¡Árbol va!
He talado un árbol. Un gigante de más de diez metros. Lo he hecho caer con mis propias manos, estas manos, ayudado de la sierra mecánica y del hacha. La leche. En el último momento se produjo un crujido sobrecogedor, un estertor profundo de la madera, que pareció llenar el bosque. Estábamos solos yo y un petirrojo –descontando el abeto– pero no dejé de gritar a pleno pulmón el canónico “¡árbol va!” mientras el coloso se venía abajo. El petirrojo, acojonado. Son actos como este, épicos, los que nos devuelven a la esencia de la virilidad.
No iba a ser un día cualquiera. Iba a cortar el árbol. La cita había sido largamente aplazada, como todo lo que requiere una cierta grandeza de espíritu (y esfuerzo); el gran abeto vivía de prestado, y lo sabía. Mascullaba su rencor moviendo sus ramas como un boxeador que calienta los miembros preparándose para el combate. Observándolo desde la ventana que mira al jardín di varios tragos de ginebra Old Raj, directamente de la botella. Hubiera sido el momento de encender un Malboro, pero no fumo.
Cortar un árbol tiene su ritual. No es el menor vestirse para ello. La camisa de cuadros me parecía de recibo. Unos vaqueros viejos con agujeros de una vez que traté de rellenar la batería del jeep y me cayó en la entrepierna ácido sulfúrico (!). Las baqueteadas botas Timberland (el modelo original, sin sofisticaciones). La gorra impermeabilizada con grasa, tipo cazador de patos o de aligátores en los Everglades. Un pañuelo de cuello a lo John Wayne. Me hice un selfie.
Aferré el hacha. Me planté (!) ante el árbol. Me escupí en las manos. La saliva olía a ginebra. Golpeé con todas mis fuerzas: la hoja rebotó en el tronco y casi me decapito. Me quedé temblando por la impresión y la vibración, como en los dibujos animados del coyote y el correcaminos. Una muesca cruzaba la corteza como una ofensa. Así iba a tardar varios días. Pero lo del hacha era solo el primer contacto. Los dos, el árbol y yo, lo sabíamos.
Volví a casa y regresé con la sierra mecánica; palabras mayores, amigo abeto. Me pareció que el árbol empalidecía, si tal cosa es posible. Como siempre, tardé un buen rato en ser capaz de arrancarla, la motosierra, por mi inveterada impericia mecánica y por el miedo que me da poner en marcha semejante trasto dentado. Es un instrumento feroz digno de La matanza de Texas, lo más caro e intimidatorio que encontré en toda la comarca. Solo la saco a pasear cuando quiero impresionar mucho a las visitas y que se vayan pronto. El abeto no pareció impresionado. Incluso se cimbreó un poco, suavito, con cachondeo. Tiré de la cuerda furioso y aquel monstruo se activó en mis manos ronroneando ávido de una presa. Con aquello yo era como el francotirador Kyle, podía cargarme a media población de Ramadi, qué digo, a medio Iraq.
Sintiéndome poderoso aunque algo intimidado a la vez por mí mismo ataqué al abeto. Esta vez abrí un buen corte. Satisfecho paré el motor para examinar mi trabajo. Tenía una mano llena de sangre. Casi me desmayo. Horrorizado me conté los dedos. Estaban todos. ¿Habría sido el árbol en defensa propia? ¿Me había mordido? No, me había cortado yo mismo una yema sin darme cuenta al probar el filo de la cadena. Me pasé la mano por la camisa: quedó toda manchada, como si fuera la última de Kurt Cobain. Qué mal rollo. La mezcla del olor a gasolina, a grasa, a resina y el metálico de la sangre impregnaba la tarde. Solo faltaba sexo, me dije con una mueca a lo Hemingway. Y quizá un leopardo. Grandes nubes llegaban por el horizonte. Sin saber cómo había pasado del anuncio de colonia masculina al drama rural, de Siete novias para siete hermanos a Las colinas tienen ojos, de Huckelberry Finn a Por quién doblan las campanas.
Había que acabar con aquello. Finalizar lo que había empezado. Los hombres somos así. No dejamos a los ciervos heridos. Esas cosas. Arranqué de nuevo la motosierra y corté y corté apretando los dientes. Sentí la vida del árbol escaparse entre mis dedos. El gigante tembló y empezó a caer. Se vino abajo sin perder su orgullo y yo le rendí tributo varonil presentando mi arma (con lo cual casi me arranco de cuajo la oreja). Quedó tendido cuan largo era, abatido pero no derrotado. Alcé los ojos al cielo y justo entonces comenzó a nevar
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