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Willem Dafoe: "Los mejores papeles dejan cicatrices"

Jesuscristo para Scorsese, sargento para Oliver Stone, Duende Verde para toda una generación. El actor más raro de Hollwyood se sincera

Álex Vicente
Max Montingelli

Por el Lido de Venecia deambulan veraneantes tardíos pegados al manillar de sus bicicletas de alquiler, sosteniendo helados a medio derretir, acelerando el paso para escapar a las primeras lluvias que anuncian el cambio de estación. A ratos, la sombra de Visconti aparece en medio del lujo decadente que invade el lugar –aquí rodó su adaptación de Muerte en Venecia–, aunque lo más común es darse de narices con turistas alemanes y fans histéricas de Daniel Radcliffe, uno de los invitados del festival de cine que llega a su fin. En medio de este extraño paisaje, se distingue a un hombre bajito, fibroso y de edad imprecisa, que parece recién aterrizado de otro planeta. Cuando aparece en una terraza pegada a la laguna veneciana, nadie se atreve a gritar su nombre, a arrancarle un autógrafo o a masacrarlo a selfies. Tal vez porque sorprende la escasa parafernalia que envuelve su entrada en escena, sin corpulentos esbirros ni séquito de asistentes. Willem Dafoe se presenta solo.

Siempre me dicen que parezco europeo. La verdad es que no me siento europeo, aunque tampoco estadounidense

Una única espontánea, italiana y entrada en años, se atreve a cortarle el paso en el camino que le conduce a la mesa. “¿Sabe qué? Una vez, hace mucho tiempo, conocí a Pasolini”, le dice. “Y tiene que saber que es usted su vivo retrato”. El actor sonríe mientras le acaricia un hombro y le suelta lo que, un rato más tarde, entenderemos que constituye su muletilla favorita. “Beautiful, beautiful”, repite con una inimitable voz nasal. En realidad, Dafoe no se parece prácticamente en nada a Pasolini. “Tiene usted razón”, reconocerá al presentarse. “Yo tampoco veo la semejanza. No tengo el aspecto tradicional de un italiano. Me tuve que poner lentillas negras y teñirme el pelo”. Habla del rodaje de Pasolini, el biopic del mítico escritor y cineasta italiano, amante del escándalo público y los ragazzi di vita, que Dafoe ha venido a presentar a la Mostra de Venecia junto al director Abel Ferrara.

Y sin embargo, en pantalla, obra el milagro. Dafoe es Pasolini (o por lo menos, la imagen mental que pueden hacerse de él quienes nacieron después de su muerte). El actor prefirió interpretarlo en inglés, no por imperativos comerciales sino porque su italiano “no es lo suficientemente bueno”, como reconoce con cierto sonrojo. Sabe que sabemos que vive en Italia y que lleva una década casado con la directora Giada Colagrande, a quien, como ha contado en más de una ocasión, conoció en una calle romana. “Hablo de forma muy básica, pero se me da muy bien el italiano gestual. ¿Quiere comprobarlo?”, solicita entre carcajadas. Acto seguido, empieza a reproducir las agitaciones manuales que tanto se estilan entre los autóctonos. La primera quiere decir “¿Pero qué me estás contando?”. La segunda, “No me podría importar menos”. Y la tercera, sospechamos que algo parecido a “Vaffanculo”.

max montingelli

De cerca, Dafoe da menos miedo que en pantalla. Su boca es menos desproporcionada. Sus pómulos, menos descollados. Y su mirada, algo más vulnerable. A la vez, en las distancias cortas sobresale esa inquietante extrañez que gobierna un rostro reptil y andrógino, situado en algún punto del arco fisionómico que va de David Bowie a Klaus Kinski. Reconoce que, en un mundo dominado por la belleza genérica, sus primeros castings no fueron precisamente fáciles. Cuando le pedimos que lo desarrolle, el afable Dafoe se cierra en banda. “Prefiero no hablar mucho de eso. Es el tipo de cosas que prefiero olvidar”, dice tras marcar una pausa, como si hubiera topado con una herida interior.

¿De qué planeta viene Willem Dafoe? De uno llamado Appleton, Wisconsin. El actor creció en una familia de ocho hermanos –él es el segundo más joven–, que le martirizaban encerrándole en el cuarto oscuro y colgándole del techo patas abajo. En esa pequeña ciudad de provincias, bastión electoral del senador McCarthy y hogar de Harry Houdini –“su mayor proeza debió de ser escapar de ese pueblucho”, dijo una vez–, Dafoe fue educado con valores rectos y tradicionales. Su padre, el doctor William Alfred Dafoe, fue un reputado cirujano y su madre, Muriel Sprissler, una enfermera en el mismo hospital (si quieren visualizar su infancia, imaginen Anatomía de Grey en el Medio Oeste de los sesenta, sin promiscuidad sexual ni casting multirracial). “Nunca veía a mis padres. En realidad me criaron mis hermanas”, afirma Dafoe. Al cumplir los 17, se dio a la fuga. Se puso una mochila a las espaldas y cruzó Europa haciendo autoestop. “Siempre me dicen que parezco más europeo que estadounidense. La verdad es que no me siento europeo, aunque tampoco demasiado estadounidense”, reconoce. “Pero supongo que, lo quiera o no, siempre seré un chaval del Medio Oeste”.

