La cruz y el martirio (no el martillo)
Hacer alharacas por la escultura comunista que Evo Morales entregó al Papa implica ignorar lo que significa el catolicismo en Latinoamérica
Una de las resacas memorables de la reciente gira del Papa Francisco por Sudamérica ha sido el momento —para unos oprobioso, para otros gracioso — en que el presidente Evo Morales le entrega un crucifijo clavado, literalmente, sobre una hoz y un martillo. Aunque no ardió Roma (el vocero de Bergoglio, Federico Lombardi, se encargó luego de bajarle las revoluciones al trance), sí cundió harta indignación en las redes sociales, y hasta en el verbo de algunos prelados.
Claro, no importaba que el autor de la escultura fuera Luis Espinal Camps, un jesuita catalán que emigró a Bolivia en 1968, y que fue torturado y asesinado —de varios balazos inmisericordes — un 22 de marzo de 1980. Tampoco que, en vida, este cura ejerció de crítico de cine, de guionista, de escritor, de conductor de televisión. Menos que fuera una figura reconocida por el movimiento de derechos humanos boliviano, que en esos tiempos vivía atenazado por los militares golpistas.
Lo que quedó de la foto fue la supuesta controversia, la sensación de profanación comunista incluso, porque, en una parte del imaginario ciudadano global, se desconocen o se quieren desconocer adrede las historias detrás de las imágenes. Peor aún: se olvida que Espinal fue, al fin de cuentas, una víctima de las tantas que hubo en la América Latina de esos años, debido a regímenes represores que hasta llegaron a plasmar el nada cristiano y perverso Plan Cóndor.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador hoy beatificado, moriría apenas dos días después de Espinal (el 24/3/1980), acribillado en plena misa por un comando paramilitar, que no formaba parte del citado plan, pero sí de esa estrategia destinada a aplastar toda disidencia contraria a las elites excluyentes y gobernantes. Por eso los jesuitas (Francisco lo es, no lo olvidemos) han encontrado la evidente conexión entre ambos sacerdotes victimados.
Hacer suprema alharaca por la escultura presuntamente sacrílega también implica perder de vista lo que significó y aún significa el catolicismo en esta región, algo que explica en parte la masiva asistencia a los rituales encabezados por Bergoglio en estos días. En Europa, fieles en esas cantidades navegables sólo pueden verse en algunos países del Este, quizás en Roma; pero no en otras zonas del Viejo Mundo, que fue el que precisamente trajo a América la evangelización.
La fe católica en esta región está entroncada con creencias populares; se plasma en santos informales o en sincretismos sorprendentes
En la Colonia, salvo casos notables como el de fray Bartolomé de las Casas, o el de las misiones jesuíticas del Paraguay, la cruz solía venir con el martirio o el arcabuz. A lo largo de los siglos esto perduró en formas larvadas o abiertas, como la esclavitud, y en tiempos más recientes (los ochenta del siglo pasado, principalmente) devino en otros martirologios, más bien asociados con los procesos sociales y políticos. Romero y Espinal fueron parte de esa historia triste y turbulenta.
También los seis jesuitas asesinados en la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador, el 16 de noviembre de 1989. O los varios sacerdotes victimados en el Perú por Sendero Luminoso, entre ellos el italiano Sandro Dordi en 1991. La lista es larga y siempre incluye a curas o monjas, mayormente europeos como Espinal, que quemaron sus huesos junto a la gente, a pesar de que podían haber huido a tiempo para poner su piel y sus sotanas a salvo.
La fe católica en esta región, asimismo, está entroncada con creencias populares, se plasma en santos a veces informales o en sincretismos sorprendentes, como los que hay en Brasil y Cuba. Tiene también sus obispos ultramontanos, por supuesto, pero todavía vive en las calles o en los campos, encarnada en ciudadanos humildes o en algunos curas que salen a protestar hasta por la falta de agua. Bergoglio lo entiende, lo ha vivido en cierto modo, y por eso conecta con la gente.
Así las cosas, la escultura de marras, en vez de provocar escándalo, podría invitar a la mirada más larga y detenida. Congelar la imagen en la polémica, rodearla de demonios o excomuniones, resulta inútil y revela desinformación. Y a la vez falta de empatía con miles de víctimas; como Espinal, como Romero, como miles de campesinos sin nombre. Mucho más profano, en todo caso, es que algunos jerarcas católicos hayan ninguneado los derechos humanos en esta región.
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