El universo único de Helena Almeida
Helena Almeida (Lisboa, 1934) ha hecho de su propio cuerpo el objeto, la expresión y la representación artística. No es pintora, no es bailarina, no es fotógrafa Desde hace más de 40 años busca una narrativa minuciosa, siempre en el mismo taller, con ella misma como objeto y con el mismo ayudante: su marido
No hay otro artista como ella; no lo había hace medio siglo, cuando nadie quería su obra, y sigue sin haberlo hoy, ni hombre ni mujer, en el arte internacional. Helena Almeida llega de negro, como siempre, a la galería lisboeta Filomena Soares, que expone sus últimas fotografías, en negro y blanco, como siempre; con ella como objeto gráfico, como siempre; realizadas en su estudio de siempre y ejecutadas, como siempre, por su hombre de siempre, Artur Rosa.
“Tengo poco tiempo” es su saludo, que suena a fórmula de escape en cualquier momento. La presencia del fotógrafo tensa más la situación. “¿Fotos a mí? ¿Para qué? ¿Por qué?”. En una galería enmarcada de sus fotos con su cuerpo, la situación resulta un poco kafkiana.
De las enormes paredes limpias cuelga la última expresión de su mundo único, particular, que empezó a desarrollar medio siglo atrás. La serie Diseño, una docena de imágenes donde el objeto, como siempre, es ella, una Helena Almeida de espaldas, de riguroso negro como siempre desde los años setenta, con un pie en el aire de donde le cuelga una bolsa de papel blanco, en un escorzo extraño, difícil, impactante no solo artísticamente, también para un cuerpo de 80 años cumplidos.
“Intento incorporar mi cuerpo a la obra”, explica observando las fotos. “En esta ocasión hay papel y diseño; en otros trabajos hay tela y pintura. Es simple”.
–¿Por qué no hay color en su última obra?
–Porque no hay necesidad.
Intento incorporar mi cuerpo a la obra. En esta ocasión hay papel y diseño; en anteriores trabajos hay tela y pintura. Es simple”
Y acompaña la contundencia del aserto con una expresión como de decir: ¿pero no lo ve?
–En otras épocas sí que había pinceladas de color.
–Porque se necesitaba.
En su larga y meticulosa trayectoria, Almeida (Lisboa, 1934) ha ido reduciendo las manchas de pintura, desde la lejana serie Pintura habitada (1975-1977), donde muestra su rostro entre brochazos de azul. “Creo estar cerca de la verdad al decir que pinto la pintura y diseño el diseño”, le confesaba a la crítica Isabel Carlos en su libro Días casi tranquilos.
Su obsesión fue siempre romper los límites del arte y del artista. En 1967 realizó su primera exposición, de pintura, pero ya se veía que pretendía escapar del cuadro, escapar a los límites del espacio y de esa disciplina artística.
“Un día me dijo que no le interesaba pintar”, recuerda Artur Rosa, compañero, marido y “el hombre que hace clic”, como él se autodefine. “Quería una continuidad en el arte, más allá del cuadro; quería experimentar con el objeto fotografiado. Me hizo comprar una cámara –yo no tenía, ni sabía fotografiar, claro– y comencé a dispararle”.
A partir de 1975, Almeida explora otras disciplinas artísticas donde se funda mejor la relación de la obra y el autor, el espacio de la obra y el cuerpo del artista, su obsesión; para ello combina pintura, fotografía, diseño y performance. La obra es ella y el objeto es el sujeto, y viceversa. En estos 40 años de trabajo fotográfico, solo en las primeras series muestra su rostro, creando una ilusión 3D con pinceladas de color.
“Se sentó en el suelo con las fotos, a pensar”, sigue recordando Artur Rosa, que solo habla si se le pregunta. “Tenía cerca pintura azul y dio unas pinceladas sobre las fotos. Así comenzó todo. Luego la fotografié envuelta en tules y como si estuviera pintando, y, efectivamente, de su pincel salía una mancha azul, que tenía el efecto de que la obra y el artista fueran lo mismo”.
–Su mundo es un mundo muy particular, diríase casi único.
–Sí, es mío.
Ya no hay laboratorios de película. Siempre había revelado en el mismo, pero cerró. Me gustaba más la película. Es más sucia, da otra luz”
–Pero ¿de dónde salió, cuáles fueron sus influencias?
–¿Influencias? No sé. Todas. Walt Disney. De niña, los tebeos. En la escuela de Bellas Artes, todos; me gustaban todos. Quedé inundada de pintores y de colores. En mi estancia en París visité todo, todo. Fui a la Bienal de Venecia y allí vi la obra de Lucio Fontana, el lado oscuro más allá del cuadro. Me marcó.