Su paso a la interpretación fue, como en tantos casos, poco más que una casualidad. Tras probar suerte en espectáculos low cost del off-off Broadway, se puso a trabajar como maquinista en el Wooster Group, pequeña compañía de la vanguardia teatral neoyorquina dirigida por Spalding Gray, actor y dramaturgo venerado por Steven Soderbergh, que se suicidó saltando del ferry de Staten Island. Un día le propusieron subir a escena y ya nunca se volvió a bajar. Recuerda que uno de sus primeros papeles fue el de una bailarina envuelta en un vestido de celofán que movía las caderas siguiendo ritmos hawaianos. “Es embarazoso decirlo, pero llegó un momento en que necesité reconocimiento y un sueldo decente”, confiesa. “Por eso me pasé al cine”.

max montingelli

Las primeras oportunidades le llegaron a finales de los setenta, cuando Michael Cimino le ofreció un pequeño papel en La puerta del cielo. “Después de trabajar durante tres meses, me despidió por reírme de un chiste que me había contado una extra durante una toma muy dramática”, recuerda. “Entendí que Hollywood no iba a ser un lugar fácil”. Sin embargo, nombres como Walter Hill, Oliver Stone, Martin Scorsese, David Lynch, David Cronenberg, Paul Schrader o Abel Ferrara no tardaron en llamar a su puerta. Con ellos desarrolló papeles extremos, guiados por una pulsión violenta y enloquecida, de la que nunca se ha librado del todo. En The Loveless, Kathryn Bigelow le envolvió en cuero y suturas para liderar una manada de moteros huyendo de la cárcel. En Calles de fuego, Walter Hill le obligó a violar a Diane Lane y a cargarse a Michael Paré a golpe de taladro. Y en Vivir y morir en Los Ángeles, William Friedkin le hizo quemar vivo al policía que descubría su taller de falsificación de moneda, con la misma alegría con la que los ingleses prendieron fuego a Juana de Arco. “Pero un día, sin explicación aparente, me empezaron a ofrecer papeles distintos”, explica. El primero en detectar una insospechada humanidad en su rostro anguloso fue Oliver Stone. “Existía en Willem una sensibilidad que me apetecía utilizar un poco a contracorriente”, ha dicho el director, quien le ofreció un primer papel de bueno en Platoon. Dafoe era Elias, sargento atormentado por su conciencia y sacrificado a cámara lenta con los brazos en posición nazarena. No es extraño que Scorsese le ofreciera la redención definitiva al convertirle en protagonista de La última tentación de Cristo. “Lo curioso es que Scorsese jura que no había visto Platoon cuando me contrató”, dice el actor. Dafoe sostiene que esa fue una experiencia inolvidable. “Por la noche no salía. Volvía al hotel y me pasaba la noche leyendo la Biblia, para saber hasta qué punto la estábamos alterando”, sonríe.

Para mí, interpretar es como bailar. Es convertirte en el narrador de un libro que no has escrito, aunque podrías haberlo hecho, porque te identificas plenamente con lo que dice

Mientras sus contemporáneos escogieron a Marlon Brando como dios supremo de la interpretación, él prefirió fijarse en tipos como Boris Karloff, Peter Lorre o Vincent Price. De hecho, en el pasado afirmó que el Actor’s Studio le parecía una tomadura de pelo, e incluso “una perversión”. Hoy rectifica un poco. “En el fondo, supongo que todos los actores utilizamos algo de psicología en algún momento”, admite. “Pero es cierto que yo actúo de otra manera. Para mí, interpretar es como bailar”, dice crípticamente. Ante nuestro rostro desencajado, decidirá esforzarse un poco más: “Es como convertirte en el narrador de un libro que no has escrito, aunque podrías haberlo hecho, porque te identificas plenamente con lo que dice”.

A Dafoe solo le interesan los papeles “que dejan cicatrices”. Pero en esa categoría entran todo tipo de cometidos, de ser actor fetiche para Lars von Trier –jura que el de Anticristo ha sido su papel más difícil y que fue él quien le escribió porque le considera “un genio”– a convertirse en el villano de Spiderman o dar voz a un pez de colores en Buscando a Nemo. De rodar productos oscarizables como El paciente inglés –“una mala experiencia, porque redujeron mi papel a la mínima expresión”– a mutar en comparsa de Keanu Reeves en John Wick, de próximo estreno, o dejarse matar en esa playa donde murió Pasolini. “Me interesa participar en proyectos que impliquen un cambio”, dirá en otra de sus locuciones misteriosas. No sabemos qué le dijeron en ese primer casting. Lo que sí sabemos es que se equivocaron.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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