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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El camino de la identidad no pasa por la genética

Un estudio muestra similitudes entre los actuales vascos y restos de hace 5.000 años encontrados en Atapuerca

Milagros Pérez Oliva

Si ya resulta problemático interpretar la historia desde las claves del presente, mucho más lo es hacerlo con la prehistoria. Y sin embargo, no podemos evitarlo porque lo que nos mueve es precisamente el alhelo del presente. El romanticismo identitario las ha utilizado siempre que ha podido para reforzar la idea de pertenencia. Lo han hecho todos los nacionalismos, y el vasco no ha sido una excepción. La pretensión de constituir, no ya un pueblo, cosa que la historia acredita, sino una entidad biológica diferenciada, se ha sustentado mediante la magnificación de rasgos distintivos.

En algún tiempo se utilizó por ejemplo la diferente prevalencia del grupo sanguíneo Rh negativo entre los vascos. Efectivamente, un 25% de los vascos tiene ese grupo, frente al 15% de prevalencia en el resto de la península, o el 17% de las islas británicas. ¿Qué quiere decir eso? En realidad, poca cosa, al menos en términos genéticos. Si resulta que el Rh negativo es muy raro en Asia o en África e inexistente en Australia, lo que quiere decir es que los ancestros de los actuales vascos se separaron antes de los ancestros australianos y africanos que de los europeos. Otro modo de sustentar la identidad ha sido determinar cuánto tiempo hace que los vascos existen como grupo diferenciado. Se había dicho que estaban ya ahí hacía 30.000 años. Luego que su origen se remontaba al Mesolítico, hace unos 10.000 años. Un estudio acaba de acotar ahora un poco más esa cuestión. El análisis genético de los restos de ocho humanos hallados en Atapuerca muestra que la población más parecida a esos antiguos pobladores es la vasca, y que estaban en esa zona de Burgos hace 5.000 años.

Bien. Es interesante. Pero, ¿qué quiere decir eso? Poca cosa en términos identitarios. La teoría de la diferenciación biológica de las razas quedó hecha añicos en el momento en que la genética de poblaciones pudo comparar y demostrar que apenas hay diferencias entre los humanos, y no ya entre humanos tan próximos como los vascos y los castellanos, sino tan distantes como los africanos y los esquimales. Los trabajos del genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza demostraron ya en los años noventa que es infinitamente mayor la coincidencia que la diferencia y que la diversidad genética que podemos observar es debida a los condicionantes ambientales de las diferentes migraciones. Es lo que explica, por ejemplo, la diferencia en el gen que codifica la segregación de melanina, que hace la piel oscura para protegerse del sol, o el gen que determina una menor estatura en los pigmeos para que puedan sobrevivir mejor en la selva.

Esa variabilidad, que nos hace tan diferentes en el color de la piel o la estatura, es sin embargo insignificante desde el punto de vista genético. En lo esencial, los grupos humanos somos más iguales que distintos. Cavalli-Sforza demostró también que el mapa de la diversidad genética coincide con el de la diversidad lingüística. Obvio: nos apareamos más con aquellos con los que podemos hablar. No hay que ir tan lejos y ni tan atrás para subrayar diferencias que importan en realidad muy poco. Es mejor buscar lo que nos une. Seremos más felices.

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