En la anterior serie de Almeida, el objeto de la obra era su pierna atada a la de un hombre, la de –no era necesario adivinar mucho–su marido. “No sé por qué surgió esa idea”, recuerda Almeida. “Surgió. Me golpeó. Tantos años unida a Artur… Quería plasmar esa compañía atando nuestras piernas como en esas pruebas de yincana en las que hay que ir de un sitio a otro atados. No tiene otro sentimiento”.
Almeida siempre ha rechazado las interpretaciones parapsicológicas de su obra y de sus apariciones. En el año 2002 creó la serie Seducción. Ella con su ropa negra y la planta de uno de sus pies pintada de granate. En la actual serie, Diseño, se lía sus pies con un papel blanco, pero sin pintura.
–Son las primeras fotos con tecnología digital. Todas las anteriores eran con rollos de película. ¿Cómo le llaman a eso, Artur?
–Analógico.
–No me gusta lo digital, pero ya no hay laboratorios de película. Siempre había revelado en el mismo, pero cerró. Ya no hay porque no hay película. Me gustaba más la película. Es más sucia, da otra luz”.
Diversas exposiciones de la artista se preparan este año en Japón, Brasil, Suiza, además de una antológica en la Fundación Serralves de Oporto. “Tienen obras que ni yo sabía que existían”, cuenta sorprendida. “En los sesenta, mis cuadros no tenían valor, nadie los quería, y yo los tiraba, pero parece que sobrevivió alguno. ¡Qué sorpresa!”. Su rostro no deja transmitir si le agrada la sorpresa.
–Allí se muestra una trayectoria de casi medio siglo.
–Sí, sí. Es verdad.
–¿Y cómo ve su evolución?
–No creo en la evolución. No pienso mucho en lo que hago. Creo en el ahora, en una historia y poder hacerla de otra manera, mejor. El trabajo nunca está completo. Lo que me interesa es siempre lo mismo. Cada día es el mismo día.
–¿Y qué va a ser lo próximo?
–Las manos. Quiero experimentar con las manos.
–En esta serie ya hay manos…
–Sí, pero serán manos más así.
Y coloca las suyas casi a ras de suelo y hace girar los dedos como una bailaora. “Quiero ir por ahí”, dice. Y así será sin la menor duda.
En un rincón de la galería se muestran los Cuadernos de campo, pequeños dibujos a lápiz realizados por la artista antes de colocar su cuerpo, en esa misma posición, ante la cámara de su marido. “Voy diseñando y cuando creo que llego a una idea posible –porque hay muchas que no son factibles– se la enseño a Artur. Conversamos, vamos al estudio, marcamos el sitio donde se fotografiará y Artur dispara.
El escenario del disparo es siempre el mismo, el taller que heredó de su padre, el escultor Leopoldo Neves Almeida; y en las fotos siempre se reproduce la misma pared, el mismo suelo, el mismo rodapié. “En cierto modo le da una continuidad a la obra del padre y de la hija”, explica Artur Rosa (Lisboa, 1926), arquitecto y escultor constructivista.
–Ella me enseña los dibujos, discutimos…
–No, no discutimos –interrumpe Almeida.
–Es verdad, no discutimos –rectifica su marido–. Hago lo que me dice y disparo dos, tres, cuatro carretes. Los mira y dice: “No quiero ninguna”. A veces sale algo y la mayoría de las veces, no. Hay miles de diseños antes de que salga una.
–No es la posición exacta o la intención que busco… pero cuando sale ¡es tan bonito!
Y a la mujer se le ilumina la cara imaginando ese momento maravilloso, como si estuviera presenciando un milagro. Pero es imposible que su mundo brote de un Big Bang que pasaba por allí.
“Nada es casual, nada hay improvisado”, y aquí sí que se explaya la artista. “En estas fotografías, la silla está ahí, exactamente ahí, en esa posición, en ese ángulo, a esa distancia de la pared. Ni así ni así”, dice Almeida mientras mueve enérgicamente la silla donde ha estado sentada. “La posición queda marcada en el suelo”, revela el marido.
Y ella remata: “Nada hago porque sí. Todo lo que está es como yo quiero que esté”.
El fotógrafo le pide que se abrace a Artur Rosa. Le da vergüenza, pero accede si da la espalda a la cámara. Se acurruca en él y susurra: “Es que no soy fotogénica”.
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