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Cartas desde Harlem
Columna
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Contra la correspondencia

Hace poco más de un siglo, el ensayista inglés William Hazlitt se lamentaba de que debía pasar las mejores horas de la mañana contestando las cartas que traía el cartero

Hace poco más de un siglo, el ensayista inglés William Hazlitt se lamentaba de que debía pasar las mejores horas de la mañana contestando la correspondencia que traía el cartero una o, en ocasiones, dos veces al día. Ya entonces la velocidad del correo empezaba a perfilarse como posible afrenta a la privacidad, a las horas lentas, de necesario recogimiento, concentración y silencio.

Si Hazlitt hubiese vivido al ritmo en que un escritor cualquiera vive hoy, le habría abierto la puerta al cartero cada 30 minutos. Tal vez, en ciertos días, no habría habido siquiera necesidad de volver a entrar a la casa a esperar la llamada del timbre. ¿Para qué? Lo mejor habría sido sacar su silla y mesa de trabajo a la calle e instalarse con pluma y en pantuflas a recoger con una mano las misivas nuevas, mientras con la otra contestara las recién recibidas.

Entre carta y carta, habrían llovido periódicos del cielo, de manera que podría aprovechar cualquier descanso para leer encabezados. De toparse con alguna palabra desconocida o algún hecho que requiriera constatación, no le habría alcanzado el tiempo para consultar con cuidado un diccionario o tomo de la enciclopedia. Pasarían, entretanto, pregoneros y opinionistas, trinando sentencias y dictámenes de naturalezas varias. Hazlitt tal vez no se contendría y, en pocos caracteres, anotaría respuestas en pequeños papelitos que luego doblaría y arrojaría a la calle, donde, quizá, uno que otro curioso se detendría a recogerlos, leerlos, emitir una opinión binaria –me gusta, no me gusta– o, incluso, a copiar al pie de la letra el mensaje de dicho papelito en otro idéntico, antes de volver a lanzar ambos a la calle.

A eso de la medianoche, vencido y abatido por una extraña melancolía, Hazlitt recogería su mesa, su silla y su pluma achatada por sobreuso. Entraría a su casa arrastrando las pantuflas patéticamente y se tiraría a la cama a no soñar con nada.

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