¿Por qué no hemos vuelto a la Luna?
Hace 43 años que los terricolas no pisan su satélite aunque hay ambiciosos proyectos sin financiación para instalar allí colonias de hombres y robots y explotar sus recursos
Hay ideas fantásticas para volver a la Luna. Y no solo para que un puñado de astronautas realicen unas cuantas excursiones cortas, sino para ir desplegando allí autenticas bases permanentes, tal vez colonias de hombres y mujeres que desarrollen actividades científicas, de explotación de recursos locales o que funcionen estación intermedia para la exploración de otros mundos, Marte el primero, claro. Cada una de las potencias espaciales se ha planteado en algún momento dar el salto de 384.000 kilómetros que separan la Tierra de su satélite natural. Se hacen constantemente aquí y allá estudios más o menos detallados de cómo serían esos campamentos: excavados en el subsuelo, uniendo módulos en superficie… Incluso se ha lanzado hace poco una iniciativa para aprovechar la tecnología de impresión 3D para construir una base allí con materiales del suelo lunar, sin tener que llevarse todo desde casa. Lo que no hay en marcha es un programa espacial lunar sólido, financiado, y haría falta una gigantesca inversión con calendario para que los humanos vuelvan a pisar la Luna en un plazo razonable y esta vez para quedarse. Y sin dinero (más tecnología, ciencia y voluntad política) no hay exploración espacial de tal envergadura; bien lo sabe la NASA, que logró aunar todos esos elementos imprescindibles hace medio siglo para poner en el suelo lunar a los astronautas del programa Apolo. Los últimos, Eugene Cernan y Harrison Schmitt, del Apollo 17, se despidieron de la superficie del satélite el 14 de diciembre de 1972.
“Una de mis ideas es ir a la Luna, a la cara oculta, y tener allí robots y humanos en una estación permanente, y no llevándose todo lo necesario desde aquí, sino utilizando material lunar, y construir allí, por ejemplo, un gran telescopio”, ha declarado hace poco el nuevo director general de la Agencia Europea del Espacio (ESA), el alemán Jan Woerner, que se ha estrenado en el cargo el 1 de julio. Pero la iniciativa europea no cuenta con un proyecto como tal y debidamente financiado para hacer realidad nuevas misiones tripuladas a ese objeto vecino del Sistema Solar, el único que ha pisado el hombre más allá de la Tierra. Y la NASA, mirando más hacia Marte y hacia algún asteroide, sigue con el rabillo del ojo esas iniciativas sin comprometerse. “Nunca he dicho que Estados Unidos no vaya a volver a la superficie de la Luna. Lo que digo es que en un futuro previsible, dado el presupuesto que tiene la NASA y dado dónde estamos y lo que necesitamos tecnológicamente para ir a Marte, no va a ser EE UU quien lidere una expedición a la superficie lunar”, explicó el director de la agencia espacial estadounidense, Charles Bolden, hace un par de años, y lo ha repetido una y otra vez. Eso sí, puntualizando que si otra potencia espacial va a la Luna, “proporcionaremos nuestra capacidad tecnológica con la única condición de que nos permitan enviar un astronauta nuestro como parte de la tripulación”.
Una docena de astronautas en total, en seis misiones Apolo, descendieron al suelo lunar entre julio de 1969 y diciembre de 1972. La aventura científico-tecnológica, con indudable sustrato político, arrancó en mayo de 1961 con la histórica declaración del presidente estadounidense John F. Kennedy: “Creo que esta nación debe comprometerse a lograr el objetivo, antes de que termine esta década, de que un hombre aterrice en la Luna y regrese sano y salvo a la Tierra”. Y lo logró, en julio de 1969, cuando Neil Armstrong y Buzz Aldrin llegaron al Mar de la Tranquilidad. En plena guerra fría y con la delantera que había tomado la Unión Soviética en el espacio al poner en órbita el primer satélite artificial de la Tierra (el Sputnik, 1957), al lanzar al espacio el primer animal (la perra Laika, 1957), al enviar la primera sonda que impactó en el suelo lunar (1959) y obtener ese mismo año las primeras fotos de la cara oculta de la Luna, Estados Unidos no podía permitirse quedarse atrás. Se desató la carrera de la Luna y la URSS acabó perdiéndola. Pero los avatares y razones políticas no pueden quitar ni un ápice del colosal mérito científico y tecnológico del programa Apolo.
