Las librerías nómadas
Si la novela no es más que una etapa en la historia de la narración, las librerías sedentarias son una anomalía moderna
"Todo lo que se mueve es poesía”, escribió Nicanor Parra, “todo lo que no cambia de lugar es prosa”. Si la novela no es más que una etapa de pocos siglos en la milenaria historia de la narración, las librerías sedentarias son una anomalía moderna en una tradición sobre todo nómada y poética. Fueron viajeros quienes nutrieron de manuscritos la Biblioteca de Alejandría; traficantes de tinta y papel quienes empujaron ideas como ruedas por la Ruta de la Seda; colporteurs quienes se instalaron en posadas y en ferias para vender almanaques y volúmenes religiosos. Los grabados antiguos muestran a esos librescos vendedores ambulantes con baúles y mochilas a cuestas, auténticas estanterías movibles, hombres orquesta de la bibliotecomía y la documentación.
Es por eso lícito preguntarse si no estará sobrevalorado el fondo de una librería. Si en vez de infinitas y monumentales no deberían ser las librerías leves como aire duchampiano, ligeras y cercanas, transportables bibliotecas mínimas y en venta. Como los puestos del Rastro madrileño o del Mercat de Sant Antoni, volúmenes con doble vida, en grandes cajas de madera y en tenderetes de quita y pon. Como esos días en que el escritor Mario Bellatin se sienta en un banco de un parque cualquiera de México DF, y mientras sus perros brincan él intercambia –por una botella de vino o un billete o incluso otro libro– uno de sus cien mil libros (autoeditados) de Mario Bellatin.
Una breve historia de las librerías portátiles de este cambio de siglo podría acabar con ese proyecto y comenzar en los años setenta, con la Ulysses de París. Regentada por la exploradora Catherine Domain, impulsó e impulsa todavía en Hendaya el Premio Pierre Loti de literatura de viajes. En su otra sede, la de verano. Porque la librería tiene dos vidas, dos espacios anuales: en la isla de San Luis que rodea el Sena y en el casino frente a la playa norteña. Abundan las librerías sin sede de ladrillos: puro movimiento. Como esa furgoneta azul, Tell a Story, que vaga por Lisboa con su selección de literatura portuguesa, o el Penguin Book Truck, que recorre Estados Unidos. Autocaravanas, bicicletas, coches, camionetas y camiones intervenidos. O motos sin sidecar: el año pasado me crucé en Valencia con Heide, que recuerda su infancia alemana cuando lleva a domicilio en su moto los libros que le compran por Internet. Sidecar Libros, la llaman.
También hay bibliotecas ambulantes. En Cartagena de Indias, Martín Murillo acarrea por las calles adoquinadas y las plazas caribeñas su Carreta Literaria. En la misma Colombia, Luis Soriano hace que la cultura llegue a las zonas más remotas gracias a Alfa y Beto, sus biblioburros. Y en el Sáhara, aparecen de pronto los bibliobuses de Bubisher, que proporcionan lectura a los refugiados saharauis. Y en Australia, The Footpath Library dispone de furgonetas librescas para acercar las historias a los vagabundos sin techo; mientras en São Paulo es la bicicloteca la que cumple la misma función. Importan esos cordones umbilicales, esos kilómetros de lecturas que no detectan los GPS. Esas sintonías globales. Todos esos textos nómadas. Toda esa esperanza, en fin.
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