Ciencia para derribar el Muro, ciencia para celebrarlo
Alemania no ha dejado de invertir en ciencia desde 1989, ni siquiera con la pavorosa crisis que nos ha hecho tambalear desde 2007-2008
Que Alemania es hoy la cuarta potencia económica mundial y la sociedad alemana una de las más cultas, pujantes, productivas y que alcanza una de las más altas cotas de libertad individual y protección social es algo bien sabido por todos. Y en abril de 1945, estaba en gran parte arrasada: la guerra desencadenada en gran parte por culpa de uno de los regímenes políticos más abyectos y sanguinarios de la Historia había concluido con casi siete millones de alemanes muertos (el 12% de su población en 1939, la mayoría adultos jóvenes, es decir, el presente y el futuro inmediatos), incontables lisiados y heridos graves de todo tipo, la mayoría de sus grandes ciudades literalmente arrasadas, con sus habitantes resguardándose bajo tierra o bajo escombros que apenas les protegían del frío o de la lluvia, las fábricas trituradas por las bombas, los hospitales, las vías de comunicación, las universidades, muchos de los centros de investigación más prestigiosos del mundo, los museos, las bibliotecas… Uno de los países más prósperos, admirados y avanzados durante siglo y medio era apenas una entelequia, ocupado por los ejércitos de las potencias que habían sido sus enemigos en guerra. Una de estas potencias, la soviética, bajo un régimen tan abyecto y sanguinario o más que el propio régimen nacionalsocialista que había labrado con odio la ruina material y moral de esa Alemania que decía amar por encima de todo, pronto desgajaba un 40% de la superficie alemana para sojuzgarla, junto al resto de países del Centro y el Este de Europa que cayeron bajo su órbita en los repartos de Yalta y Postdam.
El generoso Plan Marshall permitió, desde muy pronto, que la Alemania que había quedado libre de las garras comunistas fuese reconstruyéndose poco a poco, inexorablemente. En apenas una década había obrado el denominado milagro alemán: la mejor Alemania resurgía, literalmente, de sus cenizas y ruinas. Y lo hacía, fundamentalmente, porque sus autoridades, conjuntamente a sus tutores norteamericanos, invertían una parte muy importante de los fondos de ese Plan Marshall en educación e investigación: en formar a las nuevas generaciones de alemanes, en repatriar a muchos de la legión de profesores universitarios y científicos que habían huido del monstruo (pero no olvidemos que muchos otros habían muerto, asesinados o en el exilio forzoso, o bien habían decidido quedarse en los países que les acogieron), en reconstruir escuelas, universidades, bibliotecas, laboratorios y centros de investigación a los que supieron no escamotear un dólar que tan bien hubiese servido para reconstruir y techar casas u hospitales, rehacer líneas férreas, autopistas, aeropuertos… o, simplemente, para alimentar, vestir y curar a los millones de alemanes que carecían de lo más mínimo. Pero esas autoridades supieron que, a pesar de las necesidades extremas o, mejor dicho, entre las necesidades extremas de la nueva sociedad alemana, era fundamental invertir en ciencia, porque solo con ciencia y conocimiento propios Alemania podría recuperar su futuro y volver a ser mínimamente próspera: vaya si lo lograron…
Lo lograron porque, apenas 30 años después de obrarse el milagro alemán, la pujanza y prosperidad de la República Federal de Alemania suponían la mayor amenaza para los dirigentes prosoviéticos de la eufemísticamente denominada República Popular Alemana, a pesar incluso del Muro que levantaron en una sola noche de 1961, con mayor alevosía y miedo, aún, que nocturnidad. Porque los alemanes del Este se miraban en el espejo de sus coetáneos del Oeste y… seguían viéndose, poco, menos, que en la ruina física de 1945 y, desde luego, en una ruina moral parecida. Los dirigentes de la Unión Soviética lo sabían bien, como sabían bien que el arma más peligrosa de los países libres de Occidente no era una de sus bombas atómicas, sino precisamente su libertad y su prosperidad. Por eso permitieron el relativo desarrollo de sus países satélites europeos (la propia RDA, Checoslovaquia, Hungría, Polonia…) con respecto al de la sufrida población soviética (por no decir, más exactamente, rusa, ya que a las repúblicas periféricas –los actuales estados bálticos, caucásicos y las repúblicas exsoviéticas de Asia- también se las permitió un cierto mayor desarrollo con el que calmar las protestas de la población).
