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Navegar al desvío
Columna
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El club de la Felicidad Clandestina

Si pensamos en hojas de periódico, qué contemporáneo suena el verso de Nobre: “Caed, hojas, caed, tumbar melancolías”

Manuel Rivas

Hay miles de personas, cientos de miles, millones que cada día, casi siempre por la mañana, y muchas veces con el alba, toman en el mundo una decisión épica y liberal. Comprar un periódico en papel. Tal vez usted es uno de esos seres extravagantes, valientes y melancólicos. Le felicito, le doy el pésame y le acompaño en el sentimiento. Es usted un activista, consciente o inconsciente, que lucha contra el Apocalipsis, que se enfrenta al destino, como los héroes griegos.

La desaparición de la prensa, de los diarios en papel, y de revistas, hebdomadarios y magacines, se presenta ya como algo más real que una profecía. Es una extinción en marcha. Para la mayoría de los expertos, pertenece al orden de los fenómenos que obedecen a lo que se denomina el Shock de lo Inevitable, un desencadenamiento de hechos que conducen a una consecuencia irremediable, justificada o no. En la profesión periodística, con la excepción de tribus o muy paleolíticas o muy vanguardistas, ya nadie discute esa defunción.

La desaparición de la prensa se presenta como algo más real que una profecía

Estamos en vísperas de velatorio. Puede oírse el ensayo de un réquiem que anuncia el silencio de las rotativas. Puede tardar un par de años, un lustro o dos. Depende del ímpetu profético.

Si en vez de hojas de árboles, pensamos en hojas de periódico, qué contemporáneo suena el irónico verso del portugués António Nobre: “¡Caed, hojas, caed, tumbar melancolías!”.

Y, sin embargo, qué significan, por ejemplo, en España, esos miles, decenas de miles, cientos de miles de personas que se obstinan en ese activismo de acercarse a un quiosco o a un lugar donde se despachan periódicos, lo compran (uno, y a veces varios), lo llevan debajo del brazo, con lo que eso tiene de signo personal, y le dedican tiempo, su tiempo, a leerlo. Todo eso supone un gasto o una inversión, según se mire. El comprarlo, el llevarlo debajo del brazo, el tiempo de leerlo. La confianza de meterlo en casa, de ofrecerle un lugar visible, de acogerlo. ¿De dónde sale esa gente? ¿Por qué va contra corriente? ¿Por qué no se rinde?

Podría pensarse que en esta multitud resistente abundan los que no tienen acceso a Internet o son alérgicos a la tecnología digital. Lo sorprendente es que una gran parte de esos argonautas que se aventuran a la búsqueda cada vez más dificultosa de un quiosco no son analfabetos digitales. Es más, hay personas que trabajan con los cacharros de la nueva economía, jornaleros de la pantalla, que picotean noticias en el quiosco global, y que necesitan en algún momento del día una dosis táctil de sensibilidad tipográfica.

Las vanguardias artísticas, como los cubistas, integraron recortes de periódicos en sus obras como el injerto de una nueva naturaleza. Hoy vemos esas piezas a la manera de un bodegón del viejo realismo. Sí, el periódico acaba siendo más antiguo que el pescado que envolvía. Llega un momento en que esa materialidad nostálgica parece su única defensa. Uno de los argumentos más consistentes para defender la prensa me lo dio hace poco un motorista: “No hay nada como un periódico pegado a la piel para mantener a raya el viento helado”. Hasta el peor periódico, en ese sentido, es un buen periódico: una naturaleza primitiva que nace cada día. Un anacronismo sentimental, un presente recordado. En la psicogeografía smart y online, resulta asombroso el espectáculo de esos extraños viajeros del tiempo que todavía despliegan esos fósiles de papel en un aeropuerto o en una cafetería.

Hay quien presenta el hundimiento de la estirpe de los Gutenberg y Minerva como un avance para el medio ambiente. Pero no son los periódicos la causa de la deforestación de los bosques amazónicos ni de los pulmones verdes del planeta. El uso de corchos artificiales ha sido nefasto para la supervivencia de los alcornoques. Las mejores publicaciones impresas utilizan hoy papel ecológico. Es un elemento de identidad. Influye en la estética, en el diseño, y alimenta la mirada táctil de una nueva tribu que reivindica el biblioerotismo, lo que Clarice Lispector nombró en un relato inolvidable: la “felicidad clandestina”.

Asistimos a una revolución tecnológica que impulsa transformaciones positivas

Asistimos a una gran revolución tecnológica que impulsa transformaciones positivas, pero que también puede cavar grandes fosas de marginación si no se administra con esa forma elegante de inteligencia que es la igualdad. La experiencia ilustrada de la galaxia Gutenberg no va a naufragar dramáticamente como La balsa de la Medusa. Tal vez los miles, cientos de miles, millones de personas que cada día abren un periódico o un libro en papel no formen parte de una reserva en extinción. Yo, al contrario, los veo como adolescentes que disfrutan de un primer amor. Son el club de la Felicidad Clandestina.

elpaissemanal@elpais.es

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