmadas por una cadena de ropa sueca, o portafolios sin asas con la etiqueta de algún diseñador emergente. Pasamos algunas tardes en pequeños pueblos-outlet en busca de calcetines estampados, marroquinería y zapatillas blancas de deporte, que ahora, en su versión minimalista y dignificada, se llevan con todo. Incluso, gracias a que la sastrería se está reencarnando en la gama media, hemos vuelto a disfrutar del traje: Massimo Dutti acaba de relanzar su servicio de confección a medida y Mango está ampliando rápidamente su oferta de ropa masculina formal. En el extremo opuesto del mercado, Hermès ha inaugurado Manifeste, una web exclusivamente dirigida al hombre, y Dolce & Gabbana ofrece alta costura masculina (lujosas prendas por encargo, hechas a mano y a precios estratosféricos) e incluso joyería: crucifijos bizantinos, camafeos de oro y colgantes en forma de corona para el cliente desinhibido y sin problemas económicos. Aquí, Misui, el nuevo proyecto de la histórica joyería barcelonesa Unión Suiza, articula una visión alternativa del lujo artesano para hombres: “Misui es una marca de joyería, pero los hombres usan poco más que el reloj, de modo que hemos intentado traducir la selección de materiales y la calidad de factura de una joya a zapatos y sombreros, productos con valores similares”, explica Joan Gomis, director de la firma. La respuesta está siendo positiva, y no solo entre los clientes orientales. También entre el hombre local. Somos, en palabras de Gomis, “más atrevidos y más independientes”. Estamos domando ese potro llamado “ir de compras”.

Un momento del desfile Dior Homme.
Un momento del desfile Dior Homme.L'Estrop

Para quien no se reconozca en ninguno de los anteriores argumentos, sirva una pequeña colección de números. El mercado de la moda masculina crece anualmente a un ritmo mayor que el del sexo opuesto (un 5% frente al 3,7%, según un estudio de Euromonitor). Desde 1998, las ventas globales han aumentado un 70%, afirma la revista Fortune. Y, aunque en España las cifras solo han empezado a remontar la crisis en el consumo este año (nuestra cuota de mercado sigue en el 33% desde 2009, registra el medio especializado Modaes), hay una cosa cierta: que la moda se haya convertido en un negocio millonario no solo habla de nuestra obsesión por las apariencias, agravada por la era narcisista del me gusta. Es un termómetro cada vez más exacto y menos minoritario de nuestras opiniones, prioridades y acervo cultural. Por poner un ejemplo obvio: desde que David Beckham empezó a experimentar con su atuendo ante los flases a finales de los años noventa, un entorno flagrantemente masculino y heteronormativo como es el deporte de élite ha abrazado las ideas menos ponibles de la pasarela con admirable falta de prejuicios. No hay más que ver los dedicados esfuerzos de Lewis Hamilton por no repetir chaqueta estampada de un evento a otro.

Esta predisposición para consumir novedades también se aprecia lejos del papel cuché y los sueldos millonarios. Firmas de alcance mayoritario empiezan a sustituir el anonimato de sus equipos creativos por diseñadores con perfil público y corte vanguardista. Como la mallorquina Camper, embarcada desde hace un año en una labor de radical reposicionamiento orquestada por un joven francés, Romain Kremer. La empresa renueva su oferta para conquistar a una nueva generación deseosa de romper con lo anterior, y el diseñador obtiene el privilegio de, como él mismo declaraba el pasado invierno, “influir en la vida de la gente”. Algo similar ocurre con Loewe. El irlandés Jonathan Anderson lleva dos años al frente de esta firma de lujo con raíz española y, en vez de lanzar colecciones masculinas que avancen a rebufo de las femeninas, escogió debutar en los desfiles de hombre de París.

Tres temporadas después, su propuesta sigue siendo valiente, entre lo arriesgado pero comercial y lo deliberadamente desconcertante. Su ejemplo le ha quitado el miedo a rivales de aún más peso. El nuevo director creativo de Gucci, Alessandro Michele, también presentó su andrógina primera colección, el pasado enero, en la Semana de la Moda Masculina de Milán, subrayando un memorable cambio de estética: esta temporada, las tiendas de la casa florentina ofrecen bolsos, trajes estilo años setenta y mocasines-pantufla de estar por casa que tienen el encanto de lo no convencional. Anderson y Michele lideran un movimiento que pretende estirar los límites de lo que consideramos aceptable, y su pulsión no es solo artística. Ambos saben que, en un mercado femenino cada vez más saturado, cualquier golpe de efecto resulta más memorable en la balsa de aceite que todavía es nuestro armario.

Gracias a que la sastrería se está reencarnando en la gama media, el hombre vuelve a disfrutar del traje

Mantener las distancias. A medida que las grandes firmas se permiten dar saltos hacia delante, los hombres nos esforzamos por educar nuestra mirada y encajar lo nuevo en unas vidas que quizá no hayan cambiado tanto como para asumirlo con naturalidad. El libro Fashion, The Inside Story (Rizzoli) ya mencionaba la necesidad de atender las demandas del cliente real en 1985. Su autora, Barbaralee Diamonstein, enumeraba también los demás retos a los que se enfrentaba la moda por entonces: la diversidad de tendencias ocurriendo de forma simultánea, el papel público del diseñador, sus nuevas responsabilidades como cabeza de un negocio millonario… Introduzca la palabra Internet en la ecuación y tendrá, uno por uno, los dilemas de la moda masculina en 2015.

Por supuesto, hay diferencias sensibles entre los dos escenarios. “Para el público es mitad Camelot y mitad Hollywood”, decía la misma autora sobre la fascinación que suscita la pasarela. Atendiendo al carácter conservador al que aludía Auguste Racinet, cabe añadir que, para el hombre de la calle, la moda según la entienden los diseñadores tiene un fuerte componente de absurdez. Un fenómeno entre simpático y ridículo, alejado de la realidad. ¿Pero cuánto? Dado que la moda mascu­lina goza de salud creativa, la distancia real entre la pasarela y cómo vestimos de verdad es lo que tocará debatir las próximas temporadas. Felipe Salgado, responsable de comunicación de marcas de vanguardia desde hace dos décadas, reconoce que en los últimos años “se han aceptado los lenguajes más extremos, como lo ambiguo y las subculturas callejeras”, pero afirma que solo perdurarán aquellas firmas que “independientemente del cirio que monten en sus desfiles, conozcan su oficio y su deber como diseñadores de ropa masculina”. Esta es la hoja de ruta para la industria si quiere llegar tanto al nicho de clientes arriesgados como al hombre tranquilo que representa la mayoría de los consumidores. Una vez superada la idea de que un hombre que sigue las tendencias a su gusto es femenino y, según el estereotipo machista, vulnerable, se habrá dado un paso de gigante. Entonces solo tendremos que acordarnos de la pobre princesa Tufaikin: con la moda, lo único que no tiene sentido es morirse de frío.

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