Gitanos y gitanerías
El 'Diccionario' incluye vocablos infames que viven en el habla o en la literatura
La quinta acepción de “gitano” en el nuevo Diccionario hace equivaler esa palabra con “trapacero” (la persona que “con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto”), y eso ha levantado ampollas entre gentes de buena voluntad.
La voz “gitano” procede de “egiptano”, porque en la antigüedad se creyó que los gitanos procedían de Egipto; y se usó durante siglos con sentido injusto y discriminatorio. Para comprobarlo, basta con darse un garbeo por los viejos diccionarios.
Covarrubias los describía en el suyo como “gente perdida y vagamunda, inquieta, engañadora, embustidora” (1611). Y la primera obra académica los definía así: “Cierta clase de gentes que, afectando ser de Egipto, en ninguna parte tienen domicilio, y andan siempre vagueando. Engañan a los incautos, diciéndoles la buena ventura por las rayas de las manos y la phisonomía del rostro, haciéndoles creer mil patrañas y embustes. Su trato es vender y trocar borricos y otras bestias, y a vueltas con todo eso hurtar con grande arte y sutileza” (1734).
Todos esos términos peyorativos fueron desapareciendo hasta quedar sólo ese “trapacero” de la quinta de sus ocho definiciones. La voz “gitanería” ha experimentado cambios paralelos, y en esta 23ª edición del Diccionario se retira una de las tres acepciones antiguas: “Caricia y halago hechos con zalamería y gracia, al modo de las gitanas”; y además se ha suprimido la marca de “despectiva” para la tercera: “Dicho o hecho propio y peculiar de los gitanos”.
Hubo un tiempo en que el papel de “limpiar” confundió a los académicos. “Cojón”, por ejemplo, desapareció tras la edición de 1783, y no se recuperó hasta 1984. Pero hoy en día el Diccionario es más que nada un registro de todo tipo de usos.
Tal vez se desenfoque el problema (con buena intención) si apuntamos contra las palabras o sus acepciones en vez de criticar el desprecio con el que alguien las use
El debate sobre “gitano” nos puede servir, no obstante, para preguntarnos si la Academia debería volver a suprimir las palabras o acepciones que no gustasen a sus integrantes, o las que no agradasen a determinados grupos sociales… O si, por el contrario, el Diccionario es un acta que ha de reflejar la realidad y la historia de la lengua.
Algunos proponen la vía intermedia de que el léxico oficial descalifique algunos de sus términos. Cabe invocar para ello que en “judiada” se aclara desde 1992 que se usaba “tendenciosamente”; pero se le puede oponer que no hay marca de este tipo en “merienda de negros” (“desorden”), ni censura alguna al vincular “moro” con “celoso y posesivo” (10ª acepción); y que por ese camino el Diccionario se iría convirtiendo en una especie de libro de estilo cuyo resultado global sería aún más discutido.
Algo de periodismo sí tiene la labor de la Academia. Ninguno de sus miembros pronunciará “gitano” para zaherir a nadie, y sin embargo todos ellos se habrán considerado en la obligación de plasmar ese registro; del mismo modo que un periodista no comparte los métodos del dictador coreano Kim Jong-un pero debe recogerlos.
El Diccionario contiene hoy en día vocablos infames, insultos… Todos salen de algún lugar. Viven en el habla o se plasmaron en la literatura de cada época; a menudo, en la voz de personajes que se describían a sí mismos en sus propias palabras.
Pérez Galdós le hace protestar a uno: “No ha sido más que una maniobra de ese gitano de González...”. (Bodas reales, 1900).
Y Blasco Ibáñez pone en boca de un gitano que vende un burro, en La barraca (1898): “Mire usted, mire usted (...). Más limpio que la patena. Aquí no se engaña a nadie: todo natural”.
Hoy no se podrían interpretar bien tales pasajes si se desconociese la fama endosada a los gitanos. Cualquier lector, español o extranjero, o cualquier traductor necesitarán que el Diccionario descifre usos como ésos, sobre todo si, por fortuna, se van desvaneciendo y les perdemos el rastro.
Hay que desacreditar al racista o al que insulta; pero quizás se desenfoque el problema (con buena intención) si apuntamos contra las palabras o sus acepciones en vez de criticar el desprecio con el que alguien las use. El Diccionario se inserta en la historia. Y sabemos que es más eficaz condenar las vilezas de la historia que borrarlas.
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