El dinero da la felicidad (si sabe cómo gastarlo)
Si está pensando qué regalar (o comprar), sepa que una clase de cocina aporta más bienestar que el reloj más caro del mercado
Si es de los que rinden al consumismo gozoso durante estas fiestas, deténgase unos momentos para reflexionar en qué se gasta el dinero antes de lanzarse a lo loco al fragor de las compras. Emplear el dinero en una experiencia (como un concierto, un taller de cocina o un viaje) trae más felicidad que invertirlo en objetos, según confirman estos investigadores en la publicación Psychological Science. Es solo el último de una creciente lista de estudios que muestran que hay maneras de gastar que incrementan el bienestar. Y otras que nos lo quitan.
Comencemos por lo más importante: muchas (la mayoría, quizás) de las experiencias más gratificantes en la vida, como pasear por el bosque, reírse con un amigo, cruzar la mirada con esa persona que tanto le atrae, son gratis; y no hay que esperar a Navidad ni a ninguna otra fecha señalada para disfrutarlas. A veces, por otra parte, la línea que separa las experiencias de las cosas es muy delgada. Es el caso, por ejemplo, de unos esquís, un objeto material que abre el paso a experiencias. Esto nos da una clave importante: “Las personas más felices son aquellas que tienen más capacidad para extraer experiencias de todo en lo que invierten su dinero, ya sea una guitarra, un billete de avión, un traje o unas zapatillas de atletismo”, escribe en su libro Los mitos de la felicidad la profesora de psicología de la Universidad de California Sonja Lyubomirsky.
¿Por qué aportan más felicidad las experiencias que las cosas? La última investigación se centra en la anticipación: esperar para tener una experiencia aporta mayor felicidad que anticipar un bien material porque, entre otras cosas, podemos imaginar todo tipo de posibilidades sobre lo que nos espera (cosa improbable con un bien material: un reloj ya sabemos lo que es, aunque sea de marca).
Pero hay otras razones:
- Con las experiencias comparamos menos. Las comparaciones sociales son una fuente prácticamente inagotable de malestar. Pero es menos probable que validemos nuestras experiencias comparándolas con las de los demás, como sucede con los bienes materiales. Requiere de mucha imaginación confrontar nuestra luna de miel con la del vecino; no así su descapotable con nuestro viejo utilitario.
- Lo que podría haber sido. También somos menos propensos a realizar otro tipo de equiparaciones con las experiencias: la comparación con lo que podría haber sido. Es decir, es más probable arrepentirse de haber comprado un bolso caro cuando vemos uno de oferta; que de haber ido al ballet y saber, después, de otro espectáculo más barato.
- Las experiencias son más sociales. Tienen más probabilidades de ser compartidas y revividas, dándonos oportunidad de ensanchar nuestros círculos sociales o cimentar la amistad, elementos que contribuyen a la felicidad.
- Nos identificamos más con las experiencias. A fin de cuentas, somos la suma de nuestras vivencias, no el volumen de nuestro armario.
- Las experiencias pueden conllevar desafíos y aventuras. Nos hace felices esmerarnos en aprender y superar las dificultades de una lección o un viaje, algo que difícilmente sucede con los bienes materiales.
- Las posesiones no cambian. Un reloj o una joya continúan (¡esperemos!) siendo iguales cuando pasa el tiempo; esto, que podría parecer ventajoso, hace que nos adaptemos a ellos con mucha rapidez. Estamos hablando de la adaptación hedónica, o nuestra capacidad para acomodarnos a todo lo bueno que nos ocurre –en algunos casos, de forma verdaderamente vertiginosa– y, consecuentemente, darlo por hecho enseguida. “Tras emplear varios días seleccionando un parqué perfecto para instalar en la nueva casa, los compradores se encuentran con que su querida madera de cerezo brasileño rápidamente se convierte en nada más que el suelo invisible donde pisan. Por el contrario, su recuerdo de ver un bebé guepardo al amanecer en el safari en África continúa siendo una fuente de placer”, señalan los autores del estudio, provocativamente titulado Si el dinero no te hace feliz, probablemente no lo estás empleando bien.
Partiendo de la base de que la mayoría de la gente “no va a comprender lo que les va a hacer felices, hasta qué punto y cuánto va a durar esa dicha", el grupo de investigadores que escribió ese artículo (entre ellos, Daniel Gilbert, autor del superventas Tropezar con la felicidad) agrupa recomendaciones como estas: produce más felicidad gastarse dinero en otras personas en lugar de en uno mismo (esto quiere decir que, si decide comprarse esa pluma tan cara, mejor regálesela a su padre); es más satisfactorio adquirir muchas pequeñas cosas que una grande; es mejor planear la experiencia con tiempo de antelación, para convertirla en más valiosa; y, por último, no compre impulsivamente, ya que la anticipación –factor importante como se ha visto– se vería invalidada.
Todo esto, que tan razonable suena, se parece mucho a un lavado de cara del capitalismo (además de al anuncio de Ikea). Carmelo Vázquez, catedrático de psicología de la Universidad Complutense, señala: “Lo que es más interesante es ver si lo que tú gastas es congruente o no con tus valores, y eres capaz de proporcionar significado”. El profesor cree, como apuntaba la psicóloga Sonja Lyubomirsky, que está bien decantarse por experiencias en lugar si aquellas implican algo más que el mero consumo. “Si no, es igualmente raquítico”, observa.
Vázquez apuesta por los valores de presente –esto es, de disfrute–, frente a los valores de futuro, intangibles. Y, en cualquier caso, cree que es muy importante tener una especie de airbag ante las compras, un punto de reflexión que nos ayude a “frenar y ser escépticos ante los supuestos beneficios”. Todo un manifiesto contra el gasto compulsivo.
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