La banda que puso en jaque a Suecia
Crónica de las aventuras criminales de los hermanos Thunberg, que se convirtieron, a principios de los noventa, en la más efectiva banda de atracadores de bancos del país
El mayor robo de arsenal en la historia de Suecia fue perpetrado durante una noche del recién estrenado otoño de 1991. Más de doscientas armas largas, entre ametralladoras y fusiles de asalto AK4, y 864 cargadores de munición desaparecieron de un depósito de las Fuerzas Armadas en la localidad de Botkyrka, al sur de Estocolmo. Al frente de los asaltantes estaba Carl Thunberg, un veinteañero apuesto, alto, atlético y rubio que hasta entonces se había dedicado a las reformas y estaba a punto de convertirse en el enemigo público número uno del país escandinavo. Sus dos hermanos pequeños y un amigo de la infancia fueron sus compinches. Juntos dieron forma a la que acabó conociéndose popularmente como Banda de los Militares, una asociación criminal que ejecutó una decena de atracos a bancos con extrema precisión durante los meses siguientes y puso en jaque el Estado del paraíso democrático sueco. Juntos, empleando el arsenal que afanaron aquella noche de 1991, cambiaron para siempre las reglas del juego del sistema bancario de protección de sucursales.
Carl Thunberg, el cabecilla de la banda, tiene hoy 49 años y asegura que sigue dedicándose a las reformas. El mismo oficio que mantuvo como tapadera durante su época de pasamontañas y fusiles AK4 con los que entraba a sangre fría en las oficinas de crédito, encañonaba al personal y los obligaba en cuestión de segundos a echarse cuerpo a tierra y a abrir la caja fuerte. “Hoy preferiría no tener que recordar…”. Después de una pausada charla, su voz nasal empieza a quebrarse al otro lado del teléfono. “Nada de todo esto ha desaparecido de la memoria de las autoridades suecas. Pasé mucho tiempo en prisión. Pagué por mis delitos… Mi mujer está haciéndome señales desde la cocina… Estoy bastante jodido. Me está jodiendo una exnovia. Me sigue jodiendo la policía y estoy seguro de que nos están escuchando mientras hablamos. Tengo una hija de apenas cuatro años que tampoco debería enterarse de lo que estoy contándote. Y mi mujer no para de hacerme señas… Vamos a tener que dejarlo aquí. Vuelve a llamarme mañana a la misma hora”.
Noche cerrada en un lugar indeterminado de Estocolmo. Carl Thunberg cuelga el teléfono. Se acabó. Nunca más volverá a responder a las insistentes llamadas durante días. Su voz nasal y titubeante hacia el final de una conversación sobre ciertos detalles de su biografía, simplemente, acaba de desaparecer. Su hermano Stefan facilitó el contacto. Una cena en un restaurante de la calle madrileña de Cuchilleros, que frecuentaron legendarios ladrones como el bandolero Luis Candelas, había propiciado la llamada al mayor de los Thunberg, así como las fotografías que ilustran estas páginas. Escenas inéditas de la asombrosa vida y obra de la familia Thunberg. Una historia Made in Sweden.
Spielberg ha comprado los derechos cinematográficos del libro que narra las peripecias de los hermanos Thunberg
Ese es el título original en sueco del libro que ha publicado en España la editorial Suma de Letras bajo el nombre de Nosotros contra el mundo. Un thriller de casi setecientas páginas que reproduce las peripecias de los Thunberg y está escrito a cuatro manos entre Stefan Thunberg, guionista, escritor y el único hermano de la familia que no formó parte de la Banda de los Militares, y Anders Roslund, periodista de la televisión sueca y destacado autor de novela negra escandinava. Lo último que ha trascendido sobre dicha obra conjunta es que DreamWorks, la productora de Steven Spielberg, ha comprado los derechos para llevar al cine esta trama de crimen y castigo basada en hechos reales.
Stefan Thunberg tiene 46 años y es alto y corpulento. Tiene una mirada azul y a la vez oscura. Luce una media melena castaña que despeina antes de zamparse un plato de cordero asado durante una noche casi primaveral en compañía del coautor, Anders Roslund, sueco como él, cabello rubio cortado a capas y gafas redondas. Como Stefan, Anders conoce bien la personalidad de los criminales. Ha tratado con muchos de ellos a lo largo de su larga carrera periodística y como escritor de novela negra. Cubrió para la televisión sueca alguno de los sucesos reales protagonizados por la banda de los hermanos Thunberg. “Y como ellos, también tuve un padre iracundo y violento. Me pasó lo mismo que a Stefan: tampoco quise seguir los lamentables pasos de mi padre. Esta es una historia que gira en torno al dinero en la que, por supuesto, Carl, el hermano mayor, acaba convirtiéndose en una especie de adicto al robo de bancos. Pero también estamos hablando de alguien que no dejó a su hermano Stefan, que está hoy sentado en esta mesa, unirse a la banda”.
Todo empezó en el suburbio de Skoga, a las afueras de Estocolmo. En un pequeño apartamento donde vivían Boris y Günnal con sus cuatro hijos pequeños. El padre inculcó pronto a Carl la obligación de cuidar hasta donde fuera necesario la integridad de sus hermanos: Stefan, el segundo; Alexander, el tercero, y David, el más pequeño. Günnal era enfermera y cuidaba de los ancianos de un asilo. Boris, el cabeza de familia, se dedicaba a las reformas y chapuzas varias, que combinaba con la ingesta de altas dosis de alcohol y una afición desmedida por pelearse a puñetazos con los agentes de la autoridad que le llevó en varias ocasiones a pisar la cárcel. Toda su obsesión por entonces consistió en adiestrar a Carl, el mayor de los Thunberg, en el manejo de los puños y a no retirarse jamás de un combate. Toda su ambición era que aquel niño rubio con cara de listillo llegara a ser un día un hombre como él. Incapacitado para delatar jamás a uno de los suyos. Siempre dispuesto a liarse a mamporros contra cualquier adversario, por grande que este fuera. Listo para golpear primero. “Recuerdo perfectamente el sonido de los que caían derribados por los puñetazos de mi padre”, dice Stefan. “Era un sonido especial, como un impacto hueco. Cuando lo escuchas con seis años se convierte en algo que no olvidas fácilmente. Si mi padre era bueno en algo, era en pelearse. A mí nunca me pegó. A mi madre le dio dos palizas de muerte. En la segunda ocasión, Carl intervino para salvarle la vida”.
La crisis arrasó con todo. ¿este es el sistema? Pues voy a joderos bien”
Carl Thunberg
Líder de la banda más famosa de atracadores de bancos en Suecia
Carl, el hermano mayor, recuerda simplemente a su padre como alguien “grande, fuerte, moreno y temible”. En las fotos del álbum familiar aparece luciendo brazos dignos de Clint Eastwood y puños descomunales abiertos por los nudillos. Una especie de Dean Martin con tupé brillante y nariz de boxeador. “Junto a él nunca sabías lo que iba a pasar”, prosigue Carl al teléfono. “Todo dependía de cuánto hubiera estado bebiendo. En una ocasión, hacia mediados de los setenta, cuando vivíamos en el barrio de Skoga, un grupo de hooligans con los que solía encararse le siguieron hasta casa. Estaban borrachos y sedientos de sangre. Empezaron a gritarle para que saliera. Un par de policías se aproximaron a la escena, manteniendo una distancia prudencial. Mi padre salió y los muchachos le rodearon en círculo. Mi hermano Stefan tenía entonces seis o siete años. Yo tendría diez u once. Nos asomamos al balcón. En cuestión de segundos, mi padre había tumbado con sus puños a todo lo que se meneaba a su alrededor. Empezaron a venir las ambulancias y los policías le detuvieron. Todo bicho viviente acabó tirado en el suelo. Salvo él”.
Cuando Carl era solo un niño, su padre le enseñó a pelear como un hombre siempre que tuviera ocasión. “Por supuesto, la rendición jamás era una alternativa”. Günnel, la madre, era en cambio “sigilosa, calmada; mentalmente ausente, pero nunca emocionalmente ausente: en su corazón era consciente de todo lo que pasaba con mi padre, pero en su mente trataba de abstraerse de todo aquello para sobrevivir”.
Mientras tanto, en el colegio, a Carl le resultaba, según su propia versión, “extremadamente fácil aprender”. Era un chico de sobresaliente. Guapo. Alto. Atlético. Tenía 14 años cuando la familia al completo se mudó de barrio y entró en otro colegio donde había que levantarse a la entrada del profesor en clase con disciplina casi militar. “Empecé mi particular guerra. Ellos intentaban hacerme quedar como un tonto delante de toda la clase por mi pasotismo ante las normas. No les dejé mucha opción. Por otra parte, sacaba buenas notas. Mi sueño entonces era convertirme en abogado. Creo que tenía un sentido de la aplicación de la justicia. A los 15 le conté aquello a mi padre”. La respuesta fue la esperada: “Ni de coña. Los abogados son escoria”.
Su padre jamás le ayudaría a financiar la carrera de Derecho. Ni le dejaría buscar fondos por su cuenta para tal fin. A los 17, Carl se enroló con él en el negocio de las reformas. Un año y medio después, hizo el servicio militar obligatorio. “Fueron los días más felices de mi vida. Dieciséis meses en medio de la nada. A 200 kilómetros de casa. Lo aprendí todo sobre armamento. Estrategias. Explosivos. Qué hacer y qué no hacer durante un asalto”. Cumplido el servicio militar, Carl volvió a trabajar con su padre. “Pero tuvimos una gran pelea tras numerosos desencuentros. Me dio tan fuerte que sentí toda la galaxia dar vueltas alrededor de mi cabeza. No era la primera vez que me pegaba. Sí fue la primera ocasión que yo tuve de devolverle el golpe. Mis hermanos se habían mudado con mi madre al centro del país. Yo vivía en Estocolmo. Abandoné el trabajo con mi padre y no tenía dónde ir. Así que aparecí en casa de mi madre y mis hermanos en Falun. Poco después se me pasó por primera vez por la cabeza cometer un atraco. Era 1986”.
Según recuerda Carl, por entonces un par de personas solían transportar sacas de billetes de los bancos suecos a cuerpo descubierto, desarmados. Él empezó a calcular las probabilidades y a diseñar un plan en un banco pegado a un gran centro comercial de Falun. Y ese mismo verano de 1986 se acercó con aspecto de desharrapado, subido a una bicicleta, a las inmediaciones de la sucursal que llevaba días observando desde la distancia. Fue su primer golpe. “En aquellos tiempos aquello era demasiado fácil de hacer. Vestido con aspecto de yonqui, me acerqué a los dos hombres vestidos de uniforme y les dije, encañonándolos con un viejo revólver del 22, cargado con munición del cinco y medio, que me dieran la pasta. Y añadí: ‘Haced el favor de no joderme’. Me llevé un millón y medio de coronas. Fue como jugar a la lotería. No estaba muy planeado. Pero tampoco iba a tener otra opción de salir adelante. No había trabajo. El país afrontaba la gran crisis financiera a finales de los ochenta y principios de los noventa. La corona se desplomó. Y yo tenía demasiado presente las enseñanzas de mi padre: ‘Jamás acudáis a los servicios sociales: eso es de perdedores; arreglad los problemas por vuestros propios medios. Si no lo hacéis, será mejor que desaparezcáis de mi vista”.
Para Carl, aquello se había traducido en encontrar soluciones por cualquier medio que fuera necesario.
Un par de meses más tarde, se mudó a Skoga, al mismo suburbio de Estocolmo donde había vivido de pequeño con sus padres. Con parte del dinero de su primer atraco en solitario, fundó su propia compañía de reformas. Un último intento de volver al sistema. “Quizá debería haberlo dejado todo y regresar a la escuela. Pero estaba un poco perdido. Y la crisis había arrasado el negocio de la construcción. Así que un día, simplemente, pasé página para siempre y dije: ‘¿Este es el sistema? ¿Así funciona? Pues voy a joderos bien”.
Eso significaba formar una banda criminal. Carl pensaba entonces que Stefan era el hermano talentoso, “un joven deportista e inteligente que lo analizaba todo con mucha precisión”. Había sentido la llamada de las Bellas Artes. No podría contar con él. No debía hacerlo. “Alexander, el siguiente de mis hermanos, era el hombre tranquilo; David, el pequeño; Erik y Johan, dos amigos que se subirían al barco sin pensarlo. Erik era más gallina, supo retirarse a tiempo. Johan era un descerebrado que carecía de sentido común y estuvo hasta el final de la aventura. Podríamos decir que la banda se formó sola. Yo solo apunté conjeturas, hipótesis, posibilidades. Nuestras primeras conversaciones giraron en torno al hecho de hacernos con armamento; lo importante era tenerlo, no lo que se podría hacer con él. Era obvio que con un arsenal potente podríamos elegir qué hacer después: venderlo en el mercado negro a otras bandas, al propio ejército o a la policía. Una vez nos hicimos con él, surgió la idea o, más bien, la posibilidad que yo había planteado de robar bancos”.
El primer asalto conjunto, empleando parte del arsenal robado al depósito de las Fuerzas Armadas al comienzo del otoño de 1991, apenas duró tres minutos. Carl recuerda que en el coche sonaba Knockin’ on Heaven’s Door y que quedaban cinco minutos antes del cierre de una sucursal bancaria a las afueras de Estocolmo. Tácticas de ataque. Indumentaria paramilitar. Equipos de comunicación y arneses de combate. Armas automáticas con munición del 7,62, full metal jacket. Huidas sin rastro. “El ejército nos había dado la formación necesaria”. Los medios suecos tardaron poco en bautizarlos como la Banda de los Militares.
Era inevitable verlos cargados de adrenalina y querer ser uno de ellos”
Stefan Thunberg
Escritor y hermano de los integrantes de la Banda de los Militares
Su objetivo, dicen, era el dinero. Pero por el camino hirieron a personas inocentes. Sobre los cristales blindados de una de las sucursales dibujaron una sonrisa a base de disparos de alto calibre mientras las cajeras se agazapaban aterrorizadas bajo el mostrador, quedando traumatizadas de por vida. Golpe a un furgón blindado, un millón de coronas; doble atraco bancario simultáneo, tres millones; triple robo simultáneo, dos millones… Farsta, Svedmyra, Ösmo, Rimbo, Kungsör… Mantener la tapadera de operarios de reformas. Construir un búnker por sus propios medios bajo la habitación de la casa de Carl para esconder el arsenal. A cada nuevo plan, armas nuevas. Cautela en los gastos. Pocos excesos. Cada botín debía financiar el siguiente, que sería más complejo, más extremo, más violento.
Eran todos veinteañeros, salvo David, el menor de los hermanos Thunberg. Stefan, el único al margen de la orgía criminal, llegó una tarde al apartamento de Carl y se encontró a los integrantes de la banda viendo por la tele la noticia del robo por valor de un millón de coronas que habían cometido horas antes. “Entonces quería formar parte de aquello”, recuerda hoy Stefan mientras devora una pieza de cordero asado. “Era inevitable verlos cargados de adrenalina, escuchándolos decir que ese millón de coronas no ocupaba tanto espacio, y querer ser uno de ellos”. Stefan también asegura que jamás fue un problema para ellos que presenciara aquellas conversaciones. “Carl nunca me dijo nada parecido a ‘no hables con nadie de esto’. El sentido de unidad era algo que llevábamos en la sangre desde pequeños. Si algo nos enseñó nuestro padre era a no traicionar jamás a uno de los nuestros”.
–¿Por qué no entró a formar parte de la banda de sus hermanos?
–Honestamente, al principio quería ser totalmente parte de aquello. Pero después del primer atraco que ejecutaron, tomé conciencia de que robar bancos no estaba hecho para mí. No soy un criminal. Por entonces me dedicaba a pintar, a estudiar Bellas Artes. Y Carl, mi hermano mayor, también me hizo ver que yo no estaba hecho para ir con ellos. Una tarde le dije que me apetecía unirme. Tras una breve conversación, ambos concluimos que no era lo mejor para mí. Fue hacia principios de 1992.
Aquel fue el año de máximo apogeo de la Banda de los Militares. El terror invadió Suecia. Literalmente. Sobre todo, a partir del momento en que colocaron una bomba que hizo explosión en la Estación Central de Estocolmo para desviar la atención de la policía mientras daban uno de sus sonados golpes. Anders Roslund, autor con Stefan del libro sobre esta historia real a la que han cambiado nombres y fechas, cubrió aquel suceso como periodista de la televisión sueca. “Entonces empezaron a complicarse las cosas en el grupo. Las relaciones se tensaron entre ellos. Aquella explosión fue el primer acto de verdadero terror que vivió Suecia en los noventa. Haber contado el horror que se vivió aquel día en directo fue, años después, una de las razones por las que me interesé en escribir este libro y conocer la verdad que escondía aquella banda de criminales”. Stefan, por su parte, asegura que él ha querido publicar esta historia por la mera imposibilidad, “como escritor”, de mantenerse al margen de la peripecia de su propia familia.
El décimo asalto de la banda sería el principio del fin. Boris, el padre, llevaba meses sospechando que sus hijos, a los que había dejado en la cuneta tras largarse de casa, eran los integrantes de la Banda de los Militares. Y quiso enrolarse. “Creo sinceramente que mi padre encontró así la oportunidad de reencontrarse con sus hijos. Y para mi hermano Carl, que Boris se uniera a ellos era la forma de demostrarle que era alguien. Y de decirle: ‘Tú formas parte de mi creación’. Cuando iban a trincar a mi padre y a mis hermanos a las afueras de Estocolmo, el día antes de Navidad de hace 20 años, vi en las noticias que la policía los tenía rodeados. Mi novia de entonces estaba a mi lado en ese momento y dijo: ‘Hueles jodidamente mal’. Estaba transpirando el estrés, convencido de que mi hermano moriría aquella noche. Que no se rendiría jamás. El principal problema era que mi padre, nuestro padre, estaba con él en aquel momento. El conflicto entre ellos dos era el gran problema. No veía otra posibilidad distinta a que los dos murieran aquella noche”.
A la mañana siguiente, Stefan se levantó y vio nacer a través de la ventana un día perfecto de Navidad. La nieve cubría las calles y el cielo brillaba de un azul radiante. Pensó que todo había sido un mal sueño. Paseó hasta una tienda de su barrio y vio los titulares colgados en los periódicos que le devolvieron a la realidad. Estaban vivos. Los delirios de grandeza como banda criminal habían llegado a su fin. “¿Qué pasó entre mi padre y mi hermano mayor durante aquellas horas, esperando la emboscada policial, agazapados en la noche? Para un contador de historias es algo que no puedes dejar atrás. Y forma parte de mí. Mi vida entera ha girado en torno a ese conflicto entre mi padre y mi hermano mayor. Conflicto, conflicto, conflicto”. Stefan choca tres veces su puño derecho sobre la palma de la mano izquierda. “Aunque siempre le recuerdo peleando, también tuve buenos momentos con mi padre. No le respeto, pero le perdono por todo lo que hizo. No creo que él me perdone a mí por haber escrito este libro”.
Los errores cometidos en el décimo asalto pusieron fin a la Banda de los Militares. Sus integrantes comparecieron en un largo proceso judicial que arrancó en el verano de 1994 y acabó con penas de prisión de entre tres y catorce años. Carl cumplió nueve y medio, varios de ellos en uno de los penales de máxima seguridad del país. David tenía 17 cuando ocurrieron los hechos y apenas cumplió condena. A Alexander y al padre de todos ellos les cayeron cuatro años. Fueron dispersados por diferentes centros penitenciarios. “No sé si Carl se arrepiente de lo que hizo. Mis hermanos pequeños, sí, eso lo tengo claro”, afirma el único Thunberg que no paseó por el lado salvaje.
–¿Sabe si su hermano Carl ha vuelto a cometer algún delito tras recuperar la libertad?
–Lo desconozco. Tampoco creo que sea un psicópata. Simplemente, se convirtió en aquello que mi padre quiso moldear. Carl pasó otro año en la cárcel hasta que se resolvió un caso de asesinato con el que fue relacionado, y que también afectó a mi hermano David. Pero ambos salieron absueltos y el Estado les pagó por pasar ese tiempo en prisión. Antes de venir a España, mi hermano me ha llamado para decirme que está volviendo a tener problemas con la policía. No sé a qué se debe, pero los agentes siguen visitándole y creo que seguirán haciéndolo. Ha sido un delincuente demasiado famoso en Suecia.
Hubo una serie de crímenes. Y hay un castigo. La voz nasal de Carl llegó por teléfono días después del encuentro con su hermano Stefan. Poco antes de desaparecer para siempre, esbozó su autorretrato. “Todavía hoy, tengo la sensación de que esta sociedad y la policía ven en mí al puto Keyser Soze [personaje protagonizado por Kevin Spacey en la película Sospechosos habituales]. La policía sigue mis pasos. Cada vez que lo estiman oportuno vuelven a interrogarme o a poner mi vivienda patas arriba. Sé que no pararán jamás. Esta historia me perseguirá mientras viva”.
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