En el momento álgido del Apolo, la NASA llegó a contar (1966) con el 4,4% del presupuesto federal de EE UU. El coste de la Luna fue altísimo. Y una vez logrado el objetivo, la apabullante demostración de poderío tecnológico, el esfuerzo de desinfló. En 1973 el presupuesto de la NASA había descendido ya al 1,3% del federal y siguió bajando. En 2015, con 18.000 millones de dólares, la agencia espacial estadounidense cuenta con aproximadamente el 0,5% del presupuesto federal, y los ambiciosos planes de enviar astronautas a Marte o a un asteroide, sin olvidar la Luna, siguen esperando una financiación que los haga realistas.
Una docena de astronautas en total, en seis misiones Apolo, descendieron al suelo lunar entre julio de 1969 y diciembre de 1972
No es que la exploración lunar se haya abandonado desde 1972. Tras un par de décadas de escasa actividad, en los años noventa se retomó con relativo ímpetu la exploración y la investigación de la Luna con sondas espaciales automáticas, sin astronautas. Naves en órbita y módulos de descenso se han ido enviando y, esta vez, no solo estadounidenses y rusos. Japón y Europa pusieron en marcha misiones espaciales lunares y, más recientemente, se han unido a esta aventura no tripulada, y con éxito, India y China. Pekín tiene grandes ambiciones espaciales y, tras los logros con sus astronautas en órbita y el inicio de la construcción de una estación espacial, ha declarado su intención de enviar humanos a la Luna, contando con poder explotar los recursos naturales allí.
Los robots, que, como adelanta Woerner, colaborarán con los humanos en las futuras colonias lunares, de momento tienen la exclusiva de la investigación in situ. Mucha ciencia y exploración quedó por hacer tras los viajes del Apolo. Los astronautas trajeron 380 kilos de muestras de gran interés científico (más 326 gramos que trajeron los soviéticos con sondas robóticas), pero aquel no fue un programa diseñado fundamentalmente para hacer ciencia en la Luna, sobre todo los primeros viajes. Entonces solo se exploró una pequeña parte del satélite. Ya en este siglo, las sondas automáticas han permitido levantar mapas de alta resolución de toda la superficie lunar y su composición química, se ha estudiado su tenue atmósfera, su gravedad, etcétera.
Lo que parece claro es que los próximos proyectos lunares tripulados, sobre todo si se piensa en bases permanentes, no serán de un solo país o una sola agencia, sino de colaboración, tan alto sería el coste. ¿Y para qué? Muchos dirán que la curiosidad humana, la voluntad de exploración es, por sí misma, el principal motor. Pero también puede haber recursos que explotar en la Luna, como el helio-3 que serviría como combustible de futuros reactores de fusión nuclear. Podría obtenerse allí oxígeno para ser utilizado como combustible de naves espaciales que partieran hacia la exploración de objetivos lejanos en el Sistema Solar, aprovechando además la menor gravedad lunar, que facilita y abarata el despegue respecto a la partida de cohetes desde la Tierra. La astronomía tendría en la cara oculta de la luna un lugar privilegiado para instalar telescopios, sin apenas atmósfera y protegidos de la contaminación electromagnética artificial que se emite en la Tierra.
Tal vez primero sean solo unos campamentos lunares con un puñado de personas, que se irán ampliando, ganando complejidad e incrementando las actividades para reducir la dependencia de los suministros terrestres. Hay quien calcula que para mediados de este siglo ya habrá en la Luna una colonia de terrícolas permanente. Pero hay que dar el primer paso.
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