Por ósmosis, los países occidentales y sobre todo la República Federal de Alemania, con su libertad individual, su estado del bienestar, su liderazgo tecnológico y científico se convertía, pacíficamente, en el arma que mejor socavaba el telón de acero. Y cuando el Muro de la Vergüenza se deshizo como un azucarillo aquella noche de noviembre de hace ahora 25 años, los berlineses del Este, primero, y luego el resto de alemanes de la RDA corrieron a abrazarse con sus compatriotas y familias del Oeste, a respirar libremente por primera vez tras 44 años (66 en muchos casos, no lo olvidemos) e, inmediatamente, volaron a hacerse con los frutos que el desarrollo científico y técnico ofrecía de forma natural en la RFA: medicamentos, electrodomésticos y automóviles de calidad…
Merkel conmemora la caída del Muro de Berlín con una financiación extra de 25.000 millones en investigación científica y educación superior
La inversión en ciencia que había levantado a la Alemania libre, una inversión cuantiosísima y mantenida durante décadas, había sido un factor fundamental para derribar la tiranía comunista de la RDA y, con el tiempo, de toda la geografía europea y de gran parte de Asia, África e Iberoamérica. Y esa ciencia, aun costosísima, había sido, por ejemplo, infinitamente más barata que lo que hubiese resultado de armar un ejército que pudiese medirse con unas mínimas garantías de éxito con el ejército más numeroso de la historia, el Ejército Rojo. Las calculadas inversiones en investigación científica y técnica, bien sazonadas con libertad, sanaban, alimentaban y hacían prosperar a una Alemania hasta llegar a liberar a la otra Alemania, a la que no había podido proteger ni siquiera la ingente inversión militar que durante décadas había lastrado a la URSS hasta sumir a su sociedad en un estado de pobreza creciente en la década de 1980…
Por lo que se ve, la Alemania de hoy no olvida. Por eso no ha dejado de invertir en ciencia desde 1989, ni siquiera cuando la pavorosa crisis que nos ha hecho tambalear desde 2007-2008 parecía que iba a hacer saltar en pedazos todo. Los dirigentes nacionales con visión de futuro, fueran del color político que fueran, contestaron a la crisis financiera incrementando o, cuando menos, manteniendo sus presupuestos en educación superior y en investigación y desarrollo, y Alemania estuvo a la cabeza de ellos.
Los dirigentes de otros países, como los de nuestra querida España, fueran del color político que fueran, arramblaron con esos presupuestos en investigación, precisamente: primero, para hacer de banco “intragubernamental” y maquillar otras partidas presupuestarias y un déficit descomunal que no querían reconocer oficialmente de ninguna forma; y después, simplemente, para no salir tampoco en este tema de la vía (obviamente subterránea) que se trazó para sobrevivir a la crisis financiera que pasó de ser innombrable a poco menos que omnipresente.
Y como demostración de que Alemania no olvida todo lo que ha conseguido gracias al conocimiento y a la investigación en estos casi 70 años, mientras algunos se empecinan en su estulticia y no quieren ganar el presente y el futuro sino empatarlo (como mucho: y gracias…), el Gobierno de Ángela Merkel ha decidido que no había mejor forma de conmemorar el 25 aniversario de la caída del Muro de la Vergüenza que invertir de forma extraordinaria 25.000 millones de euros en investigación científica y educación superior, según publicó Nature el 6 de noviembre de 2014: cifra que se une a los ya de por sí envidiables presupuestos de investigación que luce Alemania (aproximadamente, 100.000 millones de euros al año), a los que se llegaron gracias a su envidiable y envidiado pacto en ciencia e innovación firmado en 2005, que garantizan un 3% de incremento anual hasta el año 2020.
En Alemania está claro que, independientemente del color político que uno tenga, si se no apuesta por la investigación científica, se es un retrógrado. Lo hace el mismo gobierno que cesa, fulminantemente, a un ministro que ha plagiado una parte del texto de su tesis doctoral, o que hace que el presidente de su país dimita por recibir un crédito en condiciones favorables: mucho nos queda por aprender en un país donde altos cargos de Gobiernos de izquierda y derecha han falsificado su currículum vítae hasta el extremo de inventarse títulos universitarios o adquirirlos en San Marino, Gobiernos que no han reconocido la corrupción que en su nombre se había generado hasta gangrenar el país.
Ciencia para levantarse de sus cenizas, ciencia para liberar a sus compatriotas y ciencia para conmemorar esa liberación: ese es el único camino y los gobernantes españoles deberían saber meternos en él cuanto antes, cuanto más rápido y cuanto mejor.
Fernando de Castro Soubriet es Científico Titular del CSIC. Jefe del Grupo de Neurobiología del Desarrollo-GNDe (Hospital Nacional de Parapléjicos)
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