De cuando el mundo tenía arreglo
Nos encontramos ante una gran contradicción: somos amantes de una cultura popular que ya no es popular
Hay ahora mismo una ciudad teñida de nostalgia. No invento, en esta semana pasada Nueva York ha experimentado la célebre conjunción de los astros. Billie Holiday, Frank Sinatra, Mad Men. Dos centenarios y la última temporada de una serie que desempolvó el concepto “nostalgia”. Nostalgia de qué. Esto dará para cientos de tesis que seguro ya están preparando algunos empollones universitarios que han encontrado en las series televisivas personajes con una enjundia y una madurez que ni en las novelas del XIX. Al fin y al cabo, ¿qué son las series sino una de aquellas historias por entregas que publicaban los periódicos? Los espectadores de esta literatura televisada somos aquellos lectores que esperaban en el puerto de Nueva York a que llegara la última entrega de una novela de Dickens. Ahí estábamos, la otra noche, con idéntica impaciencia a la de aquellos que esperaban noticias de personajes que habían hecho suyos; allí estábamos, expectantes, como en el muelle de un puerto.
Hay una ciudad teñida de nostalgia, Nueva York. Pero esto es tan inabarcable que los sentimientos colectivos se diluyen y es posible que para gran parte de sus habitantes Sinatra no sea más que la voz que ilustra los hilos musicales de las cafeterías; es muy probable que Billie Holiday no llegue a más oídos que a los de los aficionados al jazz; es seguro que por mucho que la ciudad esté empapelada con la imagen de Don Draper, que viaja en los luminosos de los taxis y de los autobuses, su presencia sea indiferente para aquellos que no tienen dinero para pagar la televisión por cable. Así que nos encontramos ante una gran contradicción: somos amantes de una cultura popular que ya no es popular. Y de ahí nace esa nostalgia. Esa nostalgia brota también por la conciencia de que hubo una época en que la música negra llenaba las ondas de la radio y era además exquisita. La tarareaba el ama de casa y ante sus notas hubieron de rendirse los compositores de música elevada. Una nostalgia provocada por una época más imperfecta, pero rica en expectativas.
Fueron tiempos peores en muchos sentidos, pero latía la posibilidad de intervenir en el futuro, de mejorar el mundo
Vemos el recién estrenado documental de cuatro horas que se ha dedicado a la figura de Frank Sinatra y encontramos a un tipo contradictorio, un chico de origen humilde que fue fiel a los humildes en los comienzos de su éxito, que reivindicó a los artistas negros de los que tanto había aprendido y al que, de pronto, se le cruzó el cable, y dicen que por rencor hacia los Kennedy se arrimó a Nixon y luego a Reagan y a Nancy, siendo algo patético hasta para sus propios hijos. Pero en todo ese cúmulo de disparates que protagonizó encontramos el atractivo de una presencia real. Machista, vengativo, simpático pero venado, iracundo y proclive a las amistades peligrosas, sigue siendo poseedor de un imán que nos atrapa y nos impide retirar la mirada de su sonrisa.
Ese hombre que narra las canciones tomándoselas tan en serio como quien cuenta un cuento de principio a fin; ese hombre que pronuncia como nadie ha pronunciado su lengua, queriendo en parte desprenderse del acentillo que aún define a los inmigrantes italianos; ese hombre al que vemos en blanco y negro en el escenario cantando mientras se fuma un cigarro o sostiene una copa en la mano, ese individuo pertenecía a una ciudad más sucia, más peligrosa, infectada de conflictos raciales, pero, eso sí, con un peso específico de lo popular que se ha perdido. De ahí nace la nostalgia. Es nostalgia de un Nueva York en el que había ricos, pero que no sufría como ahora padece las extremas diferencias sociales provocadas por haber vendido la ciudad a esas grandes fortunas que se pasean por el mundo sin pasaporte y sin tener que dar razones de sus pecados fiscales o medioambientales a las autoridades municipales. Sucede aquí y en Londres. Madrid ha querido ser estos años una aplicada alumna de esa manera impúdica de rendirse al dinero venga de donde venga.
Hay una ciudad teñida de una nostalgia que supurará estos días en pequeños clubes de jazz y en el Lincoln Center, donde se está rindiendo homenaje a esa cantante a la que no le gustaba interpretar las canciones en línea recta, Billie Holiday, y que fue, según Sinatra, la voz que más le influyó a la hora de abordar la historia que toda canción debe contar. Cuando Holiday interpretaba I Loves You, Porgy, entendías que ella era esa prostituta que teme que vuelva el chulo para arrojarla a la mala vida; cuando Sinatra interpretaba That’s Life, dabas por hecho que él sabía lo que era estar hundido y levantarse, pasar de estar acabado a recibir el aplauso rendido del público.
Dice Matthew Weiner, el creador de Mad Men, que su serie está contada a través de los ojos de un niño, de él mismo que observó a sus padres cuando eran jóvenes en aquellos sesenta. Entiendo que su alter ego en la serie es la genial Sally Draper, esa niña prodigiosa que entró en la historia como una criatura regordeta y sale de ella hecha una deliciosa adolescente. Ella es la que está mirando al pasado, ella es quien lo está contando, como hago yo en este artículo. Somos contemporáneas. Fueron, sin duda, tiempos peores en muchos sentidos, pero latía la posibilidad de intervenir en el futuro, de mejorar el mundo. La sensación actual es que todo se nos ha ido de las manos.
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