Oportunidad y oportunismo
El reconocimiento a las mujeres arquitectas podría ir de la mano del reconocimiento a otra manera de hacer arquitectura. Hay que volver a apostar por su capacidad transformadora
“En Tailandia es más fácil para un pobre hacerse una casa sencilla que para alguien de clase media. Por eso trato de aprender a trabajar con menos”, explica la arquitecta Patama Roonrakwit (1968). “Diseñar es responsabilizarte de tu imaginación”, tercia la india Suhasini Ayer-Guigan (1961). “La arquitectura hoy está más definida por la fealdad que por la belleza”, ha escrito la suiza Angela Deuber (1975). A muchas de las profesionales reunidas en Bérgamo para el premio Arcvision (50.000 euros a la mejor arquitecta) les ha costado alcanzar una voz propia. Alguna ha tenido que elegir entre vida personal y profesional. Otras han necesitado abandonar su país. Todas conocen las silenciadas historias de sus predecesoras: la modernidad de Eileen Gray que se adelantó a la de Le Corbusier; la locura de Sophia Hayden Bennett, primera titulada en el MIT, que cobró un tercio menos que sus colegas diseñando la Exposición Colombina de Chicago, o la rabia de Denise Scott Brown porque el Pritzker fuese solo para su socio y esposo.
A pesar de que fueron muchas las precursoras no reconocidas, la autoría arquitectónica escapa a la dicotomía entre masculino y femenino. La mayoría coincide: es el empeño en que exista un autor único lo que hace daño a una profesión que, como el cine, se realiza por partes. Por eso, hace tres años, cuando la cementera Italcementi creó este galardón, muchas arquitectas (incluida la jurado Yvonne Farrell) se mostraron suspicaces. Como había sucedido con la sostenibilidad o con la arquitectura paramétrica, ¿iban ellas a prestarse al juego de convertirse en la nueva moda?
La tercera edición del premio desvela voluntad de continuidad. Y de mejora: por vez primera, las finalistas han convivido durante dos días. Coinciden en que la autocensura está en la base de muchos machismos. “No fui consciente del tema de género hasta que investigué para mi tesis sobre la mujer en casa”, explica la española Atxu Amán (1962). “En India te tratan como diosa o como esclava”, cuenta Ayer-Guigan. “En Estados Unidos, la desigualdad entre hombres y mujeres, además de ser pronunciada y extendida, se ha vuelto inconsciente. No se discute por miedo a que empeore. Existe la creencia de que fuera las mujeres sufren mayores abusos, y eso lleva a que se tolere la desigualdad”. Es la croata Zoka Zola (1961) la que lo explica. Lleva 18 años en Chicago.
Con ese mar de fondo, se anuncia la ganadora. Es la más joven, Angela Deuber, y sus dos edificios de excelente factura. Varias finalistas se encogen de hombros. Admiten que los proyectos son elegantes, pero esperaban una apuesta mayor.
¿Se atreverá un próximo jurado a premiar una arquitectura que valore otros criterios por encima de la perfección constructiva? “Puede que haga falta un hombre en el jurado”, bromea Giulia de Appolonia. Si no se cambia el punto de vista para juzgar la disciplina, poco cambiará. Y este premio es una oportunidad para hacerlo. El reconocimiento a las mujeres arquitectas podría ir de la mano del reconocimiento a otra manera de hacer arquitectura en la que la necesidad fuera un criterio tan válido como la perfección formal. Si el único premio que se les concede no quiere ser oportunista, tiene esa oportunidad: volver a apostar por la capacidad transformadora de la arquitectura.
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