La máquina de fabricar niños
En Irán el ayatolá Ali Jamenei quiere alcanzar los 150 millones de habitantes para 2050
No ligarás tus trompas. No usarás anticonceptivos y ni siquiera sabrás para qué sirven los condones ni qué es un DIU. No serás contratada en ningún trabajo si no tienes hijos. Y te casarás tan joven como puedas para procrear durante el mayor tiempo posible. Porque en Irán el ayatolá Ali Jamenei quiere alcanzar los 150 millones de habitantes para 2050, y ya todos los hombres del presidente se han puesto por la labor de ir adelantando medidas. ¿Cómo viven las mujeres iraníes, en medio de sus trabajos y sus días, semejantes barbaridades?
En 2005 me invitaron a un congreso literario en Irán, pero se postergó más de un año porque los bombardeos en la frontera amenazaban con escrachar las conferencias y hacer añicos las mesas redondas. Por fin una mañana me vi en el hall de un hotel de Teherán rodeado de chicas iraníes que estudiaban español, hablaban de Borges y Rulfo, y se desempeñaban como traductoras de los invitados hispanoamericanos al congreso. Repito: ellas traducían bajo sus velos, y ellos –los policías del evento– se encargaban de vigilarnos con sus amables sonrisas de mal rollo.
Entre una charla y otra conocí a Maral Sandoghi y no pude evitar enamorarme. Sobre su frente enmarcada en un pañuelo se escurría un mechón de pelo negro, y todo el negro de las telas que la envolvían parecía estar ahí no para ocultarla por ser musulmana, sino para enfatizar la piel maquillada de su rostro. Su cara hablaba a ojos en grito: me indicó sonriendo que me sentara y se puso a hablarme como si me conociera de toda la vida.
Esa tarde me escapé con Maral a una fiesta en casa del embajador argentino, y los policías del congreso se enfadaron mucho, pero no hicieron nada. Ella era hija de un asesor del entonces presidente Mahmud Ahmadineyad. Enseguida se puso a contarme que la operación más frecuente en Irán era la reconstrucción de himen, y que si la pillaban conversando conmigo en aquel parque se la llevarían detenida para hacerle un examen vaginal. Si no era virgen tendría que decir quién había sido, y si él no aparecía para casarse, su padre –el asesor del presidente– la expulsaría de casa.
Maral estaba desesperada por huir de su país, y con sus amigas se dedicaba a quejarse y esconderse en fiestas de faldas cortas y tacones lejanos. Conociendo a todas estas mujeres inteligentes y tenaces, me pregunto qué les pasa a sus hombres. ¿Será que la inteligencia, cuando es distinta, les provoca un miedo atávico?
Al final del congreso el presidente Ahmadineyad habló con cada uno de los invitados y nos regaló una alfombra persa. Yo solo quería salir volando llevándome a Maral. No volví a verla más allá del messenger y luego en Facebook. Han pasado casi diez años, Maral huyó a Venezuela tras desempeñarse como traductora de Hugo Chávez. Se casó con un venezolano, regresó a Irán y ahora tiene un hijo de brillante pelo negro. Y aunque quiere tener más descendencia, ha firmado una carta de oposición a estas medidas. En un mundo poético –me ha dicho hoy mientras chateábamos–, si no logran parar estas leyes van a procrear mucho, pero nacerán solo mujeres que a su vez procrearán mujeres, miles, millones de mujeres iraníes que se nieguen a obedecer a todos los hombres del presidente.
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