Una cruzada quijotesca para salvar el 'skyline' japonés
Tomas Maier explica en exclusiva por qué ha implicado a su casa, Bottega Veneta, en la defensa de joyas arquitectónicas en peligro de extinción
No se revela tan fácilmente como el enorme Park Hyatt de Shanghái. El interior no está forrado de mármol al estilo del Bristol, en París. Y tampoco tiene una discoteca con porteros dispuestos a ponerte en evidencia, como sí ocurre en el Standard neoyorquino. Agazapado entre árboles y rascacielos, en un recodo del barrio de las embajadas, el mayor encanto del hotel Okura, en Tokio, es que subsiste como un tributo a lo único que no han cultivado los hoteles durante los últimos treinta años: el silencio. Se inauguró en 1962, dos años antes de los Juegos Olímpicos de Tokio, y ya entonces fue considerado una obra maestra de su autor, Yoshio Taniguchi (que décadas después firmaría la ampliación del MoMA de Nueva York). Su vestíbulo, decorado con paneles de madera, delicadas lámparas colgantes y pantallas de papel de arroz, sirvió de escenario para el enredo Apartamento para tres, de Cary Grant (1966). En el bar, siempre en penumbra, se podrían grabar cuatro temporadas de Mad men. La especialidad de su restaurante es el plato más seductoramente pasado de moda del mundo: el consomé.
A diferencia de la arquitectura tradicional japonesa, la mayoría de los edificios posteriores a la Segunda Guerra Mundial no están protegidos
Pero la magia se termina en agosto de este año, cuando Okura Holdings derribe el edificio para construir una torre de 38 pisos que pretende tener lista a tiempo para otros Juegos Olímpicos, los de 2020. A diferencia de los templos y la arquitectura tradicional japonesa, la mayoría de los edificios posteriores a la Segunda Guerra Mundial no están protegidos, lo cual permite que los promotores saquen la misma carta cada vez que quieren tirar alguno: el comodín de construir otro, más grande, más moderno y con mejores medidas de protección antisísmica.
Los promotores sacan la misma carta cada vez que quieren tirar un edificio moderno: el comodín de construir otro, más grande y más moderno
Una fría mañana de diciembre, en un blanquísimo estudio un par de decenas de pisos sobre Madison Avenue, en Nueva York, Tomas Maier (Pforzheim, Alemania, 1956) nos explica por qué ha enrolado a Bottega Veneta, la firma que lidera, en el movimiento en defensa del Okura. Lo hace sin dramatismo y con acento alemán: “No es que sea dado a la nostalgia. Es simplemente que los ejemplos de buena arquitectura merecen ser conservados. Si no lo hubieran hecho nuestros predecesores, no sabríamos lo que sabemos hoy. Es el material con el que nuestros descendientes podrán educar su mirada”. Un mes antes, la casa italiana auspició una charla para fomentar la preservación de la arquitectura japonesa del siglo XX, en el 21st Century Art Museum de Kanazawa, al norte de Japón. Respecto al Okura, una de las ponentes, la arquitecta Toshiko Mori, fue vehemente: “Demolerlo sería un acto de barbarie. Las medidas antisísmicas son una excusa. En Japón saben cómo preparar edificios antiguos para que sean resistentes, como ya hicieron en el Museo de Arte Occidental de Le Courbusier en Tokio [construido en 1965]. Es caro, pero vale la pena”.
Mori, afincada en Nueva York y amiga de Maier desde hace años (le está haciendo una casa en Maine), es experta en adaptar clásicos del siglo XX al lenguaje y las necesidades del XXI. Proyectó un ala nueva para los dueños de la vivienda que Marcel Breuer se construyó en New Canaan, Connecticut, en 1952, y ha diseñado el centro de visitantes de la casa Darwin D. Martin de Frank Lloyd Wright (de 1905). “Estos edificios son especies en peligro de extinción. Están amenazados tanto por las fuerzas de la naturaleza como por las fuerzas de la economía”, explica. Hablamos en el salón de un hotel de Kanazawa y todo resulta nuevo, recargado y, por qué no decirlo, odiosamente anti-okura.
Se trata de un tipo de arquitectura que no expresa poder. No es ornamental, así que tampoco da la impresión de ser valiosa Toshiko Mori, arquitecta japonesa
Es irónico que, aunque las series, la ropa y las piezas de mobiliario de los años cincuenta y sesenta llevan de moda varios años (mire en Sotheby’s cuántos ceros reclaman unos candelabros de Breuer), la arquitectura destinada a alojarlas está frecuentemente en peligro. Y no solo en Japón. “Es comprensible”, dice Maier. “En esa época, el planteamiento de las viviendas era muy radical: espacios diáfanos, paredes de cristal, techos planos… Conservar esos edificios es muy caro, y suelen requerir una renovación profunda, por lo que es necesario un propietario que no solo tenga mucho dinero, sino que ame y comprenda la arquitectura”.
Una dificultad añadida en esta cruzada es que, a partir de los años sesenta, los edificios tomaron una dirección poco comercial: estructuras contundentes, construidas en hormigón armado, empezaron a reproducirse en las ciudades. Alojaban viviendas de protección oficial, servicios públicos e instituciones oficiales. Hoy, en parte debido a décadas de desapego, muchas de ellas se desmoronan. ¿Cómo hacer que la gente ame lo que estaba acostumbrada a odiar? “Cuestión de tiempo”, responde Maier. “Es como el edificio que Paul Rudolph construyó en Yale en 1962. Hasta hace poco lo aborrecían, lo querían demoler, pero hubo protestas y ahora resulta que es una obra maestra. Lo están restaurando. Cuanto más te atrevas, cuanto más vayas al extremo, menos te entenderán en el momento, pero más gente lo apreciará en el futuro”. El problema, según Mori, es que “se trata de un tipo de arquitectura que no expresa poder. No es ornamental, así que tampoco da la impresión de ser valiosa. Lo bueno es que, después de 50 o 60 años, muchos están empezando a abrazarla”.
Los ejemplos de buena arquitectura merecen ser conservados. Si no lo hubieran hecho nuestros predecesores, no sabríamos lo que sabemos hoy Tomas Maier, director creativo de Bottega Veneta
Entre las joyas arquitectónicas sobre las que Bottega Veneta quiere llamar la atención, están la catedral de Santa María y el Gimnasio Nacional, ambos en Tokio y diseñados por Kenzo Tange en los años sesenta; o el ayuntamiento y el pabellón deportivo de la prefectura de Kagawa, también de Tange. En todos ellos se advierte cómo, si bien el gran error de buena parte de la arquitectura del siglo XX fue ignorar la cultura local, en el caso nipón, esta se fundió sin problemas con la estética tradicional. Estas construcciones, además, son la memoria reciente del país (de los años de recuperación tras la Segunda Guerra Mundial y del vertiginoso desarrollo posterior) y, sobre todo, supervivientes del constante ciclo de destrucción y reconstrucción que guerras, terremotos y promotores han impuesto al paisaje japonés.
En trece años, Tomas Maier ha convertido a Bottega Veneta en la segunda marca más importante del grupo Kering, solo por detrás de Gucci. Y lo ha hecho gracias a un criterio más exigente que el de la mayoría de sus contemporáneos. Bottega Veneta no se permite ni logos visibles, ni rebajas, ni estridencias, y se cuida de ocupar localizaciones arquitectónicamente relevantes. La oficina donde nos encontramos está en el edificio Fuller, un rascacielos art déco; la nueva tienda en Milán ocupa un palazzo del siglo XVIII en Via Sant’Andrea, y el taller donde trabajan los artesanosde la casa acaba de trasladarse a una grandiosa villa en el Véneto. El alemán se derrite con este proyecto: “Es una casa histórica, protegida, pero la hemos adaptado sin necesidad de destruir su interior. Recuperamos las lámparas de Murano, reprodujimos los suelos de terrazo… Incluso contratamos a los especialistas en iluminación que trabajan con [el arquitecto] Peter Zumthor. ¡Magnífico!”, concluye orgulloso.
La cultura japonesa acepta con naturalidad que las cosas nacen, mueren y se transforman, por muy bonitas que sean Andrés Sánchez Braun, corresponsal de EFE en Tokio
Alguien tan alérgico a la medianía sabe, por supuesto, qué haría en un lugar mágico como el Okura. “Le hace falta una actualización, no entrar con excavadoras. Ahora está algo decadente, pero hasta principios de los ochenta era fabuloso. Las habitaciones, que ahora son como de cadena hotelera norteamericana, antes tenían paneles móviles que separaban el espacio. Por la ventana veías la Embajada americana, un templete… ¿Acaso no es perfecto? La gente lleva años esforzándose por hacer hoteles boutique para cierto tipo de público, y aquí, teniéndolo todo, lo quieren derribar”. Mori añade: “La preservación de un lugar histórico no trata solo de edificios, sino del estilo de vida. En el Okura es la atmósfera lo que lo hace único. La cortesía, el servicio… Por eso tanto turistas como tokiotas siguen visitándolo”. Medios como The Econonomist, The New York Times o Monocle han denunciado la situación (este último fundó savetheokura.com, donde se puede firmar una petición), y Bottega Veneta ha creado un hashtag, #mymomentatokura, para popularizar la causa en Instagram. Pero, de momento, la polémica se antoja muy elitista como para salvar a un viejo edificio de la lógica del mercado. Andrés Sánchez Braun, corresponsal de EFE en Tokio, lo confirma: “El asunto no ha trascendido a los medios generalistas. La cultura japonesa acepta con naturalidad que las cosas nacen, mueren y se transforman, por muy bonitas que sean. Y hay que tener en cuenta que los grupos constructores mueven media economía nacional”. Todavía queda esperanza, explica Mori. “[Yoshio] Taniguchi se ha implicado y puede que se logre conservar partes significativas”.
Una de las historias que circulan por el establecimiento cuenta que Kishichiro Okura, su dueño, amaba tanto el proyecto que probó al jardinero en el jardín de su propia casa antes de permitirle trabajar en el del hotel. “Todavía queda gente refinada que busca la máxima calidad en lo que hace”, advierte Maier con esa falta suya de dramatismo. ¿Quién? “Yo, por ejemplo”, responde solo medio en broma. Suena a oferta para los amigos de Okura Holdings.
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