Lo que pasa de largo
Son curiosos los extravíos del gusto. Quién no incurre en ellos
Simon Leys se asombra, en Cuando venga usted a las Antípodas a verme –su correspondencia desde Australia con un buen amigo, que aún no ha sido traducida al español aunque sólo por el título vale la pena–, de los gustos literarios de Julien Gracq, autor al que por otra parte venera.
A Gracq (advierte el consternado Leys) “no le gusta Don Quijote ni La educación sentimental, y en cambio le gustan Jünger y Wagner”.
Efectivamente, es así, y no sólo eso, sino que encima el autor inmortal de El mar de las Sirtes adoraba a esos dramaturgos franceses del XVII, Racine, Corneille, Molière, tan ronroneantes y cansinos, a los que consagra interminables meditaciones.
Son esos extravíos del gusto, tan curiosos. Quién no incurre en ellos. Puedo entender, por ejemplo, que, ignorando la lengua española y manejando una traducción quizá defectuosa, a Gracq se le escapase la gracia de Cervantes –al fin y al cabo esto también le pasó a Nabokov–; pero siendo Gracq tan francés, y habiendo necesariamente leído el artículo, tan orientativo, que Proust le dedicó a “El estilo de Flaubert”, ¿cómo pudo no adorar La educación sentimental?
Y, por cierto, ya que hablamos de ello: ¿qué demonios tenía Leys contra Jünger? ¿Es que estaba ciego ante un valor literario tan clamoroso y evidente? Enigmas que nada ni nadie despejará. ¿No dan pena a veces los libros que se ofrecen en vano a quienes pasan de largo, como templos vacíos?
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