Torpeza tras torpeza
La imputación de Mas muestra el error de judicializar un conflicto político
Cuando un problema político se judicializa, aumenta el peligro de que la incapacidad de encauzarlo con sensatez amplifique la mecha del conflicto planteado. En ese terreno entra la decisión de llamar a declarar al presidente de la Generalitat y a dos de sus colaboradoras —una de las cuales, Joana Ortega, ni siquiera está ya en el cargo y forma parte de Unió, partido que ha roto con el de Artur Mas— por una querella instada desde la fiscalía. Una vez aceptada a trámite, algún día tenía que llegar el momento de llamar a Mas, y esa fase se produce en un momento políticamente inoportuno.
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Sabemos que hay razones más que sobradas para dudar de Mas, que lanzó la consulta del 9 de noviembre de 2014 sobre si Cataluña debía constituirse en Estado y si ese Estado debía ser independiente, pese a la prohibición dictada por el Tribunal Constitucional. Este órgano lo había vedado al observar que Mas se amparaba en la discutible legalidad fabricada ad hoc por el Parlamento de Cataluña. El president se empeñó en la seudoconsulta y la presentó con tanta desenvoltura que intentó hacerla pasar por poco más que una encuesta a 5,4 millones de catalanes (en la que no participó ni la mitad).
Sin embargo, el contencioso no se puede dejar solo ni principalmente en manos de juristas. El Gobierno lleva demasiados años retranqueado tras una línea de defensa genérica de la Constitución y de la ley, lo cual le ha llevado a rechazar todas y cada una de las iniciativas de la Generalitat, sin plantear alternativa alguna. El desafío de la institución presidida por Mas exigía tanto una condena política contundente como una respuesta creativa y pragmática. Dejarlo todo en la imputación del president y de otras personas de su equipo de gobierno señala el error de base cometido al judicializar una cuestión nítidamente política.
Las razones de inoportunidad son evidentes. La imputación de Mas, formalmente decidida por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), se produce a los pocos días de la victoria electoral conseguida por la candidatura en la que figuraba aquel. Y además se anuncia en un momento en el que Mas afronta serias dificultades para hacerse reelegir, dado que su lista no ha logrado mayoría absoluta y necesita el apoyo de una fuerza externa tan peculiar como lo es la CUP. En este momento de debilidad, el efecto de la imputación del president en funciones es un balón de oxígeno para quien, en caso de ser condenado, quedaría inhabilitado para el ejercicio de cargo público. Aunque también configure su candidatura como una propuesta todavía más problemática.
Si alguien pretendía hacer entrar a Mas en el martirologio por la independencia de Cataluña, está en condiciones de lograr su objetivo, en un movimiento similar al protagonizado por Jordi Pujol cuando se hizo vitorear por decenas de miles de personas en 1984, que rechazaron la querella presentada contra él por el asunto de Banca Catalana (el mismo día en que fue reelegido presidente de la Generalitat).
La querella contra Mas ha permanecido nueve meses en barbecho hasta la imputación. Y el porqué de ese manejo de los tiempos no lo han explicado los jueces, ni siquiera la fiscalía. Con indiferencia total hacia la separación de poderes y sin guardar siquiera las apariencias, ha sido el ministro de Justicia, Rafael Catalá, el que ha atribuido al TSJC la intención de haber aguardado a la celebración de las elecciones. A la torpeza general de judicializar la política se añade así la del poder ejecutivo entrometiéndose donde no le corresponde, en el contexto de una querella forzada desde el Gobierno —y que fue el detonante de la dimisión del entonces fiscal del Estado, Eduardo Torres Dulce—. Torpeza tras torpeza